It (Eso) – Stephen King

Enseñé al jefe Rademacher la fotografía de Chad Lowe que había publicado el Derry News en abril de 1958. «¿Le parece que éste puede haber huido después de discutir con los padres por llegar tarde, Rademacher? Tenía tres años y medio cuando desapareció».

Rademacher, clavándome una mirada agria, me dijo que había sido un placer conversar conmigo, pero que, si no tenía nada más que preguntar, estaba ocupado. Me fui.

Haunted, haunting, haunt, dicen en inglés.

Visitado con frecuencia por fantasmas o espíritus, como las tuberías de desagüe en una cocina; aparecer o presentarse con frecuencia, como cada veinticinco, veintiséis o veintisiete años; sitio en donde comen los animales, como en los casos de George Denbrough, Adrian Mellon, Betty Ripsom, la chica de Albrecht, el niño Johnson.

Sitio en donde comen los animales. Sí, eso es lo que me asedia.

Si ocurre algo más, sea lo que fuere, haré esas llamadas. Es preciso. Mientras tanto, tengo mis suposiciones, mi insomnio y mis recuerdos, mis malditos recuerdos. ¡Ah!, y algo más: tengo estas notas, ¿verdad? Mi muro de las lamentaciones. Y heme aquí, sentado, con la mano temblando de tal modo que apenas puedo escribir. Aquí, sentado en la biblioteca desierta, después de cerrar, escuchando leves ruidos en los estantes oscuros, observando las sombras que arrojan los mortecinos globos amarillos para asegurarme de que no se muevan…, de que no cambien.

Heme aquí, sentado junto al teléfono.

Pongo sobre él la mano libre…, la dejo deslizarse hacia abajo…, toco los agujeros del disco que podrían ponerme en contacto con todos ellos, mis viejos amigos.

Juntos penetramos profundamente.

Juntos penetramos en la negrura.

¿Saldríamos de la negrura si penetráramos por segunda vez?

No lo creo.

Dios, por favor, que no tenga que llamarles.

Dios, por favor.

Segunda parte
JUNIO DE 1958

Mi superficie soy yo mismo,
bajo la cual, como testigo,
está enterrada la juventud.
¿Raíces? Todo el mundo tiene raíces.

WILLIAM CARLOS WILLIAMS, Paterson

A veces no sé qué voy a hacer.
La tristeza de verano no tiene cura.

EDDIE COCHRAN

IV. BEN HANSCOM SUFRE UNA CAÍDA

1

Alrededor de las doce menos cuarto de la noche una de las azafatas que atienden la primera clase del vuelo 41 de United Airlines, entre Omaha y Chicago, se lleva un susto de muerte. Por unos instantes, cree que el hombre del 1-A ha muerto.

Al verlo abordar en Omaha, pensó: «Vaya, con éste vamos a tener problemas. Está más borracho que una cuba». La inquietó pensar en el Primer Servicio, que incluía las bebidas. Sin duda, él pediría algo fuerte… y seguramente doble. Ella tendría que decidir si servirle o no. Además, para complicar las cosas, había tormentas eléctricas a lo largo de todo el trayecto y ella estaba segura de que, en algún momento, el hombre, un tipo delgado, vestido de vaqueros y camisa de leñador, va a empezar a vomitar.

Pero cuando pasó con el Primer Servicio, el hombre alto sólo pidió un vaso de agua mineral con toda cortesía. Su luz no se ha encendido y la azafata no ha tardado en olvidarse de él porque hay mucho que hacer en ese vuelo. En realidad es uno de esos vuelos que una desea olvidar en cuanto terminan y en cuyo transcurso, si tuviera tiempo, llegaría a cuestionarse la posibilidad de la propia supervivencia.

El vuelo 41 hace reverencias entre los feos huecos de truenos y relámpagos, como un buen esquiador colina abajo. El aire está muy movido. Los pasajeros lanzan exclamaciones y hacen chistes intranquilos sobre los relámpagos que refulgen entre las gruesas columnas de nubes alrededor del avión. «Mamá, ¿ése es Dios que les está sacando fotografías a los ángeles?», pregunta un chiquillo. Y la madre, que está bastante verde, lanza una risa temblorosa.

El Primer Servicio resulta el único de ese vuelo. La señal de abrocharse los cinturones se enciende a los veinte minutos del despegue y sigue encendida. Las azafatas permanecen en los pasillos atendiendo las luces de llamadas, que se encienden como fuegos artificiales.

Qué ocupado está Ralph, esta noche —le dice la jefa de azafatas, cuando se cruzan en el pasillo. La jefa de azafatas vuelve a la clase turista con una nueva provisión de bolsas para el mareo. Es en parte una clave, en parte un chiste. Ralph siempre está ocupado en esa clase de vuelos. El avión da un tumbo, alguien deja escapar un suave grito, la camarera gira un poco y alarga una mano para sostenerse. Y entonces mira directamente a los ojos fijos y sin vida del hombre del 1-A.

