Copió el poema completo en el dorso de la postal, con letras de imprenta, como quien copia una nota de rescate y no un poema de amor; guardó el bolígrafo en el bolsillo y la tarjeta contra la cubierta de Hot Road. Luego se levantó y se despidió de la señora Starrett al salir.
—Adiós, Ben —dijo ella—. Que disfrutes de tus vacaciones. Pero no te olvides del toque de queda.
—No lo olvidaré.
Caminó lentamente por el pasillo acristalado entre los dos edificios disfrutando del calor (efecto de invernadero, pensó, muy satisfecho de sí) seguido por el fresco de la biblioteca para adultos. Un anciano leía el News en una de las sillas antiguas, cómodamente acolchadas, de la sala de lectura. El titular destellaba: DULLES PROMETE LA AYUDA DE TROPAS NORTEAMERICANAS PARA LÍBANO EN CASO NECESARIO. También había una foto de Ike estrechando la mano de un árabe en el Jardín de las Rosas. La madre de Ben dijo que, cuando el país eligiera presidente a Hubert Humphrey en 1960, tal vez las cosas volvieran a moverse. Ben tenía una vaga conciencia de que reinaba algo llamado recesión y su madre tenía miedo de quedarse sin trabajo.
Un titular menos llamativo, en la mitad inferior de la página, decía: LA POLICÍA SIGUE BUSCANDO AL PSICÓPATA.
Ben abrió la pesada puerta de entrada de la biblioteca y salió.
En el extremo de la calle había un buzón. Ben sacó la postal guardada en el libro y la echó al buzón. En el momento en que se le deslizaba de los dedos, experimentó una pequeña aceleración del ritmo cardíaco: ¿Y si se da cuenta de que fui yo?
No seas estúpido, se respondió, algo alarmado por lo excitante de esa idea.
Salió a Kansas Street, apenas consciente de la dirección que llevaba y sin que le importase en absoluto. En su mente comenzaba a formarse una fantasía. En ella, Beverly Marsh se le acercaba, con los ojos verdegrises muy abiertos y el cabello rojizo atado en una cola de caballo. Quiero hacerte una pregunta, Ben —decía en su mente la niña de su imaginación—, y tienes que jurar que me dirás la verdad. —Le mostraba la tarjeta postal—. ¿Tú escribiste esto?
Era una fantasía terrible. Era una fantasía maravillosa. Ben quiso borrarla. Ben quiso que se prolongara para siempre. Su rostro comenzaba a arder.
Caminó, soñó, cambió los libros de un brazo al otro y comenzó a silbar. Pensarás que estoy loca —dijo Beverly—, pero creo que quiero besarte. Sus labios se entreabrieron un poquito.
Los de Ben quedaron, de pronto, demasiado secos para silbar.
—Creo que yo también quiero —susurró, y sonrió con una sonrisa aturdida, mareada, absolutamente bella.
Si en ese momento hubiera mirado hacia atrás, habría visto brotar tres sombras alrededor de la suya. Si hubiera estado escuchando, habría oído resonar las botas de Victor, que se acercaba, con Belch y Henry. Pero no veía ni oía nada. Ben estaba muy lejos sintiendo los suaves labios de Beverly rozar los suyos y levantando sus manos tímidas para tocar el opaco fuego irlandés de su cabellera.
9
Como muchas ciudades, grandes y pequeñas, Derry no había sido planificada. Creció, simplemente, como Topsy. Para empezar, los urbanistas nunca la habrían situado en ese sitio. El centro de Derry estaba en un valle formado por el arroyo Kenduskeag que cruzaba el distrito comercial en diagonal, de sudoeste a nordeste. El resto de la ciudad había invadido las laderas de las colinas circundantes.
