Ese día había salido pitando para huir del diablo. Huía de un demonio de ojos tan brillantes como viejas monedas mortíferas. Un demonio viejo, peludo, con la boca llena de dientes ensangrentados. Pero todo eso fue después. Si Silver había salvado la vida de Richie y la suya, ese día, quizá había salvado también la de Eddie Kaspbrak, el día en que Bill y Eddie conocieron a Ben, junto a los restos pateados de su dique, en Los Barrens. Henry Bowers, que parecía haber pasado por una picadora, había aplastado la nariz a Eddie, con lo cual al chico le atacó el asma con todo y entonces resultó que su inhalador estaba vacío. Y ese día había sido Silver también, Silver al rescate.
Bill Denbrough, que no tenía bicicleta desde hace casi diecisiete años, mira por la ventanilla de un avión que no habría imaginado, salvo en las revistas de ciencia ficción, en el año de 1958 ¡Hai-oh, Silver, ARREEE!, piensa. Y tiene que cerrar los ojos para combatir la súbita punzada de las lágrimas.
¿Qué fue de Silver? No logra recordarlo. Esa parte de la escena todavía está a oscuras; ese foco aún no se ha encendido. Tal vez sea mejor así. Tal vez sea más misericordioso.
Hai-oh.
Hai-oh, Silver.
Hai-oh, Silver.
2
—¡ARREEE! —gritó.
El viento le arrancó las palabras para llevárselas por encima del hombro, como un estandarte arrebatado. Surgieron grandes y fuertes en un rugido triunfal. Eran las únicas palabras que siempre surgían.
Pedaleó por Kansas Street hacia el centro, cobrando velocidad poco a poco. Silver volaba una vez que cobraba impulso, pero dárselo costaba un ojo y parte del otro. Ver la bicicleta gris tomando velocidad era como observar un avión grande rodando por la pista. Al principio, uno no podía creer que semejante artefacto pudiera separarse de la tierra. La idea resultaba absurda. Pero después se veía la sombra debajo y, antes de que uno se preguntara si sería un espejismo, la sombra se estiraba hacia atrás y el avión estaba en el aire, esbelto y gracioso como un sueño en una mente satisfecha.
Así era Silver.
Bill inició un pequeño tramo colina abajo y comenzó a pedalear más deprisa, sus piernas bombeando arriba y abajo mientras se sostenía erguido sobre el cuadro de la bicicleta. Había aprendido muy pronto, tras haberse golpeado un par de veces con ese cuadro en el peor sitio en que un chico puede golpearse, a tirarse de los calzoncillos hasta bien arriba antes de subir a Silver. Más avanzado el verano, al contemplar ese procedimiento, Richie diría: «Bill hace eso porque piensa que, algún día, puede querer hijos. A mí me parece una mala idea, pero, bueno, a lo mejor salen a la mujer, ¿no?».
Él y Eddie habían bajado el asiento todo lo posible y ahora le raspaba la parte baja de la espalda mientras pedaleaba. Una mujer que desbrozaba hierbas en su jardín se hizo visera con la mano para verlo pasar sonriendo un poquito. Ese muchacho de la bicicleta enorme le hacía pensar en un mono que había visto en el circo Barnum y Bailey montado en un monociclo. Pero en cualquier momento se va a matar —pensó, volviendo a su jardín—. Esa bicicleta es demasiado grande para él. Pero no era cosa suya, claro.
3
Bill había tenido el sentido común de no discutir con los gamberros cuando salieron de los matorrales, como malhumorados cazadores tras el rastro de una bestia que ya hubiera atacado a uno de ellos. Eddie, sin embargo, no había podido con su lengua, por lo que Henry Bowers se desquitó con él.
Bill sabía muy bien quiénes eran; Henry, Belch y Victor eran los peores elementos de la escuela. Habían atizado un par de veces a Richie Tozier, con quien Bill solía charlar. A su modo de ver, había sido, en parte, culpa del propio Richie. No por nada lo llamaban Bocazas.
Un día, en abril, cuando los tres pasaban por el patio del colegio, Richie dijo algo sobre sus cuellos subidos, como los usaba Vic Morrow en Combate.[16] Bill, que estaba sentado contra el edificio jugando distraídamente con unas canicas, no había llegado a captarlo todo. Tampoco Henry y sus amigos…, pero ellos habían oído lo suficiente para volverse hacia Richie. Era de suponer que el chico había querido hablar en voz baja. El problema era que Richie no tenía nada parecido a la voz baja.
—¿Qué has dicho, monstruito cuatro ojos? —inquirió Victor Criss.
—Nada —respondió Richie.
