It (Eso) – Stephen King

Lanzó un gemido. ¿Jamás acabaría aquella locura?

Sin apartar la vista de ellos, pasó por encima del árbol caído y comenzó a bajar por el terraplén jadeando ásperamente. Sentía una punzada en el costado. Le dolía endiabladamente la lengua. Las matas ya eran tan altas como él y le llenaba la nariz un hedor verde a vegetación podrida. Oyó un ruido de agua por alguna parte, a poca distancia, corría borboteando sobre piedras y guijarros.

Sus pies resbalaron y volvió a caer, rodando, deslizándose, se golpeó el dorso de la mano contra una roca saliente, atravesó unos espinos que arrancaron pelusas azules de su sudadera y pequeños trozos de carne de sus manos y mejillas.

Por fin, con una sacudida, quedó sentado, con los pies en el agua. Era un pequeño arroyo curvo que avanzaba hacia una densa arboleda, a la derecha; aquello parecía tan oscuro como una cueva. Miró hacia la izquierda. Henry Bowers yacía de espaldas en medio del agua. Sus ojos, entreabiertos, sólo mostraban la parte blanca. De una oreja le brotaba sangre que corría hacia Ben en hilos delicados.

¡Oh, Dios mío, lo he matado! ¡Oh, Dios mío, soy un asesino! ¡Oh, Dios mío!

Olvidando que Belch y Victor venían tras él (o tal vez comprendiendo que perderían todo interés en la paliza cuando vieran que su Temerario Líder había muerto), Ben chapoteó seis metros contracorriente hasta llegar a él. Henry tenía la camisa hecha jirones, los pantalones empapados, negros, y le faltaba un zapato. Ben tenía una vaga noción de que también quedaba muy poco de sus propias ropas y de que su cuerpo era un gran sonajero de dolores. Lo peor era el tobillo izquierdo. Ya se había hinchado, contra la zapatilla empapada. Ben cojeaba tanto que eso ya no era caminar sino mecerse como un marinero en tierra después de una larga travesía.

Se inclinó sobre Henry Bowers. Los ojos de Henry se abrieron de pronto. Sujetó a Ben por la pantorrilla con una mano arañada y sanguinolenta. Su boca se movió y aunque sólo surgió de ella una serie de aspiraciones sibilantes, el chico llegó a comprender que decía: Te voy a matar, gordo de mierda.

Henry estaba tratando de incorporarse usando la pierna de Ben como poste. Ben tiró frenéticamente hacia atrás. En cuanto la mano de su enemigo se deslizó hacia abajo y cayó, voló hacia atrás girando los brazos como aspas y cayó sentado por tercera vez en los últimos cuatro minutos. Por añadidura, volvió a morderse la lengua. El agua salpicó en derredor. Por un instante, ante sus ojos reverberó un arco iris. A Ben, los arco iris le importaban un bledo. También le importaba un bledo hallar una marmita llena de monedas de oro. Se conformaba con su gorda y miserable vida.

Henry giró sobre sí. Trató de ponerse de pie. Volvió a caer. Logró incorporarse sobre manos y rodillas. Y por fin se levantó tambaleante. Clavó en Ben sus ojos negros. La parte frontal de su tupé estaba torcido a un lado y al otro; parecía un maizal después de un fuerte viento.

De pronto, Ben se enfadó. No, más que enfadarse, se sintió furioso. No había hecho nada sino caminar con los libros de la biblioteca bajo el brazo, imaginando inocentemente que besaba a Beverly Marsh, sin molestar a nadie. ¿Y de pronto todo aquello? Ropa hecha jirones. Tobillo izquierdo tal vez roto, cuando menos torcido. La pierna llena de cortes, la lengua mordida y el maldito monograma de Henry Bowers en el estómago. Pero fue, tal vez, el pensar en los libros de la biblioteca, por los que se le haría responsable, lo que le impulsó a arrojarse contra Henry Bowers. Los libros perdidos y una imagen de los ojos de la señora Starrett, cargados de reproche cuando él se lo explicara. Fuese cual fuere el motivo (los cortes, la torcedura, los libros, hasta quizás el boletín que llevaba en el bolsillo trasero, a esa altura empapado, tal vez ilegible) bastó para que avanzara. Se inclinó hacia adelante, con un chapoteo de zapatillas en el agua escasa y asestó a Henry una patada directa a los testículos.

Henry lanzó un alarido horrible, herrumbroso, que espantó a los pájaros de los árboles. Por un momento quedó despatarrado, aferrándose la entrepierna, con los ojos incrédulos fijos en Ben.