El valle al que llegaron los pobladores originarios había sido pantanoso, densamente cubierto de vegetación. El arroyo y el río Penobscot, en el cual desaguaba el Kenduskeag, era muy ventajoso para los comerciantes, pero una gran desventaja para quienes tenían cultivos o construían sus casas demasiado cerca de ellos, en especial por el Kenduskeag, que desbordaba cada tres o cuatro años. La ciudad seguía propensa a las inundaciones a pesar de las grandes sumas de dinero gastadas en los últimos cincuenta años para controlar el problema. Si las inundaciones se hubieran debido sólo al arroyo en sí, con un sistema de diques se habría resuelto la cuestión. Sin embargo, había otros factores. Uno eran las bajas riberas del Kenduskeag. Otro, lo lento del drenaje. Desde el comienzo del siglo se habían producido muchas inundaciones graves en Derry y en 1931, una verdaderamente desastrosa. Para empeorar las cosas, las colinas en donde se levantaba gran parte de Derry estaban atravesadas por pequeños cursos de agua, como el arroyo Torrault, en donde había sido encontrado el cadáver de Cheryl Lamonica. En períodos de lluvias abundantes era muy posible que se desbordaran. «Si llueve dos semanas seguidas, a toda la maldita ciudad le da sinusitis», como había dicho, una vez, el padre de Bill el Tartaja.
El Kenduskeag discurría enjaulado en un canal de cemento a lo largo de tres kilómetros a su paso por la ciudad. Ese canal se hundía bajo Main Street, en la intersección con Canal Street, convirtiéndose en un río subterráneo por unos ochocientos metros, antes de volver a la superficie en el parque Bassey. Canal Street, donde se alineaban casi todos los bares de Derry, como delincuentes en un reconocimiento policial, corría paralela al canal en su salida de la ciudad y cada pocas semanas la policía sacaba el coche de algún borracho de las aguas contaminadas por las cloacas y los desechos de las fábricas. De vez en cuando se pescaba algún pez en el canal, pero sólo eran mutantes no comestibles.
En el noroeste de la ciudad, al lado del canal, el río había sido dominado, al menos, hasta cierto punto. Allí prosperaba el comercio, a pesar de alguna inundación ocasional. La gente caminaba junto al canal, a veces de la mano (es decir, siempre que el viento viniera del flanco adecuado; de lo contrario, el hedor restaba gran parte de romanticismo a semejante paseo). En el parque Bassey, frente al cual, cruzando el canal, estaba la escuela secundaria, solían organizarse campamentos de boy scouts o picnics para los pequeños. En 1969, los ciudadanos descubrían con asco y horror que los hippies (uno de ellos había llegado a coser una bandera norteamericana al fondillo de sus pantalones y el marica insolente fue expulsado de la ciudad antes de lo que se tarda en decir amén) iban allí para fumar marihuana e intercambiar píldoras. Hacia 1969, el parque Bassey se había convertido en una verdadera farmacia al aire libre. Ya verán —decía la gente—, tendrá que morir alguien para que acaben con esto. Y, por supuesto, al fin ocurrió: un muchacho de diecisiete años apareció muerto junto al canal, con las venas llenas de heroína casi pura. Después de aquello, los drogatas empezaron a alejarse del parque Bassey y hasta se decía que el espíritu del muerto rondaba el lugar. La historia era estúpida, por supuesto, pero al menos era una estupidez útil ya que mantenía lejos de allí a los borrachos y a los viciosos.
En el flanco sudoeste de la ciudad, el río presentaba un problema aún mayor. Allí las colinas habían sido profundamente cortadas por la desaparición del gran glaciar y heridas, más adelante, por la interminable erosión del Kenduskeag y su red de tributarios; en muchos lugares aparecía el lecho rocoso, como el esqueleto medio enterrado de un dinosaurio. Los viejos empleados del Departamento de Obras Públicas sabían que, tras la primera helada fuerte del otoño, no faltarían trabajos de reparación de aceras en ese sector. El cemento se contraía tornándose quebradizo y el suelo rocoso surgía bruscamente como si la tierra quisiera dar algo a luz.
Lo que mejor crecía en el poco suelo fértil restante eran las plantas de raíces poco profundas y de naturaleza resistente; en otras palabras: hierbas y matorrales. Arbustos achaparrados, matas densas y virulentas proliferaciones de hiedra y zumaque en sus variedades venenosas brotaban dondequiera que encontrasen asidero. El sudoeste era el sitio donde la tierra descendía abruptamente hacia la zona que los habitantes de Derry denominaban Los Barrens. Los Barrens, que no tenían nada de yermos, eran una franja de unos dos kilómetros y medio de ancho por cuatro y medio de largo. Limitaba, a un lado, con el tramo superior de Kansas Street, por el otro, con Old Cape, un conjunto de viviendas para personas de escasos recursos donde el drenaje era tan malo que se hablaba de inodoros y desaguaderos literalmente reventados.
