Ella sacó algo del bolsillo de su bata y se lo entregó. Era una pequeña caja de plástico. Ben la abrió. Al ver lo que había dentro quedó boquiabierto.
—¡Ah! —exclamó, sin fingir en absoluto su admiración—. ¡Gracias!
Era un reloj Timex con pequeños números de plata y correa de imitación de cuero. Ella le había dado cuerda. Se oía su tictac.
—¡Jo! ¡Está super! —Le dio un abrazo entusiasta y un fuerte beso en la mejilla.
Ella sonrió complacida al verlo contento e hizo un gesto de asentimiento. Luego volvió a ponerse seria.
—Póntelo, consérvalo puesto, úsalo, dale cuerda, cuídalo, no lo pierdas.
—Vale.
—Ahora que tienes reloj no tienes excusa alguna para llegar tarde. Recuerda lo que te dije: si no llegas a tiempo, la policía te buscará por mí. Al menos hasta que pesquen al degenerado que está matando niños por aquí, no te atrevas a llegar un solo minuto tarde o me tendrás al teléfono.
—Sí, mamá.
—Otra cosa. No quiero que vayas solo por ahí. Sabes que no debes aceptar golosinas de desconocidos ni subirte a coches de extraños (los dos estamos de acuerdo en que no eres tonto). Y eres grande para tu edad. Pero un adulto, sobre todo si está loco, puede dominar a un niño si se lo propone. Cuando vayas al parque o la biblioteca, ve con uno de tus amigos.
—Bueno, mamá.
Ella volvió a mirar por la ventana y soltó un suspiro lleno de problemas.
—Mal andan las cosas cuando se llega a una situación como ésta. De cualquier modo, en esta ciudad hay algo feo. Siempre lo he pensado. —Se volvió a mirarlo, con el ceño fruncido—. Vagabundeas tanto, Ben… Has de conocer casi todos los lugares de Derry, ¿no? Al menos, la parte poblada.
Ben no creía conocer todos los lugares; pero sí muchos. Y el inesperado regalo lo había emocionado tanto que habría estado de acuerdo con su madre aun si ella hubiera sugerido que John Wayne hiciera de Adolf Hitler en una comedia musical sobre la Segunda Guerra Mundial. Asintió.
—Nunca viste nada, ¿verdad? —preguntó ella—. ¿Algo, alguien…, bueno, sospechoso? ¿Algo fuera de lo común? ¿Cualquier cosa que te asustara?
En su entusiasmo por el reloj, en su amor por ella, en su infantil alegría porque ella se preocupara (lo cual lo asustaba un poquito, al mismo tiempo, por su abierta y franca fiereza) estuvo a punto de decirle lo que le había ocurrido en enero.
Abrió la boca y algo, una intuición poderosa, se la cerró otra vez.
¿Qué era ese algo, exactamente? Intuición. Ni más ni menos que eso. Hasta los niños pueden intuir las responsabilidades más complejas del amor de vez en cuando y percibir que, en algunos casos, es más bondadoso guardar silencio. Fue eso, en parte, lo que indujo a Ben a cerrar la boca. Pero había algo más, algo no tan noble. Su madre podía ser dura. Podía ser autoritaria. Nunca lo llamaba «gordo», sino «grande» (a veces ampliando «demasiado grande para tu edad») y cuando había sobras de la cena, con frecuencia se las llevaba adonde él estuviera mirando la tele o haciendo sus deberes, y él las comía, aunque una parte borrosa de su persona se odiaba por hacerlo (pero no a su madre por ponerle la comida delante. Ben Hanscom jamás se habría atrevido a odiar a su madre; Dios lo habría fulminado con un rayo, seguramente, si hubiera sentido, siquiera por un segundo, una emoción tan brutal y desagradecida). Y una parte aún más borrosa de sí mismo, el lejano Tíbet de sus pensamientos más profundos, sospechaba los motivos ocultos que llevaban a su madre a administrarle esa alimentación constante. ¿Era sólo amor maternal? ¿No podía tratarse de otra cosa? No, sin duda. Pero… él dudaba. Más aún, ella ignoraba que Ben no tenía amigos. Esa falta de conocimiento le inspiraba desconfianza. No sabía cuál podía ser la reacción de su madre ante lo que le había pasado en enero. Si algo había pasado. Volver a las seis y quedarse en casa no era tan malo. Tal vez podría leer, ver televisión,
(comer)
construir cosas con sus piezas de construcción y su Mecano. Pero tener que pasarse todo el día en la casa sería muy malo, y si le contaba lo que había visto —o creído ver— en enero, era bien posible que ella lo obligara a eso.
