It (Eso) – Stephen King

—¡Aaaaay! ¡Tom!

Él la miró con los ojos entornados, una sonrisa indiferente, completamente vivo, dispuesto a ver qué pasaría, cómo reaccionaría ella. La polla se le estaba endureciendo en los pantalones, pero apenas se dio cuenta. Eso quedaba para después. Pero ahora, estaban en clase. Repasó lo que acababa de ocurrir. La cara de Bev. ¿Qué había sido esa tercera expresión, desaparecida al cabo de un instante? Primero, la sorpresa. Después, el dolor. Por último, la (nostalgia)

apariencia de un recuerdo… de algún recuerdo. Había estado allí sólo por un momento. Probablemente ella ni siquiera había notado su presencia en su cara y en su mente.

A ver ahora. Estaría en lo primero que ella no dijera. Tom lo sabía como su propio nombre.

No fue: ¡Hijo de puta!

No fue: Adiós, Mr. Macho.

No fue: Hemos terminado, Tom.

Ella se limitó a mirarlo con aquellos ojos de avellana, heridos, desbordantes, y dijo:

—¿Por qué has hecho eso? —Después trató de decir algo más, pero rompió a llorar.

—Tira eso.

—¿Qué? ¿Qué, Tom?

El maquillