It (Eso) – Stephen King

Sobre la vida de todos ellos pende una hoja de guillotina, afilada como una navaja, pero cuanto más lo pienso, más creo que ignoran la presencia de esa hoja. Soy yo quien tiene la mano sobre la palanca. Puedo hacerla funcionar con sólo abrir mi agenda telefónica y llamarlos, uno tras otro.

Tal vez no sea necesario. Me aferro a la debilitada esperanza de que pueda haber confundido los gritos conejunos de mi tímida mente con la voz más grave, más verdadera, de la Tortuga. Después de todo, ¿en qué me baso? Mellon, en julio. Una criatura hallada muerta en la calle Neibolt, en octubre último otra en Memorial Park, a principios de diciembre, justo antes de la primera nevada. Tal vez fue un vagabundo, como dicen los diarios. O un loco que, a partir de ese momento, huyó de Derry o se mató por remordimientos y asco de sí mismo, como dicen algunos libros que puede haber hecho el verdadero Jack el Destripador.

Tal vez.

Pero a la chica Albrecht se la encontró frente a esa maldita casa vieja, la de Neibolt Street… y la mataron el mismo día que a George Denbrough, veintisiete años antes. Después, el niño Johnson, descubierto en el Memorial Park, al que le faltaba una pierna desde la rodilla. El Memorial Park es, por supuesto, el hogar de la torre-depósito de Derry y el niño fue hallado casi a su pie. La torre-depósito está a un tiro de piedra de Los Barrens. Es, también, el sitio en que Stan Uris vio a esos niños.

A esos niños muertos.

Aun así, todo esto podría ser sólo humo y espejismos. Podría ser. O pura coincidencia. O tal vez algo intermedio entre las dos cosas, una especie de eco maléfico. ¿Podría ser? Percibo que podría ser. Aquí, en Derry, cualquier cosa puede ser.

Según pienso, lo que estaba aquí, antes, sigue estando aquí: lo que estuvo aquí en 1957 y 1958; lo que estuvo aquí en 1929 y 1930, cuando la Liga de la Decencia Blanca incendió el Black Spot; lo que estuvo aquí en 1904 y 1905 y a principios de 1906, al menos hasta que estalló la Fundición Kitchener; lo que estuvo aquí en 1876 y 1877; lo que ha aparecido cada veintisiete años, aproximadamente. A veces viene algo antes; a veces, algo después… pero siempre viene. A medida que uno retrocede en el tiempo, las notas falsas son más y más difíciles de hallar, porque los registros se tornan más escasos y más grandes los agujeros de polilla en medio de la historia narrativa de la zona. Pero sabiendo dónde buscar (y cuándo buscar), se avanza mucho hacia la solución del problema. Eso siempre vuelve, en verdad.

Eso.

Por lo tanto… sí: creo que tendré que hacer esas llamadas. Creo que debíamos ser nosotros. De algún modo, por algún motivo, nosotros hemos sido elegidos para detenerlo definitivamente. ¿La ciega fatalidad? ¿La ciega fortuna? ¿O es esa maldita Tortuga, otra vez? ¿Acaso da órdenes, además de hablar? No lo sé y dudo que tenga importancia. Por entonces, hace tantos años, Bill dijo: La Tortuga no puede ayudarnos, y si fue cierto entonces, debe ser cierto ahora.

Nos recuerdo de pie en el agua, cogidos de las manos, haciendo aquella promesa de regresar si eso volvía a empezar alguna vez. Casi como druidas en círculo, con las manos sangrando su propia promesa, palma contra palma. Un rito tan antiguo como la humanidad, tal vez, una desprevenida espita abierta en el árbol de todos los poderes: el que crece en la frontera entre la tierra de todo lo sabido y la de todo lo sospechado.

Porque las similitudes…

Pero aquí estoy haciendo el papel de Bill Denbrough. Tartamudeo una y otra vez sobre el mismo terreno, recito unos cuantos hechos y un montón de suposiciones desagradables y bastante etéreas, tornándome más obsesivo a cada párrafo. No sirve. Es inútil. Hasta peligroso. Pero cuesta tanto esperar los acontecimientos…

Se supone que estas notas son un esfuerzo por ir más allá de la obsesión, ampliando el foco de mi atención. Después de todo, el asunto no se reduce sólo a seis chicos y una chica, ninguno de ellos feliz, ninguno de ellos aceptado por sus padres, que cayeron en una pesadilla durante cierto verano caluroso, cuando Eisenhower ocupaba aún la presidencia. Es un intento de retirar un poco la cámara hacia atrás, por así decirlo, para ver toda la ciudad, un sitio en donde casi treinta y cinco mil personas trabajan, comen, duermen, copulan, hacen compras, conducen vehículos, caminan, van a la escuela, van a la cárcel y, a veces, desaparecen en la oscuridad.

