Ben marchaba ceñudo, sabiendo que, si los gamberros volvían, no tendría la menor posibilidad de huir. Poco le importaba.
Al doblar un recodo del arroyo, quedó inmóvil por un segundo, mirando. Los constructores de diques aún estaban allí. Uno de ellos era Bill Denbrough, el Tartaja, sí. Estaba arrodillado junto al otro niño, que se había sentado contra la barranquilla con la cabeza tan hacia atrás que la nuez de Adán sobresalía como una cuña. Tenía sangre seca alrededor de la nariz, en el mentón y pintada a lo largo del cuello, en un par de arroyos. En una mano sostenía algo, con dedos flojos.
Bill el Tartaja giró bruscamente y vio allí a Ben. Ben vio entonces, horrorizado, que al otro niño le pasaba algo muy feo. Por lo visto, Denbrough estaba muerto de miedo. Cuándo terminará este día, pensó, angustiado.
—¿P-p-p-podrías ay-y-yud-d-darme? —dijo Bill Denbrough—. T-t-tiene el inhal-lad-dor v-v-vacío. Q-quizá se está…
Su cara se petrificó, muy roja. Excavó en derredor de la palabra, tartamudeando como una ametralladora. Volaba la saliva de sus labios y pasaron casi treinta segundos de «mu-mu-mu-mu» antes de que Ben comprendiera lo que Denbrough estaba tratando de decir: que el otro chico podía estar muriéndose.
V. BILL DENBROUGH SALE PITANDO (I)
1
Bill Denbrough piensa: Estoy muy cerca del viaje espacial; sería lo mismo si estuviera dentro de una bala disparada por una pistola.
Esta idea, aunque perfectamente acertada, no le resulta especialmente consoladora. En realidad, durante la primera hora después del despegue del Concorde (tal vez fuera mejor hablar de disparo), ha estado lidiando con una leve claustrofobia. El avión es estrecho… de una estrechez perturbadora. Aunque la comida es casi exquisita, las azafatas que la sirven deben retorcerse, doblarse y agacharse para cumplir con el trabajo; parecen una troupe de gimnastas. Ese dificultoso servicio priva a Bill de una parte del placer que podría darle la comida. Su compañero de asiento, en cambio, no parece muy molesto.
El compañero de asiento representa otra desventaja. Es gordo y no muy limpio. Aunque sobre la piel use colonia fina, por debajo de ella Bill detecta el olor inconfundible del polvo y el sudor. Tampoco es muy detallista con su codo izquierdo, que de vez en cuando golpea a Bill con un sonido suave.
Una y otra vez, sus ojos van al indicador digital que hay en el frente de la cabina. Muestra la velocidad de esa bala británica. En ese momento, con el Concorde ya a velocidad de crucero, llega al punto máximo, algo más de dos mach. Bill saca un bolígrafo de la camisa y usa la punta para operar los botones del reloj-calculadora que le regaló Audra por Navidad. Si el machiómetro funciona bien (y Bill no tiene motivos para pensar que no), están volando a razón de veintisiete kilómetros por minuto. No está seguro de que le aproveche el dato.
Más allá de la ventanilla, pequeña y gruesa como las de las viejas cápsulas espaciales Mercurio, se ve un cielo que no es azul sino purpúreo crepuscular, aunque es mediodía. Allí donde se encuentran el mar y el cielo, el horizonte tiene una ligera curva. Aquí estoy —piensa Bill—, con un cóctel en la mano y el codo de un gordo clavado en mi bíceps, contemplando la curvatura de la Tierra.
Sonríe un poco, pensando que, si un hombre puede soportar algo así, no debería temer a nada. Pero tiene miedo y no sólo de volar a veintisiete kilómetros por minuto en esa cabina estrecha y frágil. Casi puede sentir que Derry se precipita hacia él. Y ésa es la expresión correcta, exactamente. A pesar de los veintisiete kilómetros por minuto, la sensación es de estar completamente inmóvil mientras Derry se precipita hacia él, como un gran carnívoro que ha permanecido a la espera por mucho tiempo y acaba, finalmente, de abandonar su escondrijo. ¡Derry, ah, Derry! ¿Y si escribimos una oda a Derry? ¿Al hedor de sus moliendas y sus ríos? ¿Al digno silencio de sus calles arboladas? ¿A la biblioteca, la torre-depósito, el parque Bassey, la escuela primaria?
¿A Los Barrens?
