Había invitaciones a participar en la EXPERIENCIA DE LOS SCOUTS. Un letrero sugería que los clubes de niñas de hoy forman a las mujeres de mañana. Formularios de inscripción para el juego de softball y para el teatro infantil del Centro Social. Y, por supuesto, otro cartel que invitaba a los niños a inscribirse en el PROGRAMA DE LECTURAS DE VERANO. Ben era un fanático del programa de lecturas de verano. Al inscribirse, a uno le daban un mapa de Estados Unidos. Luego, por cada libro que uno leía y comentaba, obtenía un cromo para lamer y pegar en el mapa. El cromo venía con informaciones tales como el pájaro y la flor correspondientes a este estado, el año en que había sido admitido en la Unión y qué presidentes, si los había, procedían de allí. Cuando los cuarenta y ocho estaban pegados en el mapa, se recibía un libro gratuitamente. Era un negocio estupendo. Ben pensaba hacer lo que sugería el letrero: No pierdas tiempo: inscríbete hoy.
Llamativo entre ese amigable despliegue de color, un simple cartel, sobre el escritorio de la bibliotecaria, sin dibujos ni fotografías, sólo letras negras en papel blanco, rezaba:
RECUERDA EL TOQUE DE QUEDA
SIETE DE LA TARDE
DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE DERRY
Con solo mirarlo, Ben sintió un escalofrío. La excitación de retirar su boletín, la preocupación por Henry Bowers, las palabras cruzadas con Beverly y el comienzo de las vacaciones le habían hecho olvidar el toque de queda… y los asesinatos.
La gente discutía sobre cuántos habían sido, pero todo el mundo estaba de acuerdo en que llegaban, por lo menos, a cuatro desde el invierno; cinco, si se incluía a George Denbrough (muchos opinaban que la muerte del pequeño Denbrough podía haber sido provocada por un accidente muy extraño). El primero seguro era el de Betty Ripsom, hallada el día después de Navidad en una zona de obras en construcción en Jackson Street. La niña, de trece años, apareció mutilada y congelada en la tierra lodosa. Eso no había salido en el periódico ni era algo que Ben supiera por ningún adulto. Simplemente, lo había escuchado en conversaciones casuales.
Unos tres meses y medio después, más o menos, al comenzar la temporada de la trucha, un pescador que estaba en la ribera del arroyo, a treinta kilómetros de Derry, enganchó algo que al principio tomó por un palo. Resultó ser la mano, la muñeca y los primeros diez centímetros del brazo de una mujer. Su anzuelo había enganchado ese horrible trofeo por la piel fláccida entre el pulgar y el índice.
La policía estatal encontró el resto de Cheryl Lamonica a setenta metros, arroyo abajo, enredado en un árbol que había caído al agua durante el invierno anterior; sólo por azar no había seguido viaje el cadáver hasta el Penobscot, para perderse en el mar con el deshielo de primavera.
La muchacha Lamonica tenía dieciséis años. Era de Derry, pero no asistía a la escuela. Tres años antes, había dado a luz a una niña, Andrea. Vivía con su hija en el hogar paterno. «Cheryl era un poco alocada, a veces, pero en el fondo era buena —dijo su padre, sollozante, a la policía—. Andi no deja de preguntar dónde está su mamá y yo no sé qué decirle».
Se había denunciado la desaparición de la muchacha cinco semanas antes de que se encontraran los restos. La investigación policial sobre la muerte empezó con una suposición lógica: que había sido asesinada por uno de sus «amigos». Tenía montones de amigos, muchos de la base aérea de Bangor. «Casi todos eran buenos muchachos», dijo la madre de Cheryl. Uno de esos «buenos muchachos» resultó ser un coronel de la Fuerza Aérea, de cuarenta años, con esposa y tres hijos en Nuevo México. Otro estaba cumpliendo una condena en Shawshank por robo a mano armada.
Uno de sus amigos, pensaba la policía. O un desconocido, posiblemente. Un maníaco sexual.
Si era un maníaco sexual, al parecer la había tomado también con los varones. A finales de abril, un profesor de secundaria, que realizaba una excursión con sus alumnos, había divisado un par de zapatillas de deporte rojas y una prenda de pana azul sobresaliendo de una boca de alcantarilla en Merit Street. Ese extremo de Merit había sido bloqueado con vallas y el asfalto retirado con excavadoras el otoño anterior, ya que la extensión de la autopista de peaje pasaría por allí con rumbo a Bangor.
