It (Eso) – Stephen King

He aquí a un pobre muchachito del Estado de Maine que va a la universidad gracias a una beca. Durante toda su vida ha querido ser escritor, pero cuando se inscribe en los cursos literarios se encuentra perdido, sin brújula, en una tierra extraña y atemorizante. Hay un tipo que quiere ser Updike. Otro desea ser Faulkner en versión de Nueva Inglaterra, sólo que quiere escribir novelas sobre la triste vida de los pobres en versos libres. Hay una muchacha que admira a Joyce Carol Oates, pero piensa que, por haber sido nutrida en una sociedad sexista, Oates es radiactiva en un sentido literario. Oates no puede ser limpia, dice esta muchacha. Ella será más limpia. También está el graduado gordo y bajito, que no puede hablar sino en murmullos. Ese tío ha escrito una obra en la que participan doce personajes. Cada uno de ellos dice una única palabra. Poco a poco, los espectadores se dan cuenta de que, al reunir esas palabras sueltas, se obtiene la frase: «La guerra es la herramienta de los sexistas mercaderes de muerte». La obra de este tío es calificada con un sobresaliente por el hombre que dicta el Seminario de Literatura Creativa. Ese instructor ha publicado cuatro libros de poesía y sus tesis de licenciatura, todo en la imprenta de la universidad. Fuma marihuana y usa un medallón con el símbolo de la paz. La obra del gordo murmurador es representada por un grupo teatral guerrillero durante la huelga contra la guerra que clausura el recinto universitario en mayo de 1970. El instructor representa a uno de los personajes.

Mientras tanto, Bill Denbrough ha escrito un relato de misterio del tipo «cuarto cerrado», tres de ciencia-ficción y varios de terror, que están en deuda con Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft y Richard Matheson. En años posteriores dirá que esos relatos se parecían a una carroza fúnebre en 1850, equipada con un motor de carreras y pintada de rojo chillón.

Uno de los relatos de ciencia-ficción vuelve con una mención honorífica.

«Éste es mejor —escribe el instructor, en la carátula—. En el rompehuelgas alienígena vemos el círculo vicioso en el que la violencia engendra violencia. Me gustó, especialmente, la nave espacial con “morro de aguja”, como símbolo de la incursión sociosexual. Aunque esto se mantiene en una sugerencia algo confusa, resulta interesante».

Los otros no consiguen nada mejor que un aceptable.

Por fin, un día, se levanta en medio de la clase, después de que se ha analizado la viñeta de una joven cetrina, donde se habla de una vaca examinando un motor abandonado en un campo desierto (eso puede ser o no después de una guerra nuclear) durante setenta minutos, poco más o menos. La joven cetrina, que fuma un cigarrillo tras otro y se pellizca ocasionalmente los granos de las sienes, insiste en que la viñeta es una declaración sociopolítica, a la manera de Orwell en sus primeros tiempos. La mayor parte de la clase está de acuerdo, incluido el instructor, pero la discusión sigue y sigue.

Cuando Bill se pone de pie, toda la clase lo mira. Es alto y tiene cierta presencia.

Hablando con cuidado, sin tartamudear (hace más de cinco años que no tartamudea), dice:

—No comprendo esto en absoluto. No comprendo nada de todo esto. ¿Es forzoso que un relato deba ser socioalgo? Política…, cultura…, historia…, ¿no son ingredientes naturales de cualquier relato, si está bien contado? Es decir… —Mira en derredor, ve ojos hostiles y comprende, oscuramente, que lo consideran una especie de ataque. Tal vez lo sea. Están pensando que quizá tengan a un sexista mercader de la muerte entre ellos—. Es decir… ¿ustedes no pueden permitir que un relato sea, simplemente, un relato?

Nadie responde. El silencio sale como el hilo de una rueca. Bill sigue allí, de pie, pasando la vista de un par de ojos indiferentes al que sigue. La muchacha cetrina lanza bocanadas de humo y apaga los cigarrillos en un cenicero que ha traído en su mochila.

Por fin, el instructor dice suavemente, como si hablara con un niño en medio de un berrinche inexplicable:

—¿Te parece que William Faulkner no hacía otra cosa que contar relatos? ¿Te parece que a Shakespeare sólo le interesaba hacer dinero? Vamos, Bill, dinos qué opinas.

