It (Eso) – Stephen King

Pero sobre todas las cosas, martilleando sin cesar en el fondo de su mente, oía la voz seca y tranquila de Mike Hanlon: Ha vuelto, Beverly… ha vuelto…, y prometiste…

El tocador se levantó y volvió a caer. Dos. Una tercera. Parecía estar respirando.

Moviéndose con cuidadosa agilidad, con la boca vuelta hacia abajo en las comisuras, torcida como en el preludio de alguna convulsión, caminó alrededor de la mesa caída, pisando de puntillas entre los fragmentos de vidrio y sujetó el cinturón en el momento justo en que Tom arrojaba el tocador a un lado. Entonces retrocedió, deslizando la mano en el lazo. Sacudió el pelo para quitárselo de los ojos y se quedó observando lo que él iba a hacer.

Tom se levantó. Un fragmento del espejo le había provocado un corte en la mejilla. Un tajo en diagonal trazaba una línea, fina como un hilo, a través de su ceja. La miró bizqueando, mientras se levantaba lentamente, y ella vio que tenía gotas de sangre en los calzoncillos.

—Dame ese cinturón —ordenó.

Ella, en cambio, se lo envolvió dos veces en la mano y lo miró desafiante.

—Deja eso, Bev. Ahora mismo.

—Si te acercas, te mataré a latigazos. —Las palabras surgían de su boca, pero le parecía imposible estar pronunciándolas. Y de cualquier modo, ¿quién era ese cavernícola de calzoncillos ensangrentados? ¿Su esposo, su padre? ¿El amante de sus tiempos de universidad, el que le había roto la nariz una noche, al parecer por capricho? Oh, Dios, ayúdame —pensó—. Ahora ayúdame. Y su boca seguía hablando—. Sabes que puedo. Eres gordo y lento, Tom. Me voy, y creo que no voy a volver. Creo que esto ha terminado.

—¿Quién es ese tal Denbrough?

—Olvídalo. Fui…

Se dio cuenta, casi demasiado tarde, de que la pregunta había sido una treta para distraerla. Tom cargó antes de que la última palabra hubiera surgido de su propia boca. Beverly agitó el cinturón en un arco, el ruido que produjo al chocar contra la boca de Tom fue el ruido de un corcho empecinado al salir de la botella.

Tom chilló, apretándose las manos contra la boca, con los ojos enormes, doloridos, espantados. Por entre los dedos comenzó a correr la sangre filtrándose por el dorso de las manos.

—¡Me has roto la boca, puta! —aulló, sofocado—. ¡Ah, Dios, me has roto la boca!

Volvió a atacarla, estirando las manos, con la boca convertida en un manchón rojo. Sus labios parecían partidos en dos lugares. Uno de sus incisivos había perdido la corona. Ante la mirada de Beverly, él la escupió a un lado. Una parte de ella retrocedía, apartándose de esa escena, asqueada y gimiendo, con el deseo de cerrar los ojos. Pero esa otra Beverly sentía la exaltación de un condenado a muerte liberado por un terremoto. A esa Beverly le gustaba mucho todo aquello. ¡Ojalá te la hubieras tragado!, pensaba ella. ¡Ojalá te hubieras ahogado con ella!

Fue esa última Beverly la que descargó el cinturón por última vez, el mismo cinturón con que él la había golpeado en las nalgas, las piernas, los pechos. El cinturón que él había usado incontables veces en los últimos cuatro años. La cantidad de golpes recibidos dependía de lo mal que una se portara. ¿Tom llega a casa y la cena está fría? Dos con el cinturón. ¿Bev se queda trabajando hasta tarde en el estudio y se olvida de llamar a casa? Tres con el cinturón. Vaya, vean esto: Beverly se buscó otra multa por aparcamiento. Uno con el cinturón… en los pechos. Él era bueno. Rara vez magullaba. Y ni siquiera hacía doler tanto. Descontando la humillación. Eso sí lastimaba. Y lo que más lastimaba era saber que una parte de ella quería ese dolor. Quería esa humillación.

Esta última vez va por todas, pensó. Y bajó el brazo.

Lo bajó desde el costado y el cinturón cruzó los testículos de Tom con un ruido enérgico, pero denso, como el que hace una mujer al apalear una alfombra. Bastó con eso. Tom Rogan perdió las ganas de pelear.