El cadáver era de Matthew Clements, de tres años, cuya desaparición habían denunciado sus padres apenas el día antes. Su foto salió en la primera plana del Derry News. Era un chiquillo de cabello oscuro que sonreía audazmente a la cámara. La familia Clements vivía en Kansas Street, al otro lado de la ciudad. Su madre, tan aturdida por el golpe que parecía sumida en una campana de cristal de calma absoluta, dijo a la policía que Matty había estado subiendo y bajando por la acera con su triciclo ante la casa, situada en la esquina de Kansas y Kossuth Lane. Fue a poner la ropa lavada en la secadora y cuando volvió a mirar por la ventana para vigilar a Matty, ya no estaba. Sólo quedaba su triciclo tumbado en el césped entre la acera y la calle. Una de las ruedas traseras aun giraba perezosamente. Se detuvo ante la vista de la madre.
Eso fue demasiado para el comisario Borton. Al día siguiente, en una sesión especial del concejo, propuso el toque de queda. Fue aceptado por unanimidad y se puso en práctica al día siguiente. Los niños pequeños debían ser vigilados en todo momento por un «adulto cualificado», según el artículo del News. Un mes atrás, en la escuela de Ben se había organizado una asamblea especial. El comisario se presentó en el escenario, con los pulgares en el cinturón de la pistolera, y aseguró a los niños que no había nada que temer, mientras obedecieran algunas reglas sencillas: no hablar con desconocidos, no subir a automóviles a menos que conocieran muy bien a sus conductores, recordar siempre que «El policía es un amigo»… y cumplir el toque de queda.
Dos semanas antes, un niño al que Ben apenas conocía (estaba en el otro quinto curso de la escuela), había visto algo que parecía un montón de pelo flotando al mirar dentro de una boca de alcantarilla de Neibolt Street. Ese Frankie, o Freddy, Ross (o tal vez Roth), había salido a buscar tesoros con un artefacto de su propia invención al que llamaba EL FABULOSO PALO DE GOMA. Cuando hablaba de él, uno se daba cuenta de que lo pensaba así, en letras mayúsculas y tal vez de neón. EL FABULOSO PALO DE GOMA era una rama de haya con una gran bola de chicle pegada en el extremo. En su tiempo libre, Freddy (o Frankie) caminaba por Derry con su artefacto espiando las cloacas y alcantarillas. A veces veía dinero, casi siempre monedas de un centavo, pero a veces de diez y hasta de veinticinco (por algún motivo que sólo él conocía, se refería a estas últimas con el nombre de «monstruos de muelle»). Una vez divisado el dinero, Frankie o Freddy y EL FABULOSO PALO DE GOMA entraban en acción: un toque de la goma, introduciendo el palo por la rejilla y la moneda estaba en su bolsillo.
Ben había oído rumores sobre Frankie-o-Freddy y su palo de goma, mucho antes de que el niño apareciera bajo los flashes al descubrir el cadáver de Veronica Grogan. «Es un asqueroso», había confiado a Ben en clase un chico llamado Richie Tozier. Tozier era un niño esmirriado que llevaba gafas. Ben pensaba que, sin las gafas, Tozier vería tan bien como Mr. Magoo, sus ojos aumentados nadaban tras las gruesas lentes con una expresión de sorpresa perpetua. También tenía enormes incisivos que le habían acarreado el sobrenombre de rabitt[12]. Estaba en el mismo quinto curso que Freddy-o-Frankie.
—Mete ese palo de goma por las alcantarillas todo el día, y por la noche masca el chicle de la punta.
—¡Oh, Dios, qué horror! —había exclamado Ben.
—Azí ez, tezoro —dijo Tozier, y se fue.
Frankie o Freddy había trabajado con EL FABULOSO PALO DE GOMA a través de la rejilla, convencido de haber encontrado una peluca. Pensaba que quizá podría secarla y regalársela a su madre por su cumpleaños o algo así. Tras algunos minutos de esfuerzos, cuando estaba por renunciar, una cara flotó en el agua lodosa del desagüe: una cara con hojas marchitas pegadas a sus blancas mejillas y con fango en sus ojos fijos.
Freddy-o-Frankie corrió a su casa, aullando.
