Se levantó para caminar hacia la boca de tormenta y allí se dejó caer de rodillas, para mirar hacia el interior. El agua hacía un ruido hueco y húmedo al caer en la oscuridad. Ese sonido le daba escalofríos. Hacía pensar en…
—¡Eh!
La exclamación le fue arrancada como con un cordel. Retrocedió.
Allí adentro había unos ojos amarillos. Ese tipo de ojos que él siempre imaginaba, sin verlos nunca, en la oscuridad del sótano. Es un animal —pensó, incoherente—; eso es todo: un animal; a lo mejor un gato que quedó atrapado…
De todos modos, estaba por echar a correr; habría corrido uno o dos segundos, cuando su tablero mental se hubiera hecho cargo del espanto que le produjeron esos dos ojos amarillos y brillantes. Sintió la áspera superficie del pavimento bajo los dedos y la fina lámina de agua fría que corría alrededor. Se vio a sí mismo levantándose y retrocediendo. Y fue entonces cuando una voz, una voz perfectamente razonable y bastante simpática, le habló desde dentro de la boca de tormenta:
—Hola, George —dijo.
George parpadeó y volvió a mirar. Apenas podía dar crédito a lo que veía; era como algo sacado de un cuento o de una película donde uno sabe que los animales hablan y bailan. Si hubiera tenido diez años más, no habría creído en lo que estaba viendo; pero no tenía dieciséis años, sino seis.
En la boca de tormenta había un payaso. La luz distaba de ser buena, pero bastó para que George Denbrough estuviese seguro de lo que veía. Era un payaso, como en el circo o en la tele. Parecía una mezcla de Bozo y Clarabell, el que hablaba haciendo sonar su bocina en Howdy Doody, los sábados por la mañana. Búfalo Bob era el único que entendía a Clarabell, y eso siempre hacía reír a George. La cara del payaso metido en la boca de tormenta era blanca; tenía cómicos mechones de pelo rojo a cada lado de la calva y una gran sonrisa de payaso pintada alrededor de la boca. Si George hubiese vivido años después, habría pensado en Ronald McDonald antes que en Bozo o en Clarabell.
El payaso tenía en una mano un manojo de globos de todos los colores, como tentadora fruta madura.
En la otra, el barquito de papel de George.
—¿Quieres tu barquito, Georgie? —El payaso sonreía.
George también sonrió. No podía evitarlo; aquella sonrisa era del tipo que uno devuelve sin querer.
—Por supuesto.
El payaso se echó a reír.
—«Por supuesto». ¡Así me gusta! ¡Así me gusta! ¿Y un globo? ¿Qué te parece? ¿Quieres un globo?
—Bueno… sí, por supuesto. —Alargó la mano, pero de inmediato la retiró contra su voluntad—. No debo coger nada que me ofrezca un desconocido. Lo dice mi papá.
—Y tu papá tiene mucha razón —replicó el payaso de la boca de tormenta sonriendo. George se preguntó cómo podía haber creído que sus ojos eran amarillos, si eran de un color azul brillante, bailarín, como los ojos de su mamá y de Bill—. Muchísima razón, ya lo creo. Por lo tanto, voy a presentarme. George, soy el señor Bob Gray, también conocido como Pennywise, el payaso Bailarín. Pennywise, te presento a George Denbrough. George, te presento a Pennywise. Y ahora ya nos conocemos. Yo no soy un desconocido y tú tampoco. ¿Correcto?
George soltó una risita.
—Correcto. —Volvió a estirar la mano… y a retirarla—. ¿Cómo te metiste allí adentro?
—La tormenta me trajo volaaaando —dijo Pennywise, el payaso Bailarín—. Se llevó todo el circo. ¿No sientes olor a circo, George?
George se inclinó hacia adelante. ¡De pronto olía a cacahuetes! ¡Cacahuetes tostados! ¡Y vinagre blanco, del que se pone en las patatas fritas por un agujero de la tapa! Y olía a algodón de azúcar, a buñuelos, y también, leve, pero poderosamente, a estiércol de animales salvajes. Olía el aroma regocijante del aserrín. Y sin embargo…
Sin embargo, bajo todo eso olía a inundación, a hojas deshechas y a oscuras sombras en bocas de tormenta. Era un olor húmedo y pútrido. El olor del sótano.
Pero los otros olores eran más fuertes.
—Claro que lo huelo —dijo.
—¿Quieres tu barquito, George? —preguntó Pennywise—. Te lo pregunto otra vez porque no pareces desearlo mucho.