Lanzó un chillido agudo, sin fuerza, y cayó de rodillas como para rezar. Tenía las manos entre las piernas y la cabeza echada hacia atrás. En el cuello le sobresalían los tendones. Su boca era una mueca trágica de dolor. Su rodilla izquierda descendió directamente sobre un trozo ganchudo de vidrio, parte del frasco de perfume. Rodó silenciosamente de costado, como una ballena, apartando una mano de las pelotas para sujetarse la rodilla sangrante.

La sangre, pensó ella. Por Dios, está sangrando por todas partes.

Sobrevivirá, replicó fríamente esa nueva Beverly, la que parecía haber surgido con la llamada telefónica de Mike Hanlon. Los tipos como él siempre sobreviven. Pero sal volando de aquí antes de que él decida seguir con el baile. O antes de que resuelva ir al sótano a buscar su Winchester.

Retrocedió sintiendo una punzada de dolor en el pie. Había pisado un trozo de espejo. Se agachó para coger la maleta, sin quitar los ojos de Tom. Retrocedió hasta la puerta y salió al pasillo. Tenía la maleta delante de ella, con las dos manos y le golpeaba las piernas al caminar. Su pie herido iba dejando huellas sangrientas. Cuando llegó a la escalera, giró en redondo y bajó deprisa sin permitirse pensar. Sospechaba que, de cualquier modo, ya no le quedaban pensamientos coherentes, al menos por el momento.

Sintió un leve roce contra la pierna y gritó.

Al bajar la vista vio que era el extremo del cinturón, aún envuelto en su mano. Bajo aquella luz opaca se parecía más que nunca a una serpiente muerta. Lo arrojó por encima de la barandilla con una mueca de asco y lo vio aterrizar en la alfombra del vestíbulo, hecho una S.

Al pie de la escalera, cruzó los brazos para coger el ruedo de su camisón de encaje blanco y se lo quitó por la cabeza. Estaba manchado de sangre y no quería tenerlo puesto un segundo más. Lo dejó caer a un lado, flotó hacia el gomero puesto junto a la puerta del salón, como un paracaídas de encaje. Desnuda, se agachó hacia la maleta. Sus pezones estaban fríos y duros como balas.

—¡BEVERLY, SUBE INMEDIATAMENTE!

Lanzó una exclamación y dio un respingo, pero volvió a inclinarse hacia la maleta. Si él estaba lo bastante fuerte como para gritar así, ella tenía menos tiempo del que había pensado. Abrió la maleta y sacó una blusa, bragas y un viejo par de vaqueros. Se los puso precipitadamente, de pie junto a la puerta, sin apartar la vista de la escalera. Pero Tom no apareció allá arriba. Aulló su nombre dos veces más. En cada ocasión el sonido la hizo retroceder, con los ojos acosados y los labios descubriendo los dientes en una mueca inconsciente.

Se abotonó la blusa a toda velocidad. Le faltaban los dos botones de arriba (resultaba irónico que cosiera tan poco para ella misma); probablemente parecería una prostituta buscando al último cliente de la noche. Pero no había remedio.

—¡TE VOY A MATAR, MALA PUTA! ¡MALDITA ZORRA!

Cerró de un golpe la maleta y le echó el cerrojo. El brazo de una camisa quedó fuera, como una lengua. Echó un vistazo en derredor, apresuradamente, intuyendo que jamás volvería a ver esa casa.

Sólo descubrió alivio ante la idea. Así pues, abrió la puerta y salió.

Estaba a tres manzanas de distancia, caminando sin tener muy en claro adónde iba, cuando se dio cuenta de que todavía estaba descalza. El pie que se había cortado, el izquierdo, le palpitaba sordamente. Tenía que ponerse algún calzado y eran casi las dos de la madrugada. Su billetera y sus tarjetas de crédito estaban en la casa. Metió la mano en los bolsillos del vaquero y sólo sacó un poco de pelusa. No tenía un centavo. Miró en derredor: un vecindario residencial, casas bonitas, prados pulcros, canteros y ventanas oscuras.

Y de pronto se echó a reír.

Beverly Rogan, sentada en un muro de piedra, con la maleta entre los pies sucios, reía. Habían salido las estrellas. ¡Y cómo brillaban! Inclinó la cabeza hacia atrás y se rió de ellas. Ese descabellado entusiasmo corría por ella otra vez; como una ola que la levantara, llevándola, purificándola, una fuerza tan poderosa que cualquier pensamiento consciente se perdía en ella; sólo el pensamiento de la sangre y su voz única, poderosa, le hablaban con algún inarticulado sistema del deseo, aunque no sabía ni le importaba saber qué deseaba. Deseo, pensó. Y dentro de ella, aquella marea de entusiasmo pareció cobrar velocidad precipitándose hacia alguna rompiente inevitable.