«Oh, Dios bendito, está muerto —piensa—. El alcohol, antes de subir a bordo… después los tumbos… el corazón… murió de miedo».

El hombre tiene los ojos fijos en los suyos, pero no la ve. No se mueven. Están completamente vidriosos. Son, sin duda, ojos de muerto.

La azafata se aparta de esa mirada horrible, su propio corazón le bombea en la garganta, a velocidad de fuga. Se pregunta qué hacer, cómo proceder; da gracias a Dios porque ese hombre, al menos, no tiene un compañero de asiento que grite y provoque un pánico general. Decide que deberá notificar primero a la jefa de azafatas y después a la tripulación masculina, allá delante. Tal vez se pueda envolverlo en una manta y cerrarle los ojos. El piloto mantendrá la señal de ajustarse los cinturones, aunque pase la tormenta, para que nadie vaya hacia delante para usar el baño. Cuando los otros pasajeros desembarquen, pensarán que está simplemente dormido.

Esos pensamientos le pasan por la mente a toda velocidad. Gira hacia atrás para confirmarlos con una mirada. Los ojos muertos, ciegos, se fijan en ella… y en eso el cadáver toma su vaso de agua mineral y bebe un sorbo.

En ese momento el avión vuelve a dar un brinco, se inclina y el pequeño grito de la azafata se pierde en otros gritos de miedo más estentóreos. Entonces el hombre mueve los ojos, no mucho, pero lo suficiente para que ella comprenda: está vivo y la mira. Y ella piensa: «Por Dios, cuando subió pensé que tenía alrededor de cincuenta y cinco años, pero no se acerca ni remotamente a esa edad, a pesar de las canas».

Se le acerca aunque oye el campanilleo impaciente de las llamadas detrás de ella (Ralph está ocupado, por cierto; tras un aterrizaje perfecto en O’Hare treinta minutos después, las azafatas tirarán setenta bolsitas llenas).

—¿Algún problema, señor? —pregunta, sonriendo. La sonrisa parece falsa e irreal.

—Ninguno, todo está perfectamente —dice el flaco. Ella echa un vistazo al billete de primera clase puesto en la ranura del respaldo y ve que se llama Hanscom—. Todo está perfectamente. Pero el vuelo es un poco movido, ¿verdad? Creo que tiene bastante trabajo. Por mi no se preocupe. Estoy… —Le dedica una sonrisa espantosa, una sonrisa que hace pensar en espantapájaros aleteando en muertos campos de otoño—. Estoy perfectamente.

—Se lo veía

(muerto)

algo decaído.

—Estaba pensando en los viejos tiempos —dice él—. Esta noche acabo de darme cuenta de que existen cosas tales como los viejos tiempos, en lo que a mí respecta.

Más campanillas.

—Disculpe, azafata… —llama alguien, nervioso.

—Bueno, si está seguro de que se siente bien…

—Pensaba en un dique que construí con unos amigos míos —dice Ben Hanscom—. Los primeros amigos que tuve, creo. Estaban construyendo el dique cuando… —Se interrumpe, sobresaltado, y ríe. Es una risa franca, casi despreocupada, como la de un niño; suena muy extraña en ese avión sacudido— … cuando les caí encima. Casi literalmente, es lo que hice. De cualquier modo, estaban haciendo un desastre con ese dique. Lo recuerdo.

—¡Azafata!

—Disculpe, señor. Debo seguir con mis rondas…

—Sí, por supuesto.

Ella se aleja deprisa, feliz de liberarse de esa mirada mortífera, casi hipnótica.

Ben Hanscom vuelve la cabeza hacia la ventanilla y mira hacia fuera. Se enciende un relámpago dentro de gruesas nubes de tormenta, catorce kilómetros a estribor. En el tartamudeo de luz, las nubes parecen grandes cerebros transparentes, llenos de malos pensamientos.

Se palpa el bolsillo del chaleco, pero los dólares de plata han desaparecido. De sus bolsillos a los de Ricky Lee. De pronto lamenta no haberse quedado con uno siquiera. Tal vez le habría sido útil. Siempre era posible, por supuesto, ir a un Banco cualquiera (al menos cuando uno no estaba dando tumbos a ocho mil metros de altitud) y conseguir un puñado de dólares de plata. Pero no se podía hacer nada con esos malos sándwiches de cobre que el gobierno trataba de hacer pasar en estos tiempos como monedas de verdad. Y tratándose de hombres lobo, vampiros y todas esas cosas que deambulan a la luz de las estrellas, lo que hace falta es plata, plata verdadera. Hace falta plata para detener a un monstruo. Hace falta…

Cerró los ojos. El aire, alrededor de él, estaba lleno de campanillas. El avión se mecía y daba tumbos y el aire estaba lleno de campanillas. ¿Campanillas?

No… Campanadas.

Eran campanas. Era LA campana, la reina de todas las campanas, la que se esperaba durante todo el año, una vez la escuela perdía su novedad, como siempre ocurría al terminar la primera semana. LA campana, la que indicaba otra vez la libertad, la apoteosis de todas las campanas escolares.

Ben Hanscom, sentado en su butaca de primera clase, suspendido entre los truenos a ocho mil metros de altura, vuelve la cara hacia la ventanilla y siente que la muralla del tiempo se vuelve súbitamente muy delgada. Se ha iniciado una especie de terrible y maravillosa peristalsis. Piensa: «Dios mío, estoy siendo digerido por mi propio pasado».

Los relámpagos juegan caprichosamente sobre su cara y, aunque él no lo sabe, el día acaba de cambiar. El 28 de mayo de 1985 se ha convertido en 29 de mayo sobre el terreno oscuro y tormentoso que es, esa noche, el oeste de Illinois. Los agricultores, con la espalda dolorida por la siembra, duermen como benditos allá abajo, soñando sus sueños de mercurio, ¿y quién sabe qué cosa se mueve en sus graneros, sus sótanos y sus sembrados, mientras se encienden los relámpagos y resuenan los truenos? Nadie sabe eso; sólo se sabe que hay potencia liberada en la noche, que el aire está loco por los grandes voltios de la tormenta.

Pero hay campanas a ocho mil metros de altitud, cuando el avión sale otra vez al cielo despejado y su movimiento se estabiliza. Son campanas. Es LA campana, mientras Ben Hanscom duerme. Y mientras duerme, la muralla entre pasado y presente desaparece por completo, cae dando tumbos hacia atrás, a través de los años, como quien cae en un pozo profundo: el Viajero del Tiempo de Wells, que cae con una palanca rota en la mano, abajo, abajo, hasta la tierra de los Morlocks, donde hay máquinas que bombean y bombean en los túneles de la noche. Es 1981, 1977, 1969. Y de pronto está aquí, aquí, en junio de 1958; brilla el sol en todas partes y, detrás de los párpados soñolientos, las pupilas de Ben Hanscom se contraen a la orden de su dormido cerebro que no ve la oscuridad tendida sobre Illinois, sino el brillante sol de un día de junio, en Derry, Maine, hace veintisiete años.

Campanas.

LA campana.

La escuela.

La escuela se.

¡La escuela se…

2

… acabó!

La campana retumbó en los pasillos de la escuela municipal de Derry, un gran edificio de ladrillo levantado en Jackson Street. A su tañido, los niños del quinto curso, donde estaba Ben Hanscom, lanzaron un espontáneo grito de alegría… y la señora Douglas, que solía ser la más estricta de las maestras, no hizo esfuerzo alguno por acallarlos. Tal vez sabía que habría sido imposible.

—¡Niños! —exclamó, al apagarse el grito—. Prestadme atención por un momento más.

Un balbuceo de cháchara excitada, mezclada con algunos gruñidos, se elevó en el aula. La señora Douglas tenía en la mano las calificaciones.

—¡Espero haber aprobado! —dijo Sally Mueller gorjeante, a Bev Marsh, que se sentaba en la fila vecina. Sally era inteligente, bonita, vivaz. Bev también era bonita, pero esa tarde no había ninguna vivacidad en ella, por más que fuera el último día. Se miraba, melancólica, los mocasines baratos. Tenía un cardenal amarillo desteñido en una de las mejillas.

—A mí me importa un cuerno aprobar o no —dijo.

Sally soltó un resoplido que decía: «Las señoritas no hablan así». Después se volvió hacia Greta Bowie. Ben pensó que, si Sally había cometido el error de dirigir la palabra a Beverly, era sólo por el entusiasmo de haber terminado otro curso escolar. Sally Mueller y Greta Bowie provenían de familias ricas que vivían en la parte oeste de Broadway; Bev, en cambio, iba a la escuela desde uno de esos edificios baratos que había en el último sector de Main Street. Había menos de dos kilómetros entre un barrio y otro, pero hasta los niños como Ben sabían que en realidad estaban tan distantes como la Tierra de Plutón. Bastaba con mirar el jersey barato de Beverly Marsh, su falda demasiado holgada, probablemente salida de alguna caja del Ejército de Salvación, y sus mocasines raspados, para saber la verdadera distancia entre ambos. Aun así, a Ben le gustaba más Beverly… mucho más. Sally y Greta llevaban ropas bonitas y, probablemente, se hacían la permanente o algo así cada mes; pero eso, en su opinión, no cambiaba los hechos básicos. Podían hacerse la permanente todos los días; no por eso dejarían de ser un par de mocosas malcriadas.

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