Verónica Grogan asistía al cuarto curso de la escuela religiosa de Neibolt Street, dirigida por gente a la que la madre de Ben llamaba «los cristeros». La sepultaron en el mismo día en que debía cumplir diez años.
Después de ese horror más reciente, Arlene Hanscom llamó a Ben una tarde, para sentarse con él en el sofá de la sala. Le tomó las manos y lo miró atentamente a la cara. Ben le sostuvo la mirada, algo intranquilo.
—Ben —dijo ella, por fin—, ¿eres tonto?
—No, mamá —replicó Ben, más intranquilo que nunca. No tenía la menor idea de lo que originaba todo eso. No recordaba haber visto nunca tan seria a su madre.
—No —repitió ella—, no creo que seas tonto.
Luego se quedó callada por un largo rato, sin mirar a Ben, con la vista perdida más allá de la ventana, pensativa. El hijo se preguntó, por un momento, si se habría olvidado de él. Todavía era joven —tenía sólo treinta y dos años—, pero el criar sola a un niño le había dejado sus marcas. Trabajaba cuarenta horas semanales en la empaquetadora de Stark, en Newport. Después de la jornada laboral, cuando el polvo y las hilachas de algodón habían sido demasiado densos, solía toser tanto que Ben llegaba a asustarse. En aquellas noches, pasaba mucho tiempo despierto mirando por la ventana hacia la oscuridad, y preguntándose qué sería de él si su madre moría. Sería entonces un huérfano, suponía. Tal vez fuera acogido por la beneficencia estatal (eso significaba que iría a vivir con granjeros que lo harían trabajar desde el amanecer hasta el anochecer) o tal vez lo enviasen al asilo de Bangor. Trataba de decirse que era una tontería preocuparse por esas cosas, pero no podía dejar de hacerlo. Y tampoco se preocupaba sólo por él mismo, sino también por su madre. Era dura su madre, e insistía en salirse con la suya en casi todo, pero era buena. Él la quería mucho.
—Sabes lo de esos asesinatos —dijo, al fin, mirándolo.
Él asintió.
—Al principio la gente creía que eran… —Vaciló ante la palabra nueva que hasta entonces nunca había pronunciado delante de su hijo, pero las circunstancias lo exigían— crímenes sexuales. Tal vez lo sean, tal vez no. Tal vez se han acabado, tal vez no. Ya nadie puede estar seguro de nada, salvo de que ahí afuera hay un o algún loco que se ensaña con los pequeños. ¿Me entiendes, Ben?
Él volvió a asentir.
—¿Y sabes a qué me refiero cuando digo que podrían ser crímenes sexuales?
Ben no lo sabía —al menos con exactitud—, pero volvió a asentir. Si su madre se sentía en la obligación de hablarle de los pájaros y las abejas, además de ese otro asunto, creyó que moriría de vergüenza.
—Me preocupo por ti, Ben. Me preocupa no estar cuidándote como debería.
Ben se removió en el asiento sin decir nada.
—Pasas mucho tiempo solo. Demasiado tiempo, me parece. Tú…
—Mamá…
—No me interrumpas cuando te hablo —dijo ella y Ben se calló—. Tienes que andar con cuidado, Benny. Viene el verano y no quiero estropearte las vacaciones, pero tienes que andar con cuidado. Quiero que estés en casa a la hora de cenar, todos los días. ¿A qué hora cenamos siempre?
—A las seis en punto.
—¡Exacto! Entonces escucha bien lo que voy a decirte. Si pongo la mesa y te sirvo la leche y todavía no estás lavándote las manos en el baño, cogeré inmediatamente el teléfono y llamaré a la policía para denunciar tu desaparición. ¿Comprendes?
—Sí, mamá.
—¿Y te das cuenta de que hablo muy en serio?
—Sí.
—Probablemente resultaría que moleste a la policía por nada, si tuviera que hacerlo. Sé algo de lo que hacen los chicos. Ya sé que, en las vacaciones, se entusiasman con sus proyectos y sus juegos, siguiendo a las abejas hasta las colmenas, jugando a la pelota, pateando latas y cosas por el estilo. Ya ves que tengo una idea bastante aproximada de lo que haces con tus amigos.
Ben asintió sobriamente, pensando que si ella ignoraba que él no tenía amigos, probablemente no sabía tanto como creía de su niñez. Pero no se le habría ocurrido decirle semejante cosa, ni en diez mil años de sueños.