It (Eso) – Stephen King

—¿Ah, sí? —preguntó Henry, como si estuviera francamente interesado—. ¿Y si no, Tetas? Qué, ¿eh?

Ben se descubrió pensando en Broderick Crawford, el que hacía de Dan Matthews en Patrulla de caminos —ese tío era duro, ese tío era malo, ese tío no soportaba mierdas de nadie—. Y entonces rompió a llorar. Dan Matthews hubiera azotado a esos tipos hasta hacerlos cruzar el cerco, bajar el terraplén y perderse en los matorrales. Lo habría hecho a golpes de barriga.

—Mirad al bebé —rió Victor.

Belch lo imitó. Henry sonrió un poquito, pero su cara aún tenía esa expresión grave y reflexiva, casi triste. Eso asustó a Ben. Era como si se preparara para algo más que una simple paliza.

Como para confirmar la idea, Henry metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una navaja.

El terror de Ben hizo explosión. Había estado sacudiendo inútilmente el cuerpo hacia ambos lados, pero de pronto se lanzó hacia adelante. Por un instante estuvo a punto de liberarse: estaba sudando mucho y las manos que le sujetaban los brazos no eran muy firmes. Belch logró retenerle la muñeca derecha, pero apenas. Victor lo perdió por completo. Otra sacudida…

Antes de que pudiera darla, Henry se adelantó un paso y le dio un empujón. Ben cayó hacia atrás. La barandilla crujió con más fuerza y Ben sintió que cedía un poco bajo su peso. Belch y Victor volvieron a inmovilizarlo.

—Ahora sujetadlo —ordenó Henry—. ¿Entendido?

—Claro, Henry —dijo Belch, se le notaba algo intranquilo—. No escapará. No te preocupes.

Henry se adelantó hasta que su estómago plano estuvo casi en contacto con la panza de Ben. La víctima lo miraba fijamente, mientras las lágrimas escapaban sin remedio de sus ojos dilatados. ¡Estoy atrapado! —gemía una parte de su mente. Trató de acallarla (no podía pensar con ese gimoteo), pero no pudo—. ¡Atrapado, atrapado, atrapado!

Henry extendió la hoja que era larga, ancha y tenía su nombre grabado. La punta brillaba al sol de la tarde.

—Ahora voy a hacerte un examen —dijo Henry, con la misma voz reflexiva—. Vienen los exámenes, Tetas; vas a tener que prepararte.

Ben sollozó. El corazón le tronaba locamente en el pecho. La nariz le chorreaba mocos que iban a acumularse en el labio superior. Sus libros prestados habían quedado esparcidos a sus pies. Henry pisó Bravucón, le echó un vistazo y lo arrojó a la alcantarilla de una patada.

—Aquí viene la primera pregunta de tu examen, Tetas. Cuando alguien te diga «Déjame copiar» en los exámenes finales, ¿qué contestarás?

—¡Que sí! —exclamó Ben, de inmediato—. ¡Voy a contestar que sí! ¡Vale! ¡Copia todo lo que quieras!

La punta de la navaja atravesó cinco centímetros de aire y se apretó contra su estómago. Estaba fría como una cubeta recién salida del congelador. Ben hundió la panza para apartarla. Por un momento el mundo se puso gris. Henry movía la boca, pero él no llegaba a entender lo que estaba diciendo. Era como un televisor con el sonido al mínimo. Y el mundo flotaba, flotaba…

¡No vayas a desmayarte! —chilló la voz, presa del pánico—. ¡Si te desmayas es capaz de matarte!

El mundo volvió a una especie de foco. Ben vio que tanto Belch como Victor habían dejado de reír. Parecían nerviosos, casi asustados. Eso tuvo el efecto de una bofetada reanimadora. Ben pensó: Ahora, de pronto, no saben qué va a hacer Henry, de qué es capaz. Las cosas están tan mal como pensabas, tal vez peor. Tienes que usar la cabeza. Aunque no lo hayas hecho nunca en tu vida, aunque no vuelvas a hacerlo, ahora tienes que pensar. Porque en sus ojos se ve que los otros tienen motivos para ponerse nerviosos. En sus ojos se ve que está más loco que una cabra.

—Esa respuesta está mal, Tetas —dijo Henry—. Si alguien, cualquiera, te pide que lo dejes copiar, me importa una mierda que lo hagas. ¿Entendido?

—Sí —dijo Ben, con la panza sacudida por los sollozos—. Sí, entiendo.

—Bueno, está bien. Ésa está mal, pero aún falta lo más difícil. ¿Estás listo para las difíciles?