Después de una larga pausa en la que estudia honradamente la pregunta, Bill contesta:

—Opino que eso está bastante cerca de la verdad.

—Creo —dice el instructor, jugando con su bolígrafo y sonriendo a Bill con los ojos entrecerrados— que aún tienes muchísimo que aprender.

El aplauso se inicia en algún punto de la parte trasera del salón.

Bill se va… pero vuelve a la semana siguiente, decidido a no cejar. Mientras tanto, ha escrito un relato titulado Lo oscuro, sobre un niño que descubre un monstruo en el sótano de su casa. El niño se enfrenta al monstruo, lucha con él y acaba por matarlo. Bill siente una especie de exaltación sagrada mientras lo escribe; hasta le parece que no está escribiendo, sino que permite que el relato fluye a través de él. En cierto instante deja el bolígrafo y saca su mano, acalorada y dolorida, al frío del invierno, donde sus dedos casi echan humo por el cambio de temperatura. Se pasea por un rato, con sus botas verdes cortadas, que chirrían en la nieve como diminutas bisagras sin aceitar. El relato parece abultarle la cabeza. Le da un poco de miedo el modo en que necesita salir. Siente que, si no consigue salir a través de su mano apresurada, le hará estallar los ojos en su urgencia por escapar y convertirse en algo concreto. «Ahora sí que lo hago polvo», confiesa a la ventosa oscuridad invernal y ríe un poco…, una risa estremecida. Se da cuenta de que, por fin, ha descubierto cómo hacerlo. Después de intentarlo durante diez años, de pronto ha hallado el botón de arranque en esa gran excavadora muerta que tanto espacio ocupa dentro de su cabeza. Y se ha puesto en marcha. No estaba hecha para llevar a los bailes a las chicas bonitas. No es un símbolo de estatus. Es algo serio. Puede acabar con todo. Y si él no se anda con cuidado, acabará también con él.

Corre dentro y termina Lo oscuro como si estuviera al rojo. Después de escribir hasta las cuatro de la madrugada, por fin se queda dormido sobre la carpeta. Si alguien le hubiera sugerido que, en realidad, estaba escribiendo sobre George, su hermano, se habría sorprendido. Hace años que no piensa en George… Al menos, eso cree, honestamente.

El relato vuelve con un insuficiente garabateado en la página del título. Abajo, el tutor ha garabateado dos palabras en letras mayúsculas. BASURA, chilla una. MIERDA, aúlla la otra.

Bill lleva el manuscrito de quince páginas a la estufa de leña y abre la portezuela. Está a punto de arrojarlo al interior cuando capta, de pronto, lo absurdo de lo que está haciendo. Se sienta en su mecedora, contempla un póster de Grateful Dead y se echa a reír. ¿Mierda? ¡Bueno, que sea mierda! ¡El mundo está lleno de ella!

—¡Que el mundo se venga abajo! —exclama Bill y ríe hasta que le brotan lágrimas de los ojos y le ruedan por la cara.

Vuelve a mecanografiar la página del título para reemplazar la que exhibe la opinión del instructor y envía el cuento a una revista para hombres, llamada White Tie (aunque, por lo que Bill puede apreciar, debería llamarse Mujeres Desnudas con Cara de Drogadictas). Su manoseado catálogo de editores dice que aceptan cuentos de terror. Los dos números que ha comprado contenían, por cierto, cuatro relatos de ese tipo entre las mujeres desnudas y la publicidad de películas pornográficas y productos para la potencia sexual. Uno de ellos, escrito por alguien llamado Dennis Etchison, es bastante bueno.

Envía Lo oscuro sin grandes esperanzas (ha ofrecido varios cuentos a diversas revistas sin conseguir otra cosa que notas de rechazo), pero queda asombrado y en la gloria cuando el editor de White Tie lo compra por doscientos dólares, pagaderos en el momento de su publicación. El hombre agrega una breve nota diciendo que es el mejor cuento de terror desde que Ray Bradbury publicó El frasco. «Es una lástima que sólo vayan a leerlo unas setenta personas de costa a costa», agrega, pero a Bill Denbrough no le importa. ¡Doscientos dólares!