Para saber qué es un lugar, creo necesario saber qué fue. Y si tuviera que determinar un día en el que todo esto volvió a empezar, para mí sería aquél, a principios de la primavera de 1980, en que fui a ver a Albert Carson, fallecido el verano pasado a los noventa y un años, tan lleno de honores como de años. Fue jefe de bibliotecarios, aquí mismo, entre 1914 y 1960, un período increíblemente largo (claro que él fue un hombre increíble). Consideré que, si alguien podía saber con qué historia de esta zona era mejor empezar, ése era Albert Carson. Le planteé mi pregunta mientras estábamos sentados en su porche y él me dio la respuesta con una voz que era un graznido. Ya estaba luchando contra el cáncer que, a su debido tiempo, lo mataría.

—Ninguna de ellas vale una mierda, como bien sabes.

—Entonces, ¿por dónde debo empezar?

—¿Empezar qué, maldita sea?

—A investigar la historia de la zona. De la ciudad de Derry.

—Oh… Bueno, comienza con la Fricke y la Michaud. Se supone que son las mejores.

—Y después de leerlas…

—¿Leerlas? ¡No, por Dios! ¡Arrójalas a la papelera! Ése es el primer paso. Después lee la de Buddinger. Branson Buddinger era un investigador asquerosamente descuidado que padecía de locura senil en su etapa terminal, si es cierto la mitad de lo que me dijeron cuando yo era un niño, pero en lo referido a Derry tenía el corazón en su sitio, Hanlon. Escribió todo mal, pero mal con sentimiento.

Me reí un poco. Carson estiró sus labios correosos en una gran sonrisa, expresión de buen humor que, en realidad, asustaba un poco. En ese momento parecía un buitre custodiando alegremente un animal recién muerto, esperando que llegara al punto justo de sabrosa descomposición antes de comenzar a cenar.

—Cuando termines con Buddinger, léete a Ives. Toma nota de todas las personas a quienes él entrevistó. Sandy Ives todavía está en la Universidad de Maine. Es erudito en tradiciones populares. Cuando termines con su libro, ve a visitarlo. Invítalo a cenar. Yo lo llevaría al Orinoka, porque allí la cena parece no terminar jamás. Exprímelo. Llena una libreta de nombres y direcciones. Habla con los veteranos que él entrevistó, con los que aún estén con vida. Todavía quedamos unos cuantos, ¡ah-ja-ja-ja! Y sonsácales algunos nombres más. Por entonces, si tienes la mitad de la inteligencia que crees, ya tendrás dónde afirmar los pies. Si rastreas a las personas adecuadas, descubrirás unas cuantas cosas que no figuran en la historia. Y tal vez te quiten el sueño.

—Derry…

—¿Qué pasa con Derry?

—No está bien, ¿verdad?

—¿Bien? —preguntó él, con aquel graznido susurrante—. ¿Qué es lo que está bien? ¿Qué significa esa palabra? ¿Estar bien es figurar en bonitas fotografías del Kenduskeag al atardecer, Kodachrome y no sé cuánto? En ese caso, Derry está bien, porque figura en montones de bonitas fotografías. ¿Estar bien es tener un maldito comité de viejas vírgenes resecas, dedicadas a salvar la Mansión del Gobernador o a poner una placa conmemorativa frente a la torre-depósito? Si eso es estar bien, Derry está de rechupete, porque tenemos gatas viejas a montones, metiendo las narices en todo ¿Estar bien es tener una estatua como ese esperpento plástico de Paul Bunyan frente al Centro Municipal? Oh, si tuviera una carretada de napalm y mi viejo encendedor, ¡cómo me ocuparía de esa cosa horrible! Pero si uno tiene un sentido estético lo bastante amplio como para aceptar las estatuas de plástico, Derry está bien. El asunto es ¿qué significa para ti «estar bien», Hanlon? ¿Eh? Más exactamente, ¿qué no significa?

Sólo pude menear la cabeza. Él lo sabía o no lo sabía. O me lo diría o no diría nada.