—Sí, creo que sí.

Un coche se acercó lentamente hacia ellos. Era un polvoriento Ford 1951, con una pareja de ancianos sentados en el asiento delantero, como un par de maniquíes abandonados. Ben vio que el viejo giraba lentamente la cabeza hacia él. Henry se acercó más ocultando la navaja. Ben sintió que la punta se le hundía en la carne, por encima del ombligo. Todavía estaba fría. Parecía imposible, pero así era.

—Anda, grita —dijo Henry—, y tendrás que recoger tus tripas de entre las zapatillas.

Estaban tan cerca que hubieran podido besarse. Ben sintió el olor dulzón de los chicles de fruta que comía Henry.

El coche pasó de largo y continuó por Kansas Street, lento y sereno como si desfilara en un acontecimiento oficial.

—Bueno, Tetas, aquí va la segunda pregunta. Si yo te pido que me dejes copiar en los exámenes finales, ¿qué contestarás?

—Que sí, diré que sí. Enseguida.

Henry sonrió.

—Así me gusta. Ésa está bien, Tetas. Y aquí va la tercera pregunta. ¿Cómo voy a hacer para que no te olvides de eso?

—No… no sé —susurró Ben.

Henry sonrió. Por un momento se le iluminó el rostro. Parecía casi hermoso.

—Ya sé —dijo, como si hubiera descubierto una gran verdad—. ¡Ya sé, Tetas! ¡Voy a grabarte mi nombre en esa barriga grande que tienes!

Victor y Belch volvieron a reír. Por un momento, Ben sintió una especie de loco alivio, pensando que todo eso había sido sólo una broma, un pequeño susto que los tres le habían dado. Pero Henry Bowers no se reía. Ben comprendió, de pronto, que Victor y Belch reían porque ellos también sentían alivio. Para ambos era obvio que Henry no podía hablar en serio. Salvo que así era.

La navaja se deslizó hacia arriba, suave como manteca. En la piel pálida de Ben apareció una brillante línea roja.

—¡Eh! —gritó Victor. Fue un sonido sofocado, sorprendido.

—¡Sujetadlo! —rugió Henry—. ¡Sujetadlo, capullos!

Ya no quedaba nada grave y reflexivo en la cara de Henry. En esos momentos era el rostro retorcido de un demonio.

—¡Por Dios, Henry, no irás a cortarlo de verdad! —aulló Belch y su voz sonó aguda, casi como la de una niña.

A partir de ese momento, las cosas se precipitaron pero para Ben fueron muy lentas; todo ocurrió en una serie de instantáneas, como en los ensayos fotográficos de la revista Life. Su pánico había desaparecido. De pronto descubría algo dentro de él. Como el pánico no tenía ninguna utilidad, ese algo se lo comió por entero.

En la primera instantánea, Henry le había levantado la sudadera hasta las tetillas. Le brotaba sangre del corte vertical practicado por encima de su ombligo.

En la segunda instantánea, Henry bajaba otra vez la navaja operando a toda velocidad como un cirujano lunático bajo un bombardeo. Brotó más sangre.

Hacia atrás —pensó Ben, fríamente, en tanto la sangre corría hacia abajo, acumulándose entre la cintura de sus vaqueros y su piel—. Tengo que ir hacia atrás. Sólo así podré escapar. Belch y Victor ya no lo sujetaban. A pesar de la orden de Henry, se habían apartado, horrorizados. Pero si echaba a correr, Bowers lo atraparía.

En la tercera instantánea, Henry conectó los dos trazos verticales con una breve línea horizontal. Ben sintió que la sangre le corría hasta debajo de los calzoncillos, un caracol pegajoso se le deslizaba por el muslo izquierdo.

Henry se inclinó hacia atrás, momentáneamente, arrugando el ceño, con la estudiada concentración del artista que pinta un paisaje. Después de H viene E, se dijo Ben. Y fue eso lo que lo puso en movimiento. Se echó un poco hacia adelante y Henry volvió a empujarlo hacia atrás. Ben aplicó la fuerza de sus propias piernas, agregándola a la de Henry, y chocó contra la barandilla que separaba Kansas Street del terraplén hacia Los Barrens. Al hacerlo, levantó el pie derecho y lo plantó en el vientre de Henry. No era un acto de venganza. Ben sólo quería aumentar su impulso hacia atrás. Y entonces, al ver la expresión de sorpresa total en la cara de Henry, se sintió colmado de una alegría salvaje tan intensa que, por una fracción de segundo, tuvo la sensación de que le iba a estallar la cabeza.

