It (Eso) – Stephen King

Allí había otro cilindro de cemento, apenas visible entre unas enredaderas de frambuesa; canturreaba silenciosamente para sí. Más allá, un terraplén descendía hacia el arroyo. Un olmo viejo, retorcido, se inclinaba sobre el agua; sus raíces, medio descubiertas por la erosión de la ribera, parecían un enredo de cabellos sucios.

Ben rogó que no hubiera bichos ni víboras allí abajo, pero estaba demasiado cansado y aturdido por el miedo pasado como para que le importara mucho. Se abrió paso entre las raíces y encontró, debajo de ellas, una pequeña cueva. Se recostó hacia atrás. Una raíz se le clavó como un dedo furioso. Cuando cambió un poco de posición, le prestó un cómodo apoyo.

Allí venían Henry, Belch y Victor. Él esperaba que se dejaran engañar y siguieran el sendero, pero no tuvo tanta suerte. Por un momento estuvieron muy cerca de él; un poco más y hubiera podido tocarlos alargando la mano desde su escondite.

—Seguro que esos mocosos de allá atrás lo vieron —dijo Belch.

—Bueno, vamos a averiguarlo —dijo Henry. Volvieron sobre sus pasos y, pocos momentos después, Ben lo oyó bramar—: ¿Qué coño estáis haciendo aquí?

Hubo una respuesta, pero Ben no llegó a descifrarla. Los niños estaban demasiado lejos y el Kenduskeag resonaba demasiado. Pero le pareció que el chico estaba asustado. Ben se solidarizó con él.

Luego, Victor Criss aulló algo que Ben no comprendió en absoluto.

—¡Que diquecito de mierda!

¿Diquecito? Diquecito. O tal vez Victor había dicho algo así como «¡Dije “chito”, mierda!», y Ben había oído mal.

—¡Vamos a romperlo! —propuso Belch.

Hubo chillidos de protesta, seguidos por un grito de dolor. Alguien se echó a llorar. Sí, Ben se solidarizaba, claro. No habían podido atraparlo a él (al menos todavía), pero allí tenían a otro grupo de niños pequeños con los que descargar su furia.

—Sí, rompámoslo —dijo Henry.

Chapoteos. Chillidos. Grandes carcajadas estúpidas de Belch y Victor. Un grito atormentado y furioso de uno de los niños.

—No vengas a joder, pedazo de tarado tartamudo —dijo Henry Bowers—. Hoy no aguanto más a nadie.

Se oyó un fuerte chasquido. El ruido del agua corriendo se hizo más fuerte y rugió por un instante, para retomar su plácido gorgoteo. De pronto, Ben comprendió. Diquecito, sí, era eso lo que Victor había dicho. Los niños (él había tenido la impresión de que había dos o tres) estaban construyendo un dique. Henry y sus amigos acababan de destrozarlo a patadas. Ben creyó adivinar quién era uno de los niños. El único «tarado tartamudo» del que tenía noticias era Bill Denbrough, que estaba en el otro quinto curso.

—¡No tenías por qué hacer eso! —protestó una voz, débil y temerosa. Ben la reconoció también, aunque no pudo ponerle rostro de inmediato—. ¿Por qué lo habéis hecho?

—¡Porque me dio la gana, capullo! —bramó Henry. Se oyó un golpe carnoso, seguido de un alarido de dolor. Al alarido siguieron sollozos.

—Cierra el pico —dijo Victor—. Deja de llorar, mocoso, o te tiro de las orejas hasta atártelas debajo de la quijada.

El llanto se convirtió en una serie de sorbidas ahogadas.

—Nos vamos —dijo Henry—, pero antes quiero saber una cosa: ¿habéis visto a un chico gordo hace unos diez minutos? ¿Gordo, todo lleno de sangre y de tajos?

La respuesta fue demasiado breve para ser otra cosa que «no».

—¿Seguro? —insistió Belch—. Mejor que no mientas, lengua de trapo.

—Est-t-toy s-s-seguro —replicó Bill Denbrough.

—Vamos —dijo Henry—. Probablemente volvió por allí.

—Adiós, mocosos —se despidió Victor Criss—. Era un diquecito de mierda, de veras. Estaréis mejor sin eso.

Más chapoteos. La voz de Belch volvió a oírse, pero más lejos. Ben no pudo distinguir las palabras. En realidad, no tenía ningún interés en eso. A menos distancia, el llanto se reanudó. El otro niño murmuraba consuelos. Ben decidió que eran sólo dos: Bill el Tartaja y el llorón.