—¿Te refieres a las desagradables historias que puedas oír o a las que ya conoces? Siempre hay historias desagradables. La historia de una ciudad es como una vieja casa destartalada, llena de habitaciones, cubículos, rampas para la ropa sucia, desvanes y toda clase de escondrijos excéntricos… por no mencionar uno o dos pasadizos secretos, de vez en cuando. Si te dedicas a explorar la Mansión Derry, encontrarás todo tipo de cosas. Sí. Tal vez lo lamentes más adelante, pero las encontrarás y una vez que algo se encuentra, es imposible no haberlo encontrado, ¿verdad? Algunas habitaciones están cerradas, pero hay llaves… hay llaves.

Sus ojos me miraron centelleando con astucia de viejo.

—Puedes llegar a pensar que has tropezado con el peor entre los secretos de Derry… pero siempre hay uno más. Y otro. Y otro.

—¿Usted…?

—Voy a tener que pedirte que me disculpes, por ahora. Hoy me duele mucho la garganta. Es hora de tomar mis medicamentos y hacer la siesta.

En otras palabras: «Aquí tienes cuchillo y tenedor, amigo mío; ve a ver qué puedes cortar con ellos».

Comencé con la historia de Fricke y la de Michaud. Siguiendo el consejo de Carson, las arrojé a la papelera, pero antes las leí. Eran tan malas como él había insinuado. Leí la historia de Buddinger, copié las notas al pie de página y les seguí el rastro. Eso fue más satisfactorio, pero las notas al pie de página tienen una peculiaridad, como cualquiera sabe: son como senderos que zigzaguean por un país silvestre y anárquico. Se bifurcan, vuelven a bifurcarse; en cualquier punto uno puede tomar el giro indebido que lo llevará a un callejón sin salida sofocado por la maleza o a un pantano de arenas movedizas. «Cuando encuentren una nota al pie de página —dijo una vez un profesor de bibliotecnología a una clase de la cual yo formaba parte—, písenle la cabeza y mátenla antes de que pueda reproducirse».

Se reproducen, sí, y a veces la cría es buena, pero creo que generalmente no lo es. Las de la tiesa obra de Buddinger, Historia de la vieja Derry (Orono, Imprenta de la Universidad de Maine, 1950), vagabundean por cien años de libros olvidados y polvorientas disertaciones magistrales sobre historia y folclore, a través de artículos publicados en revistas difuntas y entre aturdidoras pilas de registros municipales.

Mis conversaciones con Sandy Ives fueron más interesantes. Sus fuentes de información se cruzaban con las de Buddinger de tanto en tanto, pero sólo se trataba de cruces. Ives había pasado buena parte de su vida registrando relatos verbales inverosímiles casi textualmente, práctica que, para Branson Buddinger, habrá sido equivalente a escoger el camino despreciable.

Ives había escrito una serie de artículos sobre Derry entre 1963 y 1966. Casi todos los veteranos con quienes él había hablado entonces habían muerto cuando yo comencé mi propia investigación pero tenían hijos, sobrinos, primos. Y una de las verdades del mundo es esta, por supuesto: por cada veterano que muere hay siempre un veterano que surge. Y un buen relato nunca muere, siempre pasa a la siguiente generación. Me senté en muchos porches y galerías traseras, bebí montones de té, latas de cerveza, cerveza casera, refrescos, agua de grifo y agua mineral. Escuché muchísimo, mientras giraban las ruedas de mi grabador.

Tanto Buddinger como Ives estaban completamente de acuerdo en un punto: el grupo original de colonos blancos contaba con unas trescientas personas. Eran ingleses. Tenían una carta constitutiva y se los conocía formalmente como Compañía Derrie. La tierra que se les otorgó cubría lo que es actualmente Derry, la mayor parte de Newport y pequeñas tajadas de las poblaciones circundantes. Y en el año de 1741 todos los que estaban en el municipio de Derry, simplemente, desaparecieron. En junio de ese año estaban allí, formando una comunidad que, por ese entonces, era de unas trescientas cuarenta almas, pero al llegar octubre ya no estaban. La pequeña aldea, de casas de madera, quedó completamente desierta. Una de esas casas, levantada aproximadamente en lo que ahora es la intersección de las calles Witcham y Jackson, se había quemado por completo. La historia de Michaud establece firmemente que todos los aldeanos fueron masacrados por los indios, pero no hay base alguna, descontando la única casa quemada, que apoye esa hipótesis. Es más probable que alguna cocina se haya calentado demasiado, prendiendo fuego a la casa.

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