¿Una masacre perpetrada por los indios? Dudoso. No había huesos ni cadáveres. ¿Una inundación? Ese año no las hubo. ¿Una enfermedad? Nada se sabía de eso en las poblaciones circundantes.
Simplemente desaparecieron. Todos. Los trescientos cuarenta. Sin dejar rastro.
Hasta donde sé, el único caso remotamente parecido en la historia norteamericana es la desaparición de los colonos de la isla Roanoke, Virginia. Todos los escolares del país saben de ese episodio, pero ¿quién tiene noticias de la desaparición de Derry? Al parecer, ni siquiera los que viven aquí. Interrogué a varios alumnos de secundaria que están estudiando la historia de Maine y ninguno de ellos sabía nada del asunto. Entonces revisé el texto Maine antes y ahora. Hay más de cuarenta referencias a Derry en el índice, casi todas sobre los años del apogeo de la industria maderera, pero no hay ni una palabra sobre la desaparición de los colonos originales. Sin embargo, ese… ¿cómo llamarlo?, ese silencio, también responde al esquema.
Hay una especie de cortina de silencio que cubre mucho de lo ocurrido aquí. Sin embargo, la gente habla. Creo que nada puede impedir que la gente hable. Pero es preciso escuchar con mucha atención y ésa es una rara habilidad. Me precio de haberla desarrollado en los últimos cuatro años. Si no ha sido así, mi aptitud para este trabajo ha de ser pobre, en verdad, pues ha tenido una buena práctica. Un anciano me dijo que su esposa había oído voces que le hablaban desde el fregadero de la cocina tres semanas antes de que muriera su hija. Eso fue al comenzar el invierno de 1957-1958. La niña de la que hablaba fue una de las primeras víctimas en la serie de asesinatos que se inició con George Denbrough y que no acabó hasta el verano siguiente.
—Un lío de voces, todas parloteando juntas —me dijo. Era el dueño de una estación de servicio situada en Kansas Street y hablaba mientras hacía lentos viajes entre los surtidores llenando depósitos, verificando niveles de aceite, limpiando parabrisas—. Dijo que había contestado una vez, aunque estaba asustada. Se inclinó sobre el sumidero y gritó: «¿Quién diablos son ustedes? ¿Cómo se llaman?». Y todas esas voces respondieron, dijo, con gruñidos, balbuceos, aullidos, chillando, gritando y riendo, qué le parece. Y ella dijo que decían lo que el hombre poseído dijo a Jesús: «Nuestro nombre es Legión». Estuvo dos años sin querer acercarse a ese fregadero. Y durante esos dos años yo tuve que ir a casa a lavar los malditos platos después de romperme la espalda aquí doce horas al día.
Estaba bebiendo una lata de Pepsi sacada de la máquina que había ante la puerta de la oficina. Era un hombre de setenta y dos o setenta y tres años, vestía mameluco gris desteñido, ríos de arrugas le corrían desde las comisuras de los ojos y de la boca.
—Usted creerá que estoy más loco que una cabra —dijo—, pero le voy a contar algo más, si apaga esa maquinita.
Apagué la grabadora y le sonreí.
—Teniendo en cuenta las cosas que he oído en los dos últimos años, tendrá que ir muy lejos para convencerme de que está loco —le dije.
Él me devolvió la sonrisa, pero sin humor.
—Una noche estaba lavando los platos, como siempre. Fue en el otoño de 1958, cuando las cosas ya se habían calmado. Mi esposa estaba arriba, durmiendo. Betty fue la única hija que Dios quiso darnos y cuando la mataron mi esposa empezó a dormir mucho. La cosa es que saqué el tapón y el agua empezó a correr por el sumidero. ¿Sabe ese ruido que hace el agua muy jabonosa cuando se va por la tubería? Como si algo la chupara, ¿no? Estaba haciendo ese ruido, pero yo no le prestaba atención, pensaba en que tenía que ir a cortar un poco de leña en el cobertizo. Y justo cuando ese ruido empezaba a apagarse, oí que mi hija estaba allí abajo. Oí a Betty en esos malditos tubos. Se reía. Estaba en algún lugar, allá, en la oscuridad, riendo. Pero parecía que estaba gritando, más bien, si uno prestaba atención. O las dos cosas al mismo tiempo. Gritaba y reía allá, en las tuberías. Fue la única vez en mi vida que oí una cosa así. Quizá lo imaginé, pero… No creo.
Nos miramos. La luz que caía desde las ventanas sucias lo llenaba de años dándole el aspecto de un Matusalén. Recuerdo que en ese momento sentí frío, mucho frío.
—¿Usted cree que le estoy mintiendo? —me preguntó el viejo, ese viejo que, en 1957, habría tenido alrededor de cuarenta y cinco años, el viejo a quien Dios sólo había dado una hija, llamada Betty Ripsom. Betty había sido encontrada en Jackson Street, justo después de Navidad, en ese año. Estaba congelada, sus restos completamente desgarrados.
—No —dije—, no creo que esté mintiendo, señor Ripsom.
—Y usted también está diciendo la verdad —observó él con una especie de extrañeza—. Se lo veo en la cara.
Creo que iba a decirme algo más pero la campana sonó ásperamente detrás de nosotros. Un coche acababa de acercarse a los surtidores. Al sonar la campana los dos dimos un brinco y yo solté un gritito. Ripsom se puso de pie y renqueó hasta el coche limpiándose las manos con un poco de estopa. Cuando volvió, me miró como si yo fuera un desconocido bastante desagradable que acabara de llegar de la calle. Me despedí y abandoné el lugar.
Hay otro punto en el que Buddinger e Ives están de acuerdo: las cosas no están bien en Derry, realmente; nunca han estado bien.
Vi a Albert Carson por última vez apenas un mes antes de su muerte. Su garganta había empeorado mucho, sólo podía emitir un susurro sibilante.
—¿Todavía piensas escribir una historia de Derry, Hanlon?
—Todavía juego con la idea —dije, aunque no planeaba exactamente eso y creo que él lo sabía.
—Te llevaría veinte años —susurró— para que nadie la leyera. Nadie querría leerla. Déjalo así, Hanlon. —Hizo una pausa antes de agregar—: Buddinger se suicidó, ¿lo sabías?
Lo sabía, por supuesto, pero sólo porque la gente siempre habla y yo había aprendido a escuchar. El artículo del News hablaba de una caída accidental y era cierto que Branson Buddinger había sufrido una caída. Lo que el News no mencionaba es que se había caído de un banquillo puesto junto a su ropero, ni que tenía, en esos momentos, un nudo corredizo al cuello.
—¿Sabes lo del ciclo? —le pregunté.
—Oh, sí —susurró Carson—, lo sé. Cada veintiséis o veintisiete años. Buddinger también lo sabía. Lo saben muchos veteranos, aunque de eso no hablarán jamás, aunque los emborraches. Déjalo así, Hanlon.
Alargó una mano que parecía la garra de un pájaro. La cerró en torno a mi muñeca y sentí el cáncer caliente que le devoraba el cuerpo comiendo todo lo que aun podía comerse, aunque por entonces no quedaba mucho. El esqueleto de Albert Carson estaba casi pelado.
—Michael… no te conviene meterte en esto. En Derry hay cosas que muerden. Déjalo así. Déjalo así.
—No puedo.
—Entonces ve con cuidado. —De pronto los ojos enormes y asustados de una criatura me miraron desde la cara del viejo moribundo—. Ve con cuidado.
Derry.
Mi ciudad natal. Llamada así por el Condado del mismo nombre que existe en Irlanda.
Derry.
Aquí nací, en el Hospital de Derry. Asistí a la Escuela Primaria Municipal de Derry, más tarde fui a la Escuela Intermedia de la calle Novena, luego al instituto de Derry. Fui a la Universidad de Maine, «No está en Derry, pero sí a la vuelta de la esquina», como dicen los viejos. Y después volví directamente aquí. A la Biblioteca Pública de Derry. Soy un hombre de ciudad pequeña llevando la vida de una ciudad pequeña: uno entre millones.
Pero…
Pero:
En 1879, un equipo de leñadores halló los restos de otro equipo que había pasado el invierno aislado por la nieve en un campamento del Kenduskeag superior… en el extremo de lo que los niños siguen llamando Los Barrens. Eran nueve en total; los nueve, despedazados a hachazos. Habían rodado cabezas, por no hablar de brazos, uno o dos pies… y un pene, clavado en una pared de la cabaña.
Pero:
En 1851 John Markson mató a toda su familia con veneno; después, sentado en medio del círculo que había formado con sus cadáveres, se tragó un hongo venenoso de los peores. Su agonía debió de ser horrible. El policía que lo encontró anotó en su informe que, en un principio, tuvo la sensación de que el cadáver le estaba sonriendo; hizo un comentario sobre «la horrible sonrisa blanca de Markson». La sonrisa blanca era un gran bocado del hongo mortífero. Markson había seguido comiendo, aunque los calambres y los horribles espasmos musculares debían de estar destrozando su cuerpo moribundo.