Se quedó donde estaba, medio sentado, medio tendido, oyendo a los dos niños junto al río y los ruidos que hacían Henry y sus dinosaurios al alejarse por Los Barrens. El sol le lanzaba reflejos a los ojos y formaba moneditas de luz en las raíces enredadas que lo rodeaban. Allí dentro todo estaba sucio, pero era cómodo, seguro… El ruido del agua era tranquilizador. Hasta el llanto de aquel niño serenaba, de algún modo. Sus dolores se habían reducido a una leve palpitación; el ruido de los dinosaurios se perdió por completo. Esperaría un poco, sólo para asegurarse de que no volvían y después echaría a correr.

Ben oyó el latido de la maquinaria de drenaje que provenía de la tierra; hasta podía sentirla: una vibración grave, pareja, que surgía del suelo hacia la raíz donde estaba apoyado y de ahí a su espalda. Volvió a pensar en los Morlocks, en sus carnes desnudas. Imaginó que su olor sería tan húmedo y putrefacto como el que brotaba de esos agujeros de ventilación. Pensó en sus pozos, tan hundidos en la tierra; pozos con escalerillas herrumbradas a los costados. Dormitó y en algún momento, sus pensamientos se convirtieron en un sueño.

11

Pero no soñó con Morlocks, sino con lo que le había pasado en enero, aquello que no se había decidido a contar a su madre.

Fue en el primer día de clase tras la prolongada pausa de Navidad. La señora Douglas había pedido un voluntario para que se quedara a ayudarla con el recuento de libros devueltos antes de las vacaciones. Ben levantó la mano.

—Gracias, Ben —dijo la señora Douglas, premiándolo con una sonrisa tan brillante que lo abrigó hasta la punta de los pies.

—Lameculos —comentó Henry Bowers, por lo bajo.

Era un día de esos que, en el invierno de Maine, suelen ser los mejores y también los peores: sin una nube, luminosos hasta hacer lagrimear, pero tan fríos que intimidan. Para empeorar la baja temperatura, soplaba un fuerte viento que daba al frío un filo cortante.

Ben contaba los libros y dictaba las cifras que la señora Douglas anotaba sin molestarse en verificar siquiera de vez en cuando, notó él, con orgullo; después, ambos llevaron los libros abajo, al depósito, por pasillos donde los radiadores resonaban soñadoramente. Al principio, la escuela había estado llena de ruidos: puertas de armarios metálicos que se cerraban con violencia, el clac-ti-clac de una máquina de escribir, en la oficina; el canto algo desafinado del orfeón, en el piso alto; el nervioso tud-tud-tud de las pelotas de baloncesto en el gimnasio y el roce de las zapatillas cuando los jugadores corrían a los cestos o buscaban atajos en el suelo lustrado.

Poco a poco, esos ruidos fueron cesando; por fin, cuando el último grupo de libros estuvo guardado (faltaba uno, pero no importaba mucho, dijo la señora Douglas, suspirando; estaban todos juntos en la miseria), sólo quedó el sonido de los radiadores, el leve suish-suish de la escoba del señor Fazio, que barría el vestíbulo con serrín, y el ulular del viento, allá fuera.

Ben miró por el único ventanuco del depósito y vio que la luz estaba desapareciendo rápidamente. Eran las cuatro de la tarde y el crepúsculo estaba a un paso. Membranas de nieve seca volaban por entre las barras para trepar y se arremolinaban entre los balancines, soldados al suelo por la congelación. Jackson Street estaba absolutamente desierta. Miró por un momento más, esperando que algún auto pasara por la esquina de Jackson y Witcham, pero no fue así. Era como si todos los habitantes de Derry, salvo él y la señora Douglas, estuvieran muertos o hubieran huido, al menos por lo que desde allí se veía.

Miró a la mujer y notó, con un dejo de auténtico miedo, que ella sentía casi exactamente lo mismo. Se le veía en los ojos que estaban hondos, pensativos, lejanos; no parecían los ojos de una maestra cuarentona, sino los de una criatura. Tenía las manos cruzadas debajo del busto, como si rezara.

Tengo miedo —pensó Ben—, y ella también tiene miedo. Pero ¿de qué?

No lo sabía. Entonces ella lo miró, soltando una risa breve, casi azorada.

—Te he demorado mucho —dijo—. Lo siento, Ben.

—No importa. —Él se miró los zapatos. La amaba un poquito, no con el amor abierto, incondicional que había prodigado a la señorita Thibodeau, su maestra de primer curso, pero la amaba, sí.