Esa negativa (junto con su cara, que lucía sensatamente horrorizada y llena de miedo) podría haber acabado la cosa. Sólo que la boca de Richie era como un caballo a medio domar, inclinado a desbocarse sin motivo alguno. Y esa boca agregó, súbitamente:
—Deberíais excavaros la cera de los oídos, chicos. ¿Queréis un poco de dinamita?
Lo miraron por un instante, incrédulos; después se lanzaron tras él. Bill el Tartaja ya había presenciado la desigual carrera desde su principio hasta su predeterminada conclusión, desde su sitio, contra el muro del edificio. No tenía sentido inmiscuirse; aquellos tres grandullones se sentirían muy felices si podían atizar a dos chicos por el precio de uno.
Richie corrió en diagonal, cruzando el patio de los pequeños, saltó por encima de los balancines y se metió entre los columpios; sólo comprendió que se había metido en un callejón sin salida cuando chocó contra la cerca instalada entre el patio y el parque con que lindaban los terrenos de la escuela. Trató de subir por la cerca, todo dedos aferrantes y zapatillas en punta. Le faltaba, quizás, una tercera parte para llegar arriba cuando Henry y Victor Criss lo bajaron a tirones: Henry, por la espalda de la chaqueta; Victor, por el fondillo de los vaqueros. Richie estaba vociferando cuando lo arrancaron de la cerca. Cayó de espaldas en el asfalto. Sus gafas volaron. Alargó la mano para cogerlas y Belch Huggins las apartó de un puntapié. Por eso, ese verano, una de las patillas estaba remendada con cinta adhesiva.
Bill hizo una mueca dolorida y caminó hasta el frente del edificio. Había observado que la señora Moran, una de las maestras de cuarto grado, ya corría a separarlos, pero sabía que ellos tendrían llorando a Richie antes de que ella llegara. Gallina, gallina, mirad al bebé llorón.
Bill sólo había tenido pequeños problemas con ellos. Se burlaban de su tartamudeo, por supuesto. De vez en cuando, con las pullas venía una crueldad cualquiera. Un día de lluvia, cuando iban a almorzar en el gimnasio, Belch Huggins le había quitado la bolsa del almuerzo para aplastarla en el suelo con su bota, triturando el contenido.
—¡Oh, ca-ca-caramba! —se burló Belch, fingiendo horror, mientras mariposeaba las manos junto a la cara—. ¡D-d-disculpa lo de tu alm-m-muerzo, c-c-carac-c-culo!
Y se fue tranquilamente por el pasillo, hacia Victor Criss, que estaba apoyado contra la fuente de agua, ante el lavabo de los chicos, riendo como si se buscara una hernia. Pero eso no había sido tan grave. Bill consiguió que Eddie Kaspbrak le diera medio bocadillo de mermelada y mantequilla de cacahuete y Richie se declaró muy feliz de darle su huevo picante, la madre se lo ponía en la bolsa día por medio y, según decía Richie, le daba ganas de vomitar.
Pero había que mantenerse lejos de ellos, y si eso era imposible, había que tratar de volverse invisible.
Eddie se había olvidado de las reglas y lo habían hecho papilla.
No se sintió tan mal hasta que los gamberros se fueron arroyo abajo y cruzaron a la otra orilla, aunque la nariz le sangraba como una fuente. Cuando su pañuelo quedó completamente empapado, Bill le dio el suyo y le hizo poner una mano en la parte posterior del cuello, con la cabeza echada hacia atrás. Recordaba que su madre se lo indicaba a Georgie, que a veces había tenido hemorragias nasales.
Oh, pero pensar en George dolía.
Sólo cuando los pasos de búfalo de los gamberros se perdieron completamente por Los Barrens y cuando la hemorragia nasal cesó, fue que le atacó el asma. Eddie comenzó a forcejear para aspirar el aire, abriendo y cerrando las manos como si fueran trampas flojas; su respiración era un silbido de flauta en la garganta.
—¡Mierda! —jadeó—. ¡Asma! ¡Cuernos!
Rebuscó a tientas su inhalador y por fin lo sacó del bolsillo. Parecía un bote de limpiacristales, de los que tienen vaporizador arriba. Se lo puso en la boca y apretó el gatillo.
—¿Mejor? —preguntó Bill, ansioso.
—No. Está vacío. —Los ojos de Eddie estaban llenos de pánico, parecían decir: Estoy listo, Bill. ¡Estoy listo!
El inhalador vacío cayó de su mano y salió rodando. El arroyo seguía riendo entre dientes, como si no le importara que Eddie Kaspbrak apenas pudiera respirar. Bill pensó, caprichosamente, que los gamberros habían acertado en una cosa, al menos: aquello había sido un diquecito de mierda. De pronto sintió una furia sorda por haber acabado de ese modo.