—Ug… —gimió.

—Cierto —dijo Ben.

—Ug… —repitió Henry, con voz aún más débil.

—Cierto —repitió Ben.

Henry se hundió lentamente de rodillas, no caía: se doblaba. Aún seguía mirando a Ben con esos ojos negros, incrédulos.

—Ug…

—Muy cierto —aseguró Ben.

Henry cayó de costado, siempre aferrado a sus testículos, y comenzó a rodar lentamente de lado a lado.

—¡Ug…! —gimió—. Mis pelotas. ¡Ug! Me has destrozado las pelotas. ¡Ug, ug! —Comenzaba a recobrar un poco las fuerzas y Ben empezó a retroceder, paso a paso. Le asqueaba lo que había hecho, pero también le llenaba con una especie de justiciera y paralizada fascinación—. ¡Ug…! Mierda, mis pelotas… ¡Ug, ug! ¡Ay mierda, mis pelotas!

Ben podría haber permanecido allí por un periodo interminable, tal vez hasta que Henry se recobrara lo suficiente como para perseguirlo. Pero en ese instante, una piedra le golpeó por encima de la oreja derecha y le provocó un dolor tan intenso y penetrante que, mientras no sintió el calor de la sangre al brotar, creyó haber sido picado por una avispa.

Giró en redondo. Los otros dos venían corriendo por el medio del arroyo, hacia ellos. Cada uno llevaba un puñado de piedras pulidas por el agua. Victor arrojó una y Ben sintió que le silbaba junto al oído. Agachó la cabeza y otra le golpeó en la rodilla derecha haciéndole chillar de sorpresa y dolor. Una tercera le rebotó en el pómulo derecho y ese ojo se le llenó de agua.

Buscó la orilla opuesta y la subió a toda velocidad aferrándose a raíces salientes y a matorrales. Al llegar arriba (una última piedra le azotó las nalgas al levantarse) echó un vistazo por encima del hombro.

Belch estaba arrodillado junto a Henry, mientras Victor, a dos metros de distancia, disparaba piedras; una del tamaño de una pelota de béisbol. Se abrió paso entre los matorrales, tan altos como un hombre. Había visto lo suficiente. En realidad, había visto demasiado. Lo peor era que Henry Bowers estaba levantándose. Como el Timex de Ben, Henry podía recibir una paliza sin dejar de funcionar. Ben se lanzó hacia los matorrales avanzando en una dirección que, con un poco de suerte, sería el oeste. Si podía cruzar hacia Old Cape, pediría diez centavos a alguien para tomar el autobús a su casa. En cuanto llegara, cerraría la puerta con llave y sepultaría esos harapos ensangrentados en la basura y esa pesadilla acabaría, por fin. Se imaginó sentado en su sillón de la sala, recién bañado, con su mullido albornoz, viendo los dibujos animados de Pato Daffy[15] y bebiendo leche con sorbete. Aférrate a ese pensamiento, se dijo, ceñudo, y continuó andando.

Los arbustos le saltaban a la cara; Ben los apartaba. Las espinas estiraban sus garras; él trataba de ignorarlas. Llegó a una zona donde el terreno, plano, era negro y lodoso. Sobre él se extendía un denso crecimiento de plantas parecidas al bambú; de la tierra se elevaba un olor fétido. Una idea ominosa

(ciénagas)

se deslizó por la parte

frontal de su mente, como una sombra, mientras miraba el brillo del agua estancada en el cañaveral. No quería adentrarse por allí. Aunque no fuera una ciénaga, el barro le chuparía las zapatillas. Giró hacia la derecha, corriendo a lo largo de los bambúes, hasta llegar a una parte donde había bosque de verdad.

Los árboles (abetos, en su mayoría) crecían por doquier, combatiendo entre sí por un poco de espacio y sol, pero había menos vegetación y Ben pudo avanzar más deprisa. Ya no estaba seguro de la dirección en que avanzaba, pero creía llevar cierta ventaja. Los Barrens estaban rodeados por la ciudad de Derry en tres lados; al cuarto lo limitaba la prolongación de la autopista, a medio terminar. Tarde o temprano llegaría a alguna parte.

El vientre le palpitaba dolorosamente. Se recogió los restos de la sudadera para echarle un vistazo. Al verlo hizo una mueca y aspiró una bocanada de aire por entre los dientes. Su vientre parecía un grotesco adorno de árbol navideño, untado de sangre roja y manchado de verde por la resbalada a lo largo del terraplén. Volvió a bajarse la prenda. Con sólo mirar aquello sentía ganas de vomitar el almuerzo.