Así que, por variados motivos, Ben se reservó la historia.
—No, mamá —dijo—. Sólo al señor McKibbon revolviendo los cubos de basura.
Eso la hizo reír; no le gustaba el señor McKibbon, que era republicano, además de «cristero». Esa risa cerró el tema.
Esa noche, Ben permaneció despierto hasta tarde, pero no porque lo asolara la idea de quedar desamparado y sin padres en un mundo duro. Se sentía amado y seguro, tendido en su cama, a la luz de la luna que entraba por la ventana y se volcaba en el suelo y en la cama. De vez en cuando, se acercaba el reloj al oído, para percibir su tic tac y a los ojos, para admirar su fantasmal esfera.
Por fin se quedó dormido. Entonces soñó que estaba jugando al béisbol con los otros niños en la parcela vacante tras el aparcamiento de camiones de Tracker Hermanos. Acababa de despedir estupendamente una pelota y sus compañeros de equipo lo esperaban para vitorearlo en el home plate dándole grandes palmadas en la espalda. Lo llevaron en andas hacia el lugar donde habían dejado el equipo. En el sueño, casi reventaba de orgullo y felicidad. Pero entonces había mirado hacia el campo central donde una cerca marcaba el límite entre el parque y el terreno cubierto de pastos que descendía hacia Los Barrens. Entre sus hierbas enredadas y esos matorrales bajos, casi fuera de la vista, había una silueta de pie. Sostenía un manojo de globos, rojos, amarillos, azules, verdes, con una mano enguantada en blanco. Lo llamaba con la otra. Ben no podía verle la cara, pero sí el traje abolsado con grandes pompones color naranja a lo largo de la pechera y una corbata de lazo amarilla.
Era un payaso.
Azí ez, tezoro, asintió una voz fantasmal.
A la mañana siguiente, al despertar, Ben había olvidado el sueño, pero su almohada estaba húmeda al tacto, como si hubiera llorado durante la noche.
7
Fue hasta el escritorio principal de la biblioteca infantil sacudiéndose la estela de pensamientos dejados por el cartel del toque de queda, con tanta facilidad como el perro se sacude el agua después de nadar.
—Hola, Benny —dijo la señora Starrett. Al igual que la señora Douglas en la escuela, sentía una sincera simpatía por Ben. A los adultos, especialmente a aquellos que necesitaban disciplinar a los niños como parte de su trabajo, les gustaba Ben porque era cortés, suave al hablar, considerado, y a veces, hasta divertido de un modo sumamente apacible. Por esas mismas razones, la mayor parte de los chicos lo tenía por un pelmazo—. ¿Ya te has aburrido de las vacaciones?
Ben sonrió. Era un chiste habitual de la señora Starrett.
—Todavía no —dijo—. Acaban de empezar. —Consultó su reloj—. Una hora y diecisiete minutos. Déme una hora más.
La señora Starrett se echó a reír cubriéndose la boca para no hacer mucho ruido. Preguntó a Ben si quería inscribirse en el programa de lectura de verano, y él dijo que sí. Le entregó un mapa de los Estados Unidos y Ben le dio efusivamente las gracias.
Se alejó hacia las estanterías, sacando un libro aquí y allá para echarle un vistazo antes de volver a guardarlo. Elegir un libro no era cosa de broma. Había que andar con cuidado. Los adultos podían sacar tantos como quisieran, pero los niños sólo podían llevar tres por vez. Si uno elegía uno aburrido, tenía que aguantárselo.
Por fin eligió tres: Bravucón, El potro negro y uno que era un tiro a ciegas: Hot Road,[13] su autor era un tal Henry Gregor Felsen.
—Tal vez éste no te guste —comentó la señora Starrett, al sellar el libro—. Es muy sangriento. Se lo recomiendo a los adolescentes, sobre todo a los que acaban de sacar el carnet de conducir, porque les da que pensar. Supongo que les hace aminorar la velocidad por una semana.
—Bueno, le echaré una ojeada —dijo Ben y se llevó los libros a una de las mesas, lejos del Rincón de Pooh, donde el cabrito Big Billy estaba por dar grandes dolores de cabeza al duende del puente.
Leyó Hot Road por un rato y no era tan malo, no era malo en absoluto. Trataba de un muchacho que conducía muy bien, por cierto, pero había un policía aguafiestas que se pasaba la vida tratando de hacerle bajar la velocidad. Ben descubrió que en Iowa, donde ocurría la acción, no había límite de velocidad. Eso era estupendo.