Pero:
En el domingo de Pascua de 1906 los propietarios de la Fundición Kitchener, que se levantaba donde ahora se encuentra la flamante galería comercial, organizaron una cacería de huevos de pascua para «todos los niños buenos de Derry». La búsqueda se llevó a cabo en el enorme edificio de la fundición. Se cerraron las zonas peligrosas y todos los empleados se ofrecieron para montar guardia a fin de que ningún pequeño aventurero decidiera explorar más allá de las barreras. En el resto del edificio se escondieron quinientos huevos de chocolate envueltos con alegres cintas. Según Buddinger, había, por lo menos, un niño participante por cada huevo. Todos corrieron riendo y chillando por el silencio dominical de la fundición, buscando los huevos dentro de los cajones de escritorio, entre las grandes ruedas dentadas, en los moldes del tercer piso (en las fotografías antiguas, esos moldes parecen los de la cocina de algún gigante). Tres generaciones de Kitchener estaban presentes vigilando el alegre alboroto, listos para entregar los premios al terminar la búsqueda que concluiría a las cuatro en punto aunque no se hubiesen encontrado todos los huevos. En realidad, el final llegó cuarenta y cinco minutos antes, a las tres y cuarto. Fue entonces cuando explotó la fundición. Al ponerse el sol, se habían extraído sesenta y dos cadáveres de entre las ruinas. La cuenta final fue de ciento dos, de los cuales ochenta y ocho eran niños. El miércoles siguiente, mientras la ciudad aún guardaba un aturdido silencio ante la tragedia, una mujer encontró la cabeza de Robert Dohay, de nueve años, enredada entre las ramas de un manzano, en el fondo de su casa; tenía chocolate entre los dientes y sangre en el pelo. Fue el último de los muertos hallados. De ocho niños y un adulto no volvió a saberse nada. Ésta constituye la peor tragedia en la historia de Derry, peor aún que el incendio del Black Spot, en 1930, y jamás recibió explicación. Las cuatro calderas de la fundición estaban cerradas. No sólo puestas al mínimo, cerradas por completo.
Pero:
El porcentaje de asesinatos es, en Derry, seis veces mayor que el de otras ciudades de tamaño similar dentro de Nueva Inglaterra. Mis primeras conclusiones al respecto me resultaron tan difíciles de creer que entregué las cifras a un estudiante de secundaria, que suele pasar aquí, en la biblioteca, el poco tiempo que no pasa frente a su ordenador. Él llegó más allá (no es sólo un tragalibros, sino un exagerado): agregó otras doce ciudades pequeñas a lo que llamó stat-pool y me entregó un gráfico computarizado donde Derry sobresalía como un pulgar herido. «Parece que aquí la gente tiene mal carácter, señor Hanlon», fue su único comentario. No respondí. De lo contrario, debería haberle dicho que algo, en Derry, tiene mal carácter.
Aquí, en Derry, los niños desaparecen sin explicación y sin que se los vuelva a ver, de cuarenta a sesenta por año. La mayor parte son adolescentes. Se supone que huyen del hogar. Supongo que, en algunos casos, es así.
Y durante lo que Albert Carson llamaría, sin duda, el ciclo, la tasa de desapariciones asciende, rauda, hasta casi perderse de vista. En 1930, por ejemplo, año en que se incendió el Black Spot, hubo más de ciento sesenta desapariciones de niños en Derry; debemos recordar que éstas son sólo las que fueron denunciadas a la policía y, por lo tanto, están documentadas. «No tiene nada de sorprendente —me dijo el jefe de policía actual cuando le enseñé la estadística—. Fue por la Depresión. La mayoría se habrá cansado de tomar sopa de patatas o de pasar hambre en la casa. Seguramente se fueron siguiendo las vías, en busca de algo mejor».
Durante 1958, se denunció en Derry la desaparición de 127 niños cuyas edades variaban entre tres y diecinueve años. «¿Había depresión en 1958?», pregunté al jefe Rademacher. «No —dijo—, pero la gente se muda mucho, Hanlon. A los chicos, en particular, les pican los pies. Discuten con los padres por haber llegado tarde a casa y ¡bum!, se van».