Entonces se oyó un chasquido en la barandilla. Ben vio que Victor y Belch sujetaban a Henry, antes de que cayera sentado en la alcantarilla, junto a los restos de Bravucón; un momento después, Ben caía hacia atrás, en el vacío. Cayó con un grito que era casi una carcajada.

Golpeó contra el terraplén con la espalda y las nalgas, justo por debajo de la tubería que había visto un rato antes. Fue una suerte haber caído más abajo. De lo contrario, bien podría haberse roto la columna. Tal como fueron las cosas, se hundió en un espeso almohadón de hierbas, donde apenas sintió el impacto. Dio un salto mortal hacia atrás, brazos y piernas dando tumbos por encima de su cabeza. Acabó sentado y siguió deslizándose por la cuesta, hacia atrás, con la sudadera enredada alrededor del cuello; sus manos lanzaban zarpazos en busca de apoyo, pero no hacían sino arrancar manojos de pasto.

La cima del terraplén (parecía imposible haber estado, un momento atrás, de pie allí arriba) retrocedió con loca velocidad de dibujos animados. Vio que Victor y Belch lo miraban, con las caras convertidas en blancas oes. Tuvo tiempo de lamentarse por los libros de la biblioteca. Y entonces chocó contra algo, con fuerza torturante y estuvo a punto de seccionarse la lengua con los dientes.

Era un árbol caído que le había frenado casi al precio de quebrarle la pierna izquierda. Ben trepó un poquito por el terraplén liberando su pierna con un gruñido. El árbol lo había detenido a medio descenso. Más abajo, los matorrales eran densos. El agua que caía del desagüe le corría por las manos en finos arroyuelos.

Desde arriba le llegó un chillido. Ben levantó la vista otra vez y vio que Henry Bowers venía volando por la cuesta con la navaja sujeta entre los dientes. Aterrizó sobre ambos pies con el cuerpo echado hacia atrás, en ángulo muy cerrado, para no perder el equilibrio. Resbaló hasta el final de unas huellas gigantescas y echó a correr por el terraplén en una serie de desgarbados saltos de canguro.

—¡Gue goy a nagar, Hehas! —chillaba, con el cuchillo en la boca.

Ben no necesitaba a un traductor de la ONU para entender que Henry estaba diciendo, Te voy a matar, Tetas.

—¡Gue goy a nagar, hijo uta!

En ese momento, con la fría vista de general que había descubierto allá arriba en la acera, Ben comprendió lo que debía hacer. Logró ponerse de pie antes de que Henry llegara, con la navaja ya en la mano, alargada hacia delante como si fuera una bayoneta. Ben tenía conciencia periférica de que la pernera izquierda de sus vaqueros estaba hecha trizas, de que su pierna sangraba mucho más que su vientre… pero lo sostenía, y eso significaba que no estaba fracturada. Al menos, eso cabía esperar.

Se agazapó ligeramente para conservar su precario equilibrio. En el instante en que Henry trataba de sujetarlo con una mano, mientras describía un arco con la navaja sostenida en la otra, Ben dio un paso al lado. Perdió el equilibrio, pero al caer estiró la maltratada pierna izquierda. Henry dio contra ellas con las pantorrillas, ambas piernas volaron bajo su cuerpo con gran eficiencia. Por un momento, Ben quedó boquiabierto sobreponiéndose a su terror con una mezcla de asombro y admiración: Henry Bowers parecía volar, exactamente como Superman, por encima del árbol caído que había detenido a Ben. Tenía los brazos estirados hacia adelante, tal como lo hacía George Reeves en la televisión. Sólo que George Reeves siempre se comportaba como si volar fuera una cosa natural, tal como bañarse o almorzar en el porche trasero. Henry, en cambio, parecía como si le hubiesen metido un hierro candente en el culo. Abría y cerraba la boca. Desde una comisura se le escapaba un hilo de saliva.

Por fin se estrelló en la tierra. La navaja se le escapó de la mano. Rodó sobre un hombro, aterrizó de espaldas y resbaló hacia los matorrales con las piernas abiertas en una V. Se oyó un chillido. Un golpe seco. Después, silencio.

Ben se sentó, aturdido, contemplando el sitio donde Henry acababa de desaparecer. De pronto, rocas y guijarros comenzaron a rebotar a su lado. Volvió a levantar la mirada. Victor y Belch estaban descendiendo el terraplén, con más cuidado que Henry y, por lo tanto, con más lentitud. Pero lo alcanzarían en menos de treinta segundos, si no hacía algo.

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