Se rió de las estrellas, asustada, pero libre; el terror era agudo como el dolor y dulce como una manzana madura. Cuando se encendió una luz, en un dormitorio del piso superior de la casa a la que pertenecía ese muro de piedra, levantó la maleta y huyó hacia la noche, siempre riendo.

6

Bill Denbrough se coge la excedencia

—¿Que te vas? —repitió Audra.

Lo miró, desconcertada, con un poco de miedo, después levantó los pies descalzos y los escondió bajo el cuerpo. El suelo estaba frío. Pensándolo bien, toda la cabaña estaba fría. El sur de Inglaterra había estado pasando por una primavera excepcionalmente húmeda. Más de una vez, en sus habituales paseos por la mañana y por la tarde, Bill Denbrough se sorprendía pensando en Maine… pensando, de un modo sorprendido y vago, en Derry.

Se suponía que la cabaña tenía calefacción central, así lo decía el anuncio, y había, por cierto, una caldera en el diminuto sótano, escondida en lo que, en otros tiempos, había sido una carbonera. Pero él y Audra habían descubierto, apenas iniciada la filmación, que los británicos no tenían de la calefacción central la misma idea que los norteamericanos. Al parecer, para los británicos había calefacción central siempre que uno no orinara un carámbano de hielo al levantarse. En ese momento era de mañana, apenas las ocho menos cuarto. Bill había colgado el teléfono cinco minutos antes.

—No puedes irte así, Bill. Los sabes muy bien.

—Es preciso —dijo él. Al otro lado de la habitación había un bar. Se acercó para tomar una botella de Glenfiddich del último estante y se sirvió una copa. Parte de la bebida cayó fuera del vaso—. Mierda —murmuró.

—¿De quién era la llamada? ¿Qué es lo que te asusta, Bill?

—No estoy asustado.

—¿Ah, no? ¿Siempre te tiemblan así las manos? ¿Siempre tomas una copa antes de desayunar?

Bill volvió a su silla con la bata revoloteándole contra los tobillos y se sentó. Trató de sonreír, pero fue un esfuerzo triste al que renunció enseguida.

En el televisor, el locutor de la «BBC» desenvolvía su paquete de malas noticias matinales antes de pasar al resultado de los últimos partidos de fútbol. Al llegar a la pequeña aldea suburbana de Fleet, un mes antes de iniciarse la filmación, ambos se habían maravillado de la calidad técnica de la televisión británica; con un buen aparato, uno tenía la sensación de que podía meterse en la escena. Tiene más líneas o algo así, dijo Bill. No sé por qué, pero es una maravilla, había replicado Audra. Eso fue antes de descubrir que gran parte de los programas eran norteamericanos, como el de Dallas o interminables espectáculos deportivos que iban de lo arcano y aburrido (campeonatos de dardos, en los que todos los participantes parecían luchadores hipertensos) a lo simplemente aburrido (el fútbol británico era malo; el críquet, aún peor).

—Últimamente he estado pensando mucho en casa —dijo Bill y tomó un sorbo de su bebida.

—¿En casa? —se extrañó ella, tan honradamente que él rió.

—¡Pobre Audra! Casi once años de matrimonio con un tío y no sabes nada de él. ¿Qué sabes de eso? —Volvió a reír y consumió el resto de la bebida. Su risa gustó tan poco a la mujer como lo de verlo con un vaso de whisky en la mano a esa hora de la mañana. Esa carcajada sonaba como si quisiera ser, en realidad, un aullido de dolor—. Me gustaría saber si alguno de los otros tiene una esposa o un marido que estén descubriendo, en este momento, lo poco que saben. Supongo que sí, forzosamente.

—Sé que te amo, Billy —dijo ella—. Durante once años eso ha sido bastante.

—Lo sé. —Le sonrió. Fue una sonrisa dulce, cansada y asustada.

—Por favor. Cuéntame qué ocurre.

Lo miraba con sus adorables ojos grises, sentada en esa casa alquilada, con los pies escondidos bajo el ruedo de su camisón, la mujer con la que se había casado por amor, la que aún amaba. Trató de ver a través de sus ojos para averiguar qué sabía ella. Trató de verlo como si fuera un cuento. Podía, pero era un cuento que jamás se vendería.

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