—T-t-tómatelo con c-c-calma, E-Eddie —dijo.
Durante los cuarenta minutos siguientes, Bill permaneció sentado junto a su amigo, con la esperanza de que el ataque de asma cesara en cualquier momento, desvaneciéndose gradualmente. Cuando apareció Ben Hanscom, su inquietud se había convertido en auténtico miedo. El ataque, en vez de pasar, estaba empeorando. Y la farmacia de Center Street, donde Eddie conseguía los repuestos, estaba casi a cinco kilómetros. ¿Y si él iba a buscar el medicamento y, al volver, encontraba a Eddie inconsciente? Inconsciente o
(no, mierda, por favor no pienses eso)
o muerto, insistió su mente, implacable.
(Como Georgie, muerto como Georgie).
¡No seas gilipollas! ¡No se va a morir!
No, probablemente no. Pero, ¿y si al volver encontraba a Eddie en coma? Bill sabía mucho de comas; hasta había deducido que se llamaban así por las comas de los dictados y parecía muy adecuado. Después de todo, ¿qué era una coma sino una pausa que detenía el cerebro? En los seriales de doctores, como Ben Casey, la gente siempre estaba cayendo en coma y a veces se quedaban así, a pesar de todos los gritos y rezongos de Ben Casey.
Por eso se quedó allí, sabiendo que debía irse, que no le hacía ningún bien a Eddie quedándose allí, pero no quería dejarlo solo. Una parte de él, irracional y supersticiosa, estaba segura de que Eddie caería en coma en cuanto él le volviera la espalda. Entonces miró corriente arriba y vio a Ben Hanscom. Conocía a Ben, por supuesto; el chico más gordo de cualquier escuela siempre goza de una desdichada notoriedad. Ben estaba en el otro quinto curso. Bill solía verlo en el recreo, siempre solo, habitualmente en un rincón, leyendo un libro o comiendo el almuerzo, que llevaba en una bolsa que parecía un saco de lavandería.
En ese momento, al mirarlo, Bill lo encontró aún peor que a Henry Bowers. Aunque costara creerlo, era cierto. Bill no pudo imaginar qué cataclísmica pelea habrían librado esos dos. Ben tenía el pelo levantado en picos absurdos, apelmazados por la mugre. Su jersey o sudadera (nadie habría podido decir qué había sido al comenzar el día, y ya no importaba, que joder) era un harapo sucio, manchado con una asquerosa mezcla de sangre y pasto. Sus pantalones habían desaparecido a la altura de las rodillas.
Ben vio que Bill lo miraba y retrocedió un poquito, con ojos cautos.
—¡N-n-no te v-v-vayas! —gritó Bill. Levantó las manos vacías, con las palmas hacia fuera, para mostrar que era inofensivo—. Nec-c-cesitamos ay-y-yuda.
Ben se acercó un poco más, todavía cauteloso. Caminaba como si una pierna, o ambas, lo estuvieran matando.
—¿Se han marchado? ¿Bowers y esos tipos?
—S-sí —dijo Bill—. Escucha, ¿p-puedes qu-quedarte c-c-c-con mi am-amigo mientras yo v-v-voy a bu-buscarle el m-medic-cam-mento? T-tiene a-a-a…
—¿Asma?
Bill asintió con la cabeza.
Ben terminó de descender hacia los restos del dique y se dejó caer penosamente sobre una rodilla, junto a Eddie, que permanecía recostado, con los ojos casi cerrados y el pecho jadeante.
—¿Quién le atizó? —preguntó Ben. Cuando levantó la mirada, Bill le vio la misma furia frustrada que él sentía—. ¿Fue Henry Bowers?
Bill volvió a asentir.
—Me lo imaginaba. Sí, claro, ve. Yo me quedo con él.
—Gra-gra-gracias.
—No me lo agradezcas —dijo Ben—. Fue culpa mía que cayeran sobre vosotros, para empezar. Ve, date prisa. Tengo que llegar a casa antes de cenar.
Bill se fue sin decir nada más. Le habría gustado decir a Ben que no se lo tomara muy a pecho; lo que había pasado no era culpa suya, así como tampoco era culpa de Eddie haber abierto la boca tan estúpidamente. Los tíos como Henry y sus compinches eran accidentes que a cualquiera le tocaban, la versión infantil de los tornados, las inundaciones o el granizo. Le habría gustado decir eso, pero estaba tan nervioso que le habría llevado como veinte minutos, y para ese entonces Eddie podría haber entrado en coma (ésa era otra cosa que Bill había aprendido de los doctores Casey y Kildare: uno nunca se pone en coma: entra en ella).