Y lo mostró en alto, sonriendo. Llevaba un traje de seda abolsado con grandes botones color naranja. Una corbata brillante, de color azul eléctrico, se le derramaba por la pechera. En las manos llevaba grandes guantes blancos, como Mickey y Donald.
—Sí, claro —dijo George, mirando dentro de la boca de tormenta.
—¿Y un globo? Los tengo rojos, verdes, amarillos, azules…
—¿Flotan?
—¿Que si flotan? —La sonrisa del payaso se acentuó—. Oh, sí, claro que sí. ¡Flotan! También tengo algodón de azúcar…
George estiró la mano.
El payaso le sujetó el brazo.
Y entonces George vio cómo la cara del payaso cambiaba.
Lo que vio entonces fue tan terrible que lo peor que había imaginado sobre la cosa del sótano parecía un dulce sueño. Lo que vio destruyó su cordura de un zarpazo.
—Flotan —croó la cosa de la alcantarilla con una voz que reía como entre coágulos.
Sujetaba el brazo de George con su puño grueso y agusanado. Tiró de él hacia esa horrible oscuridad por donde el agua corría y rugía y aullaba llevando hacia el mar los desechos de la tormenta. George estiró el cuello para apartarse de esa negrura definitiva y empezó a gritar hacia la lluvia, a gritar como un loco hacia el gris cielo otoñal que se curvaba sobre Derry aquel día de otoño de 1957. Sus gritos eran agudos y penetrantes y a lo largo de toda la calle, la gente se asomó a las ventanas o se lanzó a los porches.
—Flotan —gruñó la cosa—, flotan, Georgie. Y cuando estés aquí abajo, conmigo, tú también flotarás.
El hombro de George se clavó contra el cemento del bordillo. Dave Gardener, que ese día no había ido a trabajar al Shoeboat debido a la inundación, vio sólo a un niño de impermeable amarillo, un niño que gritaba y se retorcía en el arroyo mientras el agua lodosa le corría sobre la cara haciendo que sus alaridos sonaran burbujeantes.
—Aquí abajo todo flota —susurró esa voz podrida, riendo, y de pronto sonó un desgarro y hubo un destello de agonía y George Denbrough ya no supo más.
Dave Gardener fue el primero en llegar. Aunque llegó sólo cuarenta y cinco segundos después del primer grito, George Denbrough ya había muerto. Gardener lo agarró por el impermeable, tiró de él hasta sacarlo a la calle… y al girar en sus manos el cuerpo de George, también él empezó a gritar. El lado izquierdo del impermeable del niño estaba de un rojo intenso. La sangre fluía hacia la alcantarilla desde el agujero donde había estado el brazo izquierdo. Un trozo de hueso, horriblemente brillante, asomaba por la tela rota.
Los ojos del niño miraban fijamente el cielo gris y mientras Dave retrocedía a tropezones hacia los otros que ya corrían por la calle, empezaron a llenarse de lluvia.
4
En alguna parte de allá abajo, dentro de la boca de tormenta, que ya estaba casi colmada por el agua («No podía haber nadie allí dentro», habría de exclamar más tarde el comisario del Condado ante un periodista del News de Derry con una furia frustrada tan grande que era casi un tormento; el mismo Hércules habría sido barrido por esa corriente brutal), el barquito de George siguió su veloz marcha por aquellas cámaras tenebrosas y por los largos corredores de cemento rugían y repicaban con el agua. Por un tiempo corrió paralelo a un pollo muerto que flotaba con sus amarillentas patas de reptil apuntadas hacia el techo chorreante; luego, en alguna confluencia al este de la ciudad, el pollo fue arrastrado hacia la izquierda mientras el barquito de George seguía en línea recta.
Una hora después, mientras a la madre de George le administraban una dosis de sedantes en la sala de guardia del hospital y mientras Bill el Tartaja —aturdido, pálido y silencioso en su cama— escuchaba los ásperos sollozos de su padre en la sala donde la madre había estado tocando Para Elisa, el barquito salió por un tubo de cemento como una bala por la boca de un revólver y navegó a toda velocidad por una zanja hasta un arroyo anónimo. Cuando se incorporó al hirviente y henchido río Penobscot, veinte minutos después, en el cielo empezaban a asomar los primeros claros de azul. La tormenta había pasado.