En eso oyó un murmullo grave, algo más adelante; era una sola nota, sostenida, apenas al alcance de su oído. Cualquier adulto, decidido sólo a escapar de allí (los mosquitos acababan de encontrar a Ben y, aunque no tenían el tamaño de gorriones, eran bastante grandes) lo habría pasado por alto, quizá no habría llegado a percibirlo. Pero Ben era un niño y el miedo ya se le estaba pasando. Giró hacia la izquierda y se abrió paso por entre algunos laureles bajos. Detrás de ellos, sobresaliendo de la tierra, se veía un cilindro de cemento de casi un metro de altura y un metro veinte de diámetro, aproximadamente. Lo coronaba una cubierta de hierro que tenía estampadas las palabras. RED DE ALCANTARILLADOS DE DERRY. El sonido, que a esa distancia era más un zumbido que un murmullo, provenía de su interior.

Ben acercó un ojo a uno de los orificios de ventilación, pero no vio nada. Se oía el zumbido y un correr de agua, allá abajo, pero eso era todo. Aspiró hondo y recibió una bocanada de cierto olor agrio, a un tiempo húmedo y nauseabundo. Retrocedió con una mueca. Era una cloaca, nada más, o tal vez una combinación de cloaca y túnel de drenaje, había muchos de ellos en Derry, tan temerosa de las inundaciones. No era gran cosa. Pero le había provocado un miedo extraño. En parte, era por ver una obra humana en esa selva enmarañada, pero en parte, también, por la forma de aquel cilindro de cemento que sobresalía de la tierra. El año anterior, Ben había leído La máquina del tiempo, de H. G. Wells; primero, en la versión de historieta; después, el libro completo. Ese cilindro, con su cubierta de hierro ventilada, le hacía pensar en los pozos que llevaban al país de los desquiciados y horribles Morlocks.

Se apartó rápidamente de él tratando de hallar nuevamente el oeste. Llegó a un pequeño claro y giró hasta que su sombra cayó, en lo posible, detrás de él. Entonces caminó en línea recta.

Cinco minutos más tarde oyó más ruidos de agua corriendo y voces. Voces de niños.

Se detuvo a escuchar. Fue entonces cuando oyó chasquidos de ramas y otras voces a su espalda. Eran perfectamente reconocibles. Pertenecían a Victor, Belch y Henry Bowers.

Al parecer, la pesadilla aún no había terminado.

Ben buscó un sitio para esconderse.

10

Salió de su escondrijo pasadas unas dos horas, más sucio y desaliñado que nunca, pero algo descansado. Por increíble que pareciera, se había quedado dormido.

Al oír que aquellos tres iban tras él, una vez más, Ben había estado peligrosamente cerca de petrificarse por completo, como un animal encandilado por los faros de un camión. Se le había ocurrido la idea de tenderse en el suelo, acurrucarse como una pelota y dejar que hicieran con él lo que se les antojara. Era una idea descabellada, pero también parecía, extrañamente, una buena idea.

En cambio, Ben comenzó a avanzar hacia el ruido del agua y de esos otros niños. Trató de captar lo que estaban diciendo, cualquier cosa, con tal de sacudirse aquella amedrentante parálisis del espíritu. Un proyecto. Hablaban de un proyecto. Hasta le pareció reconocer a una o dos de las voces. Se oyó un chapuzón, seguido por una carcajada llena de humor. La risa llenó a Ben con una especie de nostalgia estúpida, haciéndole cobrar, como nada, conciencia de su peligrosa situación.

Si iban a atraparlo, no había por qué condenar a esos niños a una dosis de la misma medicina. Ben volvió a girar hacia la derecha. Como muchos gordos, era notablemente ligero de pies. Pasó tan cerca de los niños que vio sus sombras moverse entre él y el brillo del agua, pero ellos no lo vieron ni lo oyeron. Gradualmente, sus voces fueron quedando atrás.

Salió a un sendero angosto, abierto en la tierra desnuda. Lo estudió por un momento, pero sacudió la cabeza. Lo cruzó y volvió a hundirse en la espesura. Ahora se movía con más lentitud apartando los matorrales en vez de cruzarlos raudamente. Aún avanzaba con un rumbo más o menos paralelo al arroyuelo en donde había visto jugar a los niños. Aun a través de los árboles y las matas, se lo veía más ancho que el curso en donde habían caído él y Henry.

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