Se están encendiendo luces en su cabeza: grandes luces intermitentes. Es como si hubiera pasado veintisiete años sentado en un teatro a oscuras, esperando que pasara algo y ahora ha comenzado, por fin. Sin embargo, el escenario revelado, foco tras foco, no es el de una inocua comedia como Arsénico y encaje antiguo; en opinión de Bill Denbrough se parece más a El gabinete del doctor Caligari.
Todos esos relatos que escribí —piensa, con una diversión estúpida—, todas esas novelas vinieron de Derry; Derry era la fuente. Vinieron de lo que ocurrió aquel verano y de lo que ocurrió a George, el otoño anterior. Tantos periodistas me hicieron ESA PREGUNTA… Siempre les di una respuesta equivocada.
El codo del gordo vuelve a clavarse en él. El hombre derrama parte de su bebida. Bill está a punto de decirle algo, pero se arrepiente.
ESA PREGUNTA, por supuesto, era: «¿De dónde saca sus ideas?». Probablemente, todos los escritores de ficción tenían que responder a ella (o al menos, fingir que respondían) por lo menos dos veces por semana, pero un tipo como él, que se ganaba la vida escribiendo sobre cosas que nunca existieron y jamás existirían, debía responder (o fingir que respondía) a ella con mucha mayor frecuencia.
Todos los escritores tienen un pasadizo que baja al subconsciente —decía, sin mencionar que, con cada año transcurrido, hasta la existencia de ese subconsciente le parecía dudosa—. Pero el que escribe relatos de terror tiene un pasadizo que baja aún más, tal vez… Tal vez hasta el sub-subconsciente, por decirlo así.
Respuesta elegante, ésa, pero que nunca lo había convencido. ¿Subconsciente? Bueno, allá abajo había algo, sí; pero, en su opinión, la gente había llegado a dar demasiada importancia a una función que, probablemente, era el equivalente mental del lagrimeo cuando entraba polvo a los ojos o de los flatos una hora después de una comida abundante. La segunda comparación era, quizá, la mejor, pero no era fácil decir a los periodistas que, para uno, cosas tales como los sueños, las ansias vagas y las sensaciones de algo ya visto se reducían a un montón de pedos mentales. Ellos parecían necesitar algo, todos esos periodistas con sus libretas y sus casetes japoneses, y Bill quería ayudarlos en lo posible. Sabía que escribir era trabajo duro, endemoniadamente duro. No había por qué dificultarles aún más las cosas diciéndoles: Vea amigo, lo mismo daría si me preguntara quien cortó el queso y qué hizo con él.
Ahora piensa: «Siempre supiste que estaban haciendo una pregunta errónea, aun antes de la llamada de Mike, sabes también cual era la pregunta correcta. De dónde sacas las ideas, no: por qué sacas ideas de alguna parte. Había un pasadizo, sí, pero no era la versión freudiana ni jungiana del subconsciente lo que salía por allí; no había tal red de alcantarillados de la mente ni cavernas subterráneas llenas de Morlocks que esperaban existir. En el otro extremo del pasadizo no había nada, salvo Derry. Sólo Derry. Y…».
… ¿Y quién camina, trip-trap, por mi puente?
De pronto se incorpora y esta vez es su codo el que se desmanda: se hunde profundamente, por un instante, en el costado de su gordo compañero de asiento.
—Cuidado, amigo —dice el gordo—. No hay espacio, ¿entiende?
—Usted deje de clavarme el suyo y yo d-d-dejaré de c-c-clavarle el mío.
El gordo le echa una mirada agria, incrédula, al estilo de-qué-diablos-me-está-hablando. Bill se limita a mirarlo hasta que el otro aparta los ojos, murmurando.
¿Quién está allí?
¿Quién camina, trip-trap, sobre mi puente?
Mira otra vez por la ventanilla y piensa. Hemos salido pitando.
Le arden los brazos y la nuca. Acaba con el resto de su cóctel de un solo trago. Otra de esas grandes luces acaba de encenderse.
Silver. Su bicicleta. Así la había llamado, como el caballo del Llanero Solitario. Una Schwinn grande, de sesenta centímetros de altura. «Te vas a matar con eso, Billy», le había dicho el padre, pero sin mucha preocupación en la voz. Desde la muerte de George se preocupaba muy poco por las cosas. Antes había sido duro. Justo pero duro. Desde entonces, uno podía salirse con la suya. Hacía cosas de padre, decía cosas de padre, pero allí quedaba todo. Era como si estuviera siempre alerta, por si George volvía a casa.