Al cabo de tres capítulos levantó la mirada y se encontró con algo totalmente nuevo: un cartel que mostraba a un alegre cartero que entregaba una carta a un alegre niño. Decía: LAS BIBLIOTECAS TAMBIÉN SON PARA ESCRIBIR. ¿POR QUÉ NO ENVÍAS HOY MISMO UNA CARTA A UN AMIGO? ¡SONRISAS GARANTIZADAS!
Bajo el cartel había soportes con tarjetas postales preselladas, sobres presellados también y papel de cartas con un dibujo de la Biblioteca Pública de Derry en tinta azul. Los sobres costaban cinco centavos; las postales, tres; el papel, dos hojas por centavo.
Ben palpó su bolsillo. Aún tenía allí los cuatro centavos restantes de las botellas. Marcó la página en el libro y volvió al mostrador.
—¿Me daría una de esas postales, por favor?
—Con mucho gusto, Ben.
Como de costumbre, la señora Starrett se sintió encantada por su cortesía y algo entristecida por su gordura. Su madre habría dicho que el niño estaba cavando su tumba con cuchillo y tenedor. Le dio la postal y lo vio volver a su asiento. En esa mesa podían sentarse seis, pero Ben era el único ocupante. Ella nunca había visto a Ben con otros chicos. Era una pena, porque Ben Hanscom, en su opinión, guardaba grandes tesoros en su interior. Los entregaría a un minero amable y paciente… si alguno se presentaba.
8
Ben sacó su bolígrafo, bajó la punta con un chasquido y anotó la dirección con toda sencillez: Señorita Beverly Marsh, Main Street Inferior, Derry, Maine, Zona 2. No sabía el número exacto de su edificio, pero la madre le había dicho que los carteros tienen una idea bastante aproximada de las direcciones cuando han pasado un tiempo en sus puestos. Si el cartero que se encargaba de esa zona entregaba su postal, magnífico. Si no, iría a la oficina de correspondencia no reclamada y él habría perdido tres centavos. Jamás volvería a él, por cierto, porque no tenía intención de poner el remitente.
Llevando la tarjeta con la dirección puesta hacia adentro (no quería riesgos, aunque no reconocía a ninguno de los presentes), tomó algunas hojas de papel para notas y volvió a su asiento. Comenzó a garabatear, tachar y garabatear otra vez.
En la última semana de clases, antes de los exámenes, habían estado leyendo y redactando haiku en la clase de lengua. Haiku era una forma poética japonesa, breve y disciplinada. El haiku, según la señora Douglas, sólo podía tener diecisiete sílabas, ni más ni menos. Por lo común se concentraba en una sola imagen clara que se vinculaba con una emoción específica: tristeza, alegría, nostalgia, felicidad… amor.
Ben había quedado totalmente encantado con el concepto. Le gustaban las clases de lengua, aunque no pasaba de sentirse levemente complacido en ellas. Los deberes no le costaban, pero, en general, nada en esa materia le llamaba la atención. Sin embargo, en el concepto de haiku había algo que le despertaba la imaginación. La idea lo hacía feliz, como la explicación de la señora Starrett sobre el efecto invernadero. El haiku era poesía buena, en opinión de Ben, porque era poesía estructurada. No tenía reglas secretas: diecisiete sílabas, una imagen vinculada con una emoción y nada más. Abracadabra. Limpia, utilitaria, completamente contenida en sí misma y dependiente de sus propias reglas. Hasta le gustaba la palabra en sí, un deslizamiento de aire quebrado, como a lo largo de una línea de puntos, por el sonido de la «k», en el fondo de la boca: haiku.
Su pelo, pensó y la vio bajar los peldaños de la escuela con la cabellera moviéndose sobre sus hombros. El sol no parecía destellar tanto en él, cuanto arder con él.
Después de trabajar cuidadosamente unos veinte minutos (con una pausa para ir en busca de más hojas para notas), buscando palabras que no fueran demasiado largas, cambiando, eligiendo, Ben logró esto:
Your hair is winter fire,
January embers.
My heart burns there, too.[14]
No era para volverse loco de gusto, pero no le salía nada mejor. Temía que, si le daba muchas vueltas al asunto, acabaría por acobardarse y hacer algo mucho peor. O por no hacer nada. Y no quería que ocurriera eso. El instante en que ella le dirigió la palabra había sido un momento culminante para Ben y quería grabarlo en su memoria. Probablemente Beverly estuviera enamorada de algún chico mayor, de sexto curso, tal vez hasta de la secundaria, y pensaría que él le había enviado el haiku. Eso la haría feliz; por lo tanto, el día en que lo recibiera, quedaría marcado en su propia memoria. Y aunque supiera que era Ben Hanscom quien lo había marcado así, no importaba; él, en el fondo, lo sabría.