El barquito se tambaleaba y se sumergía y a veces se llenaba de agua, pero no se hundió; los dos hermanos lo habían impermeabilizado bien. No sé dónde acabó por naufragar, si alguna vez lo hizo. Tal vez llegó al mar y allí navega eternamente como los barcos mágicos de los cuentos. Sólo sé que aún estaba a flote y navegando en el seno de la inundación cuando franqueó los límites de Derry, Maine. Y allí sale de esta historia para siempre.
II. DESPUÉS DEL FESTIVAL (1984)
1
Si Adrian llevaba puesto ese sombrero, diría más tarde su sollozante amigo a la policía, era porque lo había ganado en una caseta de tiro al blanco en la feria de Bassey Park, sólo seis días antes de su muerte. Estaba orgulloso de él.
—Lo llevaba puesto porque él amaba a este pueblucho de mierda —aulló Don Hagarty, el amigo, a los policías.
—Bueno, bueno, no hay por qué decir palabrotas —indicó a Hagarty el oficial Harold Gardener.
Harold Gardener era uno de los cuatro hijos varones de Dave Gardener. El día en que su padre había descubierto el cuerpo mutilado y sin vida de George Denbrough, Harold Gardener tenía cinco años. En la actualidad, casi veintisiete años después, andaba por los treinta y dos y se estaba quedando calvo. Harold Gardener aceptaba como reales el dolor y el luto de Don Hagarty, pero al mismo tiempo le resultaba imposible tomarlos en serio. Ese hombre, si hombre podía llamársele, tenía los ojos pintados y llevaba unos pantalones de satén tan ajustados que casi se le notaban las arrugas de la polla. Con luto o sin él, con dolor o sin dolor, era, después de todo, un simple marica. Igual que su amigo, el difunto Adrian Mellon.
—Empecemos otra vez —dijo Jeffrey Reeves, el compañero de Harold—. Vosotros salisteis del «Falcon» y caminasteis hacia el canal. ¿Qué pasó entonces?
—¿Cuántas veces tengo que repetirlo, pedazo de idiotas? —Hagarty seguía gritando—. ¡Lo mataron! ¡Lo empujaron al canal! ¡Para ellos sólo ha sido otra aventura en Macholandia!
Don Hagarty se echó a llorar.
—Una vez más —repitió Reeves, pacientemente—. Salisteis del «Falcon». ¿Y entonces?
2
En un cuarto de interrogatorios, en el mismo vestíbulo, dos policías de Derry hablaban con Steve Dubay, de diecisiete años; en el departamento de pruebas, primer piso, otros dos interrogaban a John Webby[2] Garton, de dieciocho, y en el despacho del jefe de policía, quinto piso, el jefe Andrew Rademacher y el ayudante del fiscal de distrito, Tom Boutillier, interrogaban a Christopher Unwin, de quince años. Unwin, vestido con pantalones vaqueros desteñidos, una remera grasienta y pesadas botas militares, estaba sollozando. Rademacher y Boutillier se habían hecho cargo de él porque lo consideraban, bastante acertadamente, como el eslabón más débil de la cadena.
—Empecemos otra vez —dijo Boutillier en ese despacho, en el preciso momento en que Jeffrey Reeves decía lo mismo dos pisos más abajo.
—No queríamos matarlo —balbuceó Unwin—. Fue por el sombrero. No podíamos creer que aún lo llevase después, ya me entiende, después de lo que Webby le dijo la primera vez. Y creo que quisimos asustarlo.
—Por lo que dijo —interpuso el jefe Rademacher.
—Sí.
—A John Garton, en la tarde del día diecisiete.
—Sí, a Webby. —Unwin volvió a romper en sollozos—. Pero cuando lo vimos en dificultades, tratamos de salvarlo. Al menos, yo y Stevie Dubay… ¡No queríamos matarlo!
—Vamos, Chris, no nos tomes el pelo —dijo Boutillier—. Arrojasteis al canal a ese mariquita.
—Sí, pero…
—Y vinieron los tres aquí para aclarar las cosas. El jefe Rademacher y yo os estamos agradecidos, ¿verdad, Andy?
—Claro. Hay que ser muy hombre para reconocer lo que se ha hecho, Chris.
—Entonces no lo pringues mintiéndonos ahora. Tuvisteis la intención de arrojarlo en cuanto lo visteis salir del «Falcon» con su amiguito, ¿no?
—¡No! —protestó Chris Unwin con vehemencia.
Boutillier sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de su camisa y se puso uno en la boca. Luego ofreció el paquete a Unwin.
—¿Un cigarrillo?
Unwin tomó uno. Boutillier tuvo que perseguir la punta con la cerilla para encendérselo por el modo en que al muchacho le temblaba la boca.