Bill la había visto en la vidriera de Byke and Cycle de Main Street, cavilosamente inclinada en su soporte, la más grande de todas las exhibidas. Era opaca donde las otras brillaban, recta donde las otras tenían curvas, curva en donde las otras eran rectas. Contra la rueda delantera había un cartel:
SEGUNDA MANO
Haga su oferta
Lo que ocurrió, en verdad, fue que Bill entró y el propietario hizo su propia oferta, que Bill aceptó (no habría sabido regatear con él aunque su vida hubiera dependido de ello). El precio, veinticuatro dólares, le pareció muy justo, hasta generoso. Pagó por Silver con el dinero que había ahorrado en los últimos siete u ocho meses: dinero recibido por su cumpleaños, por Navidad y por cortar el césped. Veía esa bicicleta en la vidriera desde el día de Acción de Gracias. La pagó y la llevó a casa, caminando, en cuanto la nieve comenzó a fundirse definitivamente. Era curioso, porque hasta el año anterior nunca había pensado mucho en bicicletas. La idea pareció surgirle en la cabeza de buenas a primeras, tal vez uno de esos días interminables tras la muerte de George. Tras el asesinato de George.
En un principio, Bill estuvo a punto de matarse, sí. El primer paseo en bicicleta terminó con un tumbo deliberado para no estrellarse contra la empalizada que cerraba Kossuth Lane (no era tanto estrellarse contra la empalizada lo que temía, como atravesarla y caer a Los Barrens desde dieciocho o veinte metros de altura). Salió de ésa con un corte de doce centímetros entre la muñeca y el codo del brazo izquierdo. Antes de transcurrida una semana, no pudo frenar a tiempo y pasó como un rayo por la intersección de Witcham y Jackson a más de cincuenta kilómetros por hora. Era un chiquillo montado en un mastodonte de color gris polvoriento (Silver sólo era de plata gracias por un fortísimo impulso de imaginación voluntariosa), con naipes ametrallando los radios de ambas ruedas en un rugido incesante. Si hubiera aparecido un automóvil, habría quedado hecho picadillo. Como Georgie.
Poco a poco, al avanzar la primavera, fue dominando a Silver. Ni su padre ni su madre notaron, en ese período, que el chico estaba cortejando a la muerte en bicicleta. A él le parecía que, después de los primeros días, ellos ni siquiera reparaban en la presencia de la bicicleta; para ellos era sólo una antigualla de pintura saltada, apoyada contra la pared del garaje en días de lluvia.
Pero Silver era mucho más que una antigualla polvorienta. No parecía gran cosa, pero volaba como el viento. El amigo de Bill, su único amigo de verdad, era un chico llamado Eddie Kaspbrak y Eddie era bueno para la mecánica. Él había enseñado a Bill cómo mantener a Silver en forma: qué tuercas ajustar y verificar regularmente, dónde aceitar los engranajes, cómo tensar la cadena, cómo emparchar el neumático cuando se pinchaba.
—Tendrías que pintarla —había dicho Eddie, una vez.
Pero Bill no quería pintar a Silver. Por motivos que ni siquiera podía explicarse a sí mismo, quería a la Schwinn tal como era. Parecía un trasto de esos que los chicos descuidados dejan siempre en el jardín, bajo la lluvia, una de esas bicicletas que son puro chirrido, sacudidas y lenta fricción. Parecía un trasto, pero volaba como el viento. Era capaz de…
—Era capaz de salir pitando —dice en voz alta, y ríe—, como si se la llevara el diablo.
Su gordo compañero de asiento le echa una mirada áspera; la risa tiene esa cualidad hueca, aullante, que había asustado a Audra poco antes.
Sí, parecía una ruina con su pintura vieja y aquel cestillo anticuado, montado sobre la rueda trasera, con la antigua bocina de bulbo negro; esa bocina estaba soldada al manubrio por un tornillo herrumbrado del tamaño de un puño de bebé. Una ruina.
Pero ¡cómo iba Silver! ¡Cómo iba! ¡Santo cielo!
Y era una gran suerte que fuera así, porque Silver salvó la vida a Bill Denbrough en la última semana de junio de 1958, una semana después de que conociera a Ben Hanscom, una semana después de que él, Ben y Eddie construyeran el dique; la misma semana en que Ben, Richie Bocazas Tozier y Beverly Marsh aparecieron en Los Barrens, después de la matinée del sábado. Richie iba tras él, en el cestillo de Silver, el día en que Silver le salvó la vida. Por lo tanto, era de suponer que Silver había salvado también la de Richie. Y entonces recordó la casa de la que huían, sí Lo recordó muy bien. Esa maldita casa de Neibolt Street.