It (Eso) – Stephen King

Beverly, en su opinión, era más simpática… y mucho más bonita, aunque él no se habría atrevido a decírselo ni en un millón de años. Sin embargo, en lo más crudo del invierno, cuando la luz, afuera, parecía un adormecimiento amarillo, como un gato acurrucado en el sofá, mientras la señora Douglas zumbaba sus matemáticas, leía preguntas sobre la lectura o hablaba de los yacimientos de cinc del Paraguay; en esos días en que las clases parecían interminables y no importaba que terminaran o no porque todo el mundo, afuera, era nieve medio derretida… En días como ésos Ben solía mirar a Beverly de soslayo, robándole la cara y el corazón le dolía desesperadamente, pero también se le iluminaba, todo al mismo tiempo. Probablemente tenía un encaprichamiento con ella o se había enamorado de ella y por eso pensaba siempre en Beverly cuando Los Penguins cantaban, por radio, Ángel de la tierra: «Querida mía, te amo sin cesar…». Sí, era estúpido, más flojo que el papel higiénico usado, pero no importaba, porque él jamás se lo diría. Pensó que, a los muchachos gordos, tal vez sólo se les permitía amar a las niñas bonitas secretamente. Si hablaba con alguien de lo que sentía (aunque no tenía a nadie con quien hablar de eso), lo más probable era que esa persona riera hasta ahogarse. Y si se lo decía a Beverly, ella podía reír también (malo) o sentir náuseas de asco (peor).

—Ahora, por favor, acercaos a medida que os llame por vuestro nombre. Paul Anderson… Carla Bordeaux… Greta Bowie… Calvin Clark… Cissy Clark…

A medida que la señora Douglas iba pronunciando los nombres, los niños de su quinto curso se adelantaron uno a uno (exceptuando a los gemelos Clark, que se levantaron, como siempre, de la mano, imposibles de distinguir, como no fuera por la longitud del pelo platinado y la vestimenta, vestido en la niña y vaqueros en el varón). Cada uno tomó su boletín con la bandera norteamericana delante y la Oración del Señor atrás y salió serenamente del aula… para echar a correr por el pasillo hasta las grandes puertas delanteras, completamente abiertas. Desde allí, corrieron simplemente hacia el verano y desaparecieron en él, algunos en bicicleta, otros saltando o a lomos de caballos invisibles, golpeándose los muslos con la palma para hacer ruido de cascos, y otros se fueron abrazados y cantando.

—Marcia Fadden… Frank Frinck… Ben Hanscom…

Él se levantó robando a Beverly Marsh la última mirada por ese verano (al menos, eso pensó entonces) y se adelantó hasta el escritorio de la señora Douglas. A los once años, tenía una barriga más o menos del tamaño de Nuevo México, envasada en un par de horrendos vaqueros cuyos remaches de cobre lanzaban pequeños dardos de luz y hacían jsst-jsst-jsst al rozarse sus gruesos muslos. Sus caderas se balanceaban como las de las chicas. Llevaba una sudadera holgada, aunque hacía calor. Casi siempre usaba sudaderas holgadas, porque su pecho le daba una terrible vergüenza; así había sido desde el primer día de clase, tras las vacaciones de Navidad. Al verlo con una de las camisas nuevas que le había regalado su madre, Belch Huggins, un niño de sexto grado, había graznado: «¡Eh, miren! ¡Miren lo que le trajo Santa Claus a Ben Hanscom! ¡Un buen par de tetas!». Belch había estado a punto de sufrir un colapso por lo delicioso de su ingenio. Algunos otros rieron, niñas, entre ellos. Si ante Ben se hubiera abierto, en ese mismo instante, un agujero hacia el submundo, él se habría dejado caer sin ruido alguno… o tal vez con un leve murmullo de gratitud.

Desde ese día usaba sudaderas. Tenía cuatro: la parda abolsada, la verde abolsada y dos azules, abolsadas también. Era una de las pocas cosas en las que conseguía imponerse a su madre, uno de los pocos límites que, en el curso de su niñez, casi siempre complaciente, se sentía obligado a trazar. Si ese día hubiera visto a Beverly Marsh riendo con los otros, sin duda habría muerto.

—Ha sido un placer tenerte como alumno, Benjamin —dijo la señora Douglas, al entregarle su boletín.

—Gracias, señora Douglas.

Un falsete burlón onduló desde la parte trasera del aula:

—Ay, graaacias, señora Douuuglas.