Se presenta a su tutor con una nota de renuncia al Seminario de Literatura Creativa. Su tutor la firma. Bill Denbrough pega la nota a la elogiosa carta del editor y clava ambas cosas en el tablón de anuncios, junto a la puerta de su instructor. En la esquina del tablero hay una historieta antibélica. Y de pronto, como moviéndose por cuenta propia, sus dedos sacan el bolígrafo del bolsillo y cruzan la tira cómica: Si la ficción y la política llegan, alguna vez, a ser intercambiables, voy a suicidarme, porque ya no sabré qué hacer. La política cambia siempre, ¿se dan cuenta? Los cuentos, jamás. —Hace una pausa, a continuación, sintiéndose un poco bajo, pero sin poder evitarlo, agrega—: Creo que ustedes tienen mucho que aprender.

Tres días después le vuelve, por correspondencia su nota de renuncia. El instructor la ha firmado. En el espacio designado para calificación en el momento de dejar el curso, no ha puesto el «incompleto» o el «regular» que habría correspondido por las notas obtenidas. Hay, en cambio, un furioso «insuficiente» plantado sobre la línea. Abajo, el instructor ha escrito: «¿Usted cree que el dinero demuestra algo, Denbrough?».

—Bueno, en realidad, sí —dice Bill Denbrough a su apartamento vacío.

Y una vez más comienza a reír como enloquecido.

En su último año de universidad se atreve a escribir una novela porque no tiene idea de lo que está emprendiendo. Escapa de la experiencia rasguñado y con miedo… pero vivo y con un manuscrito de casi quinientas páginas. Lo envía a The Viking Press, sabiendo que será la primera de muchas paradas para su libro, que trata de fantasmas… pero le gusta el logotipo de Viking y la editorial es, por lo tanto, un buen sitio para comenzar. En realidad, la primera parada es también la última. Viking compra el libro… y así comienza el cuento de hadas para Bill Denbrough. El antiguo Bill el Tartaja alcanza el éxito a la edad de veintitrés años. Tres años más tarde, a cuatro mil quinientos kilómetros de Nueva Inglaterra, logra una extraña especie de celebridad al casarse con una estrella de cine, cinco años mayor que él, en la iglesia de Hollywood.

Los periodistas dedicados al cotilleo del espectáculo le auguran siete meses de duración. Según dicen, la única duda es si acabará en divorcio o en anulación. Los amigos (y enemigos) de ambas partes tienen, más o menos, la misma sensación. Dejando a un lado la diferencia de edad, las disparidades son asombrosas. Él es alto, se está quedando calvo y se inclina un poco hacia la gordura; habla lentamente cuando está acompañado y, a veces, parece casi inarticulado. Audra, por el contrario, es una estatuaria belleza de pelo castaño rojizo. Se parece menos a una mujer terrestre que a una criatura de cierta raza superior y divina.

Se ha contratado a Bill para que escriba el guión de su segunda novela, Los rápidos negros, sobre todo porque el derecho a hacer al menos el primer borrador es una condición de venta inmutable, aunque su agente gimiera, considerándolo una locura. El borrador ha resultado bastante bueno, por cierto, y ha sido invitado a Universal City para reelaboraciones y reuniones de producción.

Su agente es una mujer menuda, llamada Susan Browne. Mide, exactamente, un metro y medio de estatura. Es violentamente enérgica y aún más violentamente enfática.

—No lo hagas, Billy —le aconseja—. Despídete del asunto. Tienen mucho dinero invertido en eso y pueden conseguir que alguno de los buenos escriba el guión. Hasta Goldman, tal vez.

—¿Quién?

—William Goldman, el único buen escritor que se dedicó a eso y consiguió las dos cosas.

—¿De qué estás hablando, Suze?

—Se quedó allí y sigue bien —dijo ella—. Las posibilidades de lograr eso son como las de curarse de un cáncer de pulmón: se puede, pero ¿quién hace el intento? Te quemarás en sexo y alcohol. O en alguna de esas nuevas drogas. —Los ojos pardos de Susan, enloquecedoramente fascinantes, chisporrotean con vehemencia en su dirección—. Y si encargan el trabajo a cualquier inepto y no a alguien como Goldman, ¿qué importa? El libro está seguro. No le pueden cambiar una palabra.

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