—Si tuviera coche te llevaría hasta tu casa, pero no tengo. Mi marido pasará a recogerme a eso de las cinco y cuarto. Si quieres esperar, podríamos…

—No, gracias —respondió Ben—. Tengo que llegar a casa antes.

Eso no era del todo verdad, pero sentía una extraña aversión ante la idea de conocer al marido de la señora Douglas.

—Quizá tu madre pueda…

—Ella tampoco tiene coche —aclaró Ben—. Pero no hay problema. Mi casa dista sólo a quince manzanas.

—Quince manzanas no es mucho con buen tiempo, pero con este frío se te harán muy largas. Si aprieta el viento te refugiarás en alguna parte, ¿oyes, Ben?

—Claro. Iré al mercado de Costello y me quedaré un ratito junto a la estufa o algo así. Al señor Gedreau no le molesta. Además, llevo pantalones para nieve y la bufanda nueva que me regalaron en Navidad.

La señora Douglas pareció tranquilizarse un poco…, pero volvió a mirar hacia la ventana.

—Es que parece hacer tanto frío allá afuera —dijo—. Todo parece tan… tan adverso…

Ben no conocía esa palabra, pero comprendió exactamente lo que ella quería decir: Ha pasado algo. ¿Qué?

De pronto comprendió que la había visto como a cualquier persona y no simplemente como a su maestra. Eso era lo que había ocurrido. De pronto le había visto la cara de un modo completamente distinto y por eso se convertía en una cara nueva: la cara de un poeta cansado. La imaginó volviendo a su casa con el marido, sentada en el coche junto a él, con las manos cruzadas, mientras la calefacción siseaba y el hombre le hablaba de su trabajo. La imaginó preparando la cena para ambos. Un pensamiento raro le cruzó por la mente; a los labios le subió una pregunta de las que se hacen para entablar conversación: ¿Tiene hijos, señora Douglas?

—En esta época del año suelo pensar que, en realidad, los humanos no estamos hechos para vivir tan al norte del ecuador —comentó ella—. Al menos en estas latitudes. —Luego sonrió y parte de aquella cualidad extraña desapareció de su cara, o tal vez de los ojos de Ben. Al menos en parte, pudo verla como siempre. Pero jamás volverás a verla así, no del todo, pensó, horrorizado—. Me siento vieja hasta la primavera y luego vuelvo a sentirme joven. Así me pasa todos los años. ¿Estás seguro de que no tendrás problemas, Ben?

—Quédese tranquila.

—Sí supongo que puedo. Eres un buen chico, Ben.

Él volvió a clavar la vista en sus zapatos, ruborizado, la amaba más que nunca.

En el pasillo, el señor Fazio dijo, sin levantar los ojos del serrín:

—Cuidado con los congelamientos, chico.

—Sí, claro.

Llegó a su taquilla, la abrió y sacó sus pantalones para nieve. Se había amargado mucho al insistir su madre en que volviera a ponérselos ese invierno, en los días muy fríos, porque le parecían cosa de niños pequeños, pero esa tarde se alegró de contar con ellos. Caminó lentamente hacia la puerta, cerrando la cremallera de su anorak, ajustando los cordones de su capucha, poniéndose los mitones. Se detuvo en el primer peldaño de la escalinata, cubierta de nieve, para escuchar, por un momento, el chasquido de la puerta al cerrarse con llave a su espalda.

La escuela de Derry cavilaba tristemente bajo la piel amoratada del cielo. El viento soplaba sin pausa. En el mástil, los ganchos de la cuerda repiqueteaban un ritmo solitario contra el poste. El viento cortó la carne caliente y desprevenida de Ben, entumeciéndole las mejillas.

Cuidado con los congelamientos, chico.

Se apresuró a envolverse en la bufanda hasta quedar convertido en una pequeña y regordeta caricatura de Red Ryder. El cielo oscurecido tenía una belleza fantástica, pero Ben no se detuvo a admirarlo; hacía demasiado frío. Se puso en marcha.

Al principio, mientras el viento estuvo a su espalda, no hubo demasiado problema; por el contrario, hasta parecía ayudarlo a avanzar. Sin embargo, en Canal Street tuvo que girar a la derecha, casi contra el viento que ahora parecía contenerlo, como si tuviera algo contra él. La bufanda hacía lo suyo, pero no lo suficiente. Le palpitaban los ojos y la humedad de su nariz se congeló, convirtiéndose en estalactita. Las piernas se le estaban entumeciendo. Varias veces tuvo que esconder las manos enguantadas bajo las axilas para calentarlas. El viento daba alaridos, a veces casi humanos.

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