Era Henry Bowers, por supuesto. Henry estaba en quinto curso, como Ben, aunque habría debido estar cursando el sexto, con sus amigos Belch Huggins y Victor Criss, porque repetía curso. Ben tenía la sospecha de que iba a repetir otra vez. La señora Douglas no lo había llamado y eso era mala señal. Ben estaba intranquilo al respecto, porque si Henry repetía, a él le correspondería parte de la culpa… y Henry lo sabía.

Durante los exámenes finales, la semana anterior, la señora Douglas los había cambiado de asiento al azar, sacando sus nombres de un sombrero. Ben había acabado junto a Henry Bowers, en la última fila. Como siempre, enroscó el brazo alrededor de su hoja y se inclinó hacia ella, sintiendo la presión reconfortante de su panza contra el escritorio. De vez en cuando chupaba el lápiz en busca de inspiración.

A mitad del examen del martes, que era el de matemáticas, le llegó un susurro a través del pasillo. Era grave, apagado y experto como el susurro de un preso veterano al pasar un mensaje en el patio de la prisión:

—Déjame copiar.

Ben miró hacia la izquierda, directamente a los ojos negros y furiosos de Henry Bowers. Henry era corpulento, aun para sus doce años. Brazos y piernas habían adquirido músculos con el trabajo de labrador. Su padre, que estaba loco, según rumores, tenía unos terrenos en el extremo de Kansas Street, cerca del límite municipal de Newport y Henry pasaba al menos treinta horas semanales trabajando con la azada, sacando hierbas, plantando, recogiendo rocas, cortando leña y cosechando, cuando había algo que cosechar.

Llevaba el pelo cortado rabiosamente a la americana, tan corto que le asomaba, blanco, el cuero cabelludo. Se untaba el mechón delantero con un pomo que siempre llevaba en el bolsillo de los vaqueros; como resultado, parecía tener, sobre la frente, los dientes de una trilladora. Rezumaba siempre olor a sudor y goma de mascar con sabor a frutas. Para la escuela, usaba una chaqueta de motociclista color rosa con un águila en la espalda. Cierta vez, uno de cuarto grado tuvo la mala idea de reírse de aquella chaqueta. Henry se arrojó sobre el pobre diablo, ágil como una comadreja, y le propinó un doble puñetazo con una mano sucia de trabajar. El chico perdió tres dientes. A Henry le dieron dos semanas de vacaciones. Ben había abrigado la esperanza (la esperanza difusa, aunque ardiente, del pisoteado y aterrorizado) de que lo expulsaran en vez de suspenderlo. No tuvo suerte. La moneda falsa siempre vuelve. Terminada la suspensión, Henry volvió a pavonearse por el patio, resplandeciente con su chaqueta rosada y el pelo tan untado que parecía alzarse en un grito. Exhibía en ambos ojos los rastros coloridos e hinchados de la paliza que le había dado el padre loco por pelear en el patio. Las huellas de la paliza acabaron por desvanecerse; para los niños obligados a coexistir con Henry en Derry, la lección no se desvaneció. Hasta donde Ben sabía, nadie había vuelto a mencionar la chaqueta rosa con el águila a la espalda.

Cuando susurró ásperamente a Ben que le dejase copiar, tres pensamientos cruzaron como cohetes por la mente del chico, tan delgada y veloz como obeso era su cuerpo. El primero era que, si la señora Douglas pescaba a Henry copiándose de su examen, los suspendería a los dos. El segundo, que si no le dejaba copiar, Henry lo atraparía después de clase, con toda seguridad, y le aplicaría el famoso puñetazo doble, probablemente mientras Huggins lo sujetaba por un brazo y Criss por el otro.

Ésos eran pensamientos de niño, lo que no era nada sorprendente porque él era un niño. El tercero y último fue más sofisticado, casi adulto.

Tal vez me coja, sí. Pero tal vez pueda mantenerme fuera de su alcance durante la última semana de clase. Estoy bastante seguro de que puedo, si me esfuerzo. Y durante el verano él se olvidará, creo. Sí. Es bastante estúpido. Si le suspenden en este examen, tal vez repita otra vez. Y si repite, yo me adelantaré. Ya no estaremos en la misma aula… Iré a la secundaria antes que él… Podría… podría quedar libre.

—Déjame copiar —susurró Henry, otra vez. Sus ojos negros echaban chispas, exigentes.

Ben sacudió la cabeza y cerró más el brazo en torno a su examen.

—Ya te cogeré, gordo —susurró Henry, algo más alto.

Hasta ese momento su hoja estaba en blanco, aparte del nombre. Estaba desesperado. Su padre le iba a arrancar la cabeza.

—Si no me dejas copiar, ya verás lo que te hago.

Ben volvió a negar con la cabeza, con un estremecimiento de papada. Estaba asustado, pero también decidido. Se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, se había entregado conscientemente a un curso de acción y eso también lo asustó, aunque no supo exactamente por qué; pasarían largos años antes de que lo comprendiera, pero era lo frío de su cálculo, la cuidadosa y pragmática contabilización del costo, con sus insinuaciones de madurez inminente, lo que le asustaba más que el propio Henry. A Henry, con suerte, podría esquivarlo. La madurez, en que probablemente pensaría de ese modo casi siempre, acabaría, tarde o temprano, por atraparlo.

—¿Hay alguien hablando por allí atrás? —había dicho la señora Douglas, con toda claridad, en ese momento—. No quiero oír un solo murmullo.

Reinó el silencio en los diez minutos siguientes; las jóvenes cabezas permanecían estudiosamente inclinadas sobre las hojas que olían a tinta de mimeógrafo. De pronto, el susurro de Henry flotó otra vez a través del pasillo, bajo, apenas audible, escalofriante en la tranquila seguridad de su promesa:

—Date por muerto, gordo.

3

Ben tomó su mochila y huyó, agradecido a los dioses encargados de amparar a los gordos de once años porque Henry Bowers, en virtud del orden alfabético, no había podido salir primero del aula, para esperarlo afuera.

No corrió por el pasillo, como los otros niños. Era capaz de correr con bastante celeridad, a pesar de su tamaño, pero tenía perfecta conciencia de lo que parecía al correr. Pero apretó el paso y salió del vestíbulo, fresco, perfumado de libros, al brillante sol de verano. Permaneció un momento con la cara al sol, agradecido por su calor y libertad. Septiembre estaba a un millón de años. El calendario podía decir otra cosa, pero lo que dijera el calendario era mentira. El verano sería mucho más largo que la suma de sus días y le pertenecía por entero. Se sentía tan alto como la torre-depósito y tan ancho como la ciudad entera.

Alguien lo empujó, lo empujó con fuerza. Los placenteros pensamientos que tenía ante sí se le escaparon de la mente, mientras se tambaleaba en busca del equilibrio al borde de los peldaños de piedra. Se aferró a la barandilla justo a tiempo de evitarse una horrible caída.

—A ver si te apartas, bolsa de tripas.

Era Victor Criss, peinado con su tupé a lo Elvis, relumbrante de Brylcreem. Bajó los peldaños y caminó hacia el portón de entrada con las manos en los bolsillos de los vaqueros, el cuello de la camisa vuelto hacia arriba y tintineantes las hebillas de sus botas.

Ben, a quien el corazón seguía palpitándole por el susto, vio que Belch Huggins estaba de pie al otro lado de la calle fumando un pitillo. Al ver a Victor, levantó la mano y le pasó el cigarrillo. Victor dio una calada, devolvió el cigarrillo a Belch y señaló a Ben, que ya iba por la mitad de la escalera. Dijo algo y ambos se separaron. La cara de Ben se encendió en una llamarada opaca. Siempre te agarraban. Era cosa de la fatalidad o algo así.

—¿Tanto te gusta este lugar que piensas pasarte aquí todo el día? —dijo una voz, a su lado.

Cuando Ben se volvió, su rostro ardió aún más. Era Beverly Marsh; su pelo oscuro formaba una nube deslumbrante alrededor de la cabeza y sobre sus hombros, sus ojos tenían un adorable color entre gris y verde. Llevaba un jersey con las mangas recogidas hasta el codo, gastado alrededor del cuello y casi tan abolsado como la sudadera de Ben. Demasiado abolsado, por cierto, para dejar ver si le estaba creciendo algo allí abajo. Pero a Ben no le importó; cuando el amor llega antes de la pubertad, llega en olas tan límpidas y poderosas que nadie puede resistirse a su simple imperativo, y Ben no hizo esfuerzo alguno por resistir. Simplemente, cedió. Se sentía tonto y exaltado a un tiempo, más miserable y azorado que nunca… pero también indiscutiblemente bendito. Esas emociones irremediables se mezclaron en un brebaje embriagador que lo dejó, a la vez, descompuesto y regocijado.

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