El Kenduskeag corría por el centro de Los Barrens. La ciudad había crecido hacia el nordeste y a ambos lados de ese sector, pero el único vestigio de urbanización allá abajo era la Bomba Número Tres de Derry (instalación municipal para bombear las aguas residuales) y el Vertedero Municipal. Desde el aire, Los Barrens parecían una gran daga verde señalando hacia el centro de la ciudad.
Para Ben, toda esa geografía acoplada con geología sólo significaba una vaga noción de que, a su lado derecho, ya no había casas; la tierra había descendido. Una desvencijada barandilla blanqueada, que le llegaba más o menos a la cintura, corría a lo largo de la acera, como gesto simbólico de protección. Oía constantemente el correr del agua; era el fondo musical de su fantasía.
Se detuvo para mirar sobre Los Barrens aún imaginando los ojos de Beverly, el limpio olor de su pelo.
Desde allí, el Kenduskeag parecía sólo una serie de guiños entrevistos por el denso follaje. Algunos chicos decían que allí había mosquitos grandes como gorriones a esa altura del año; otros hablaban de arenas movedizas a poca distancia del río. Ben no creía lo de los mosquitos, pero la idea de que hubiera ciénagas lo asustaba.
Algo hacia la izquierda, divisó una nube de gaviotas que describía círculos en el aire y se lanzaba en picado. Sus gritos le llegaron apenas. Al otro lado estaban Los Altos de Derry y los techados de Old Cape, en su parte más próxima a Los Barrens. A la derecha de Old Cape, señalando al cielo como un dedo blanco y romo, estaba situada la torre-depósito de Derry. Directamente debajo de Ben, una tubería de desagüe herrumbroso sobresalía de la tierra vertiendo agua sucia colina abajo, en un pequeño arroyuelo centelleante que desaparecía entre los arbustos enredados.
La agradable fantasía de Ben se quebró súbitamente ante una idea mucho más horrible: ¿y si por esa tubería, en ese mismo instante, aparecía una mano de muerto? ¿Y si, cuando él girara en busca de un teléfono para llamar a la policía, viera un payaso allí mismo? Un payaso extraño, vestido con un traje abolsado con grandes pompones color naranja a manera de botones. ¿Y si…?
Una mano cayó sobre su hombro. Ben gritó.
Hubo risas. Giró en redondo encogiéndose contra la barandilla blanca que dividía la acera segura y racional de Kansas Street de los salvajes Barrens (la barandilla crujió de un modo audible) y vio a Henry Bowers, Belch Huggins y Victor Criss, de pie tras él.
—Hola, Tetas —dijo Henry.
—¿Qué quieres? —preguntó Ben, tratando de mostrarse valiente.
—Quiero atizarte —dijo Henry. Parecía contemplar la perspectiva sobriamente, casi con gravedad. Pero sus ojos negros echaban chispas—. Tengo que enseñarte algo, Tetas. No te molestará, porque a ti te encanta aprender cosas, ¿verdad?
Alargó la mano hacia Ben, que la esquivó.
—Sujetadlo.
Belch y Victor le inmovilizaron los brazos. Ben lanzó un chillido. Era un ruido cobarde, débil y conejuno, pero no podía evitarlo. Por favor, Dios, que no me hagan llorar y que no me rompan el reloj, pensó Ben, desesperado. No sabía si llegarían a romperle el reloj o no, pero estaba seguro de que lo harían llorar, estaba seguro de que lloraría a mares antes de que acabaran con él.
—Hostia, suena como un cerdo —dijo Victor, torciendo la muñeca de Ben—. ¿No chilla como un cerdo?
—Ya lo creo —rió Belch.
Ben tiró primero de un lado y luego del otro. Belch y Victor lo dejaron retorcerse y volvieron a inmovilizarlo.
Henry cogió la sudadera de Ben y tiró hacia arriba descubriendo el grotesco vientre que pendía sobre el cinturón en un rollo hinchado.
—¡Menuda tripa! —exclamó, asqueado—. ¡Por Dios!
Victor y Belch rieron otro poco. Ben miró a su alrededor, desesperado, en busca de ayuda, pero no había nadie. Allá abajo, en Los Barrens, chirriaban los grillos y gritaban las gaviotas.
—¡Será mejor que me dejéis en paz! —advirtió. Todavía no balbuceaba, pero le faltaba poco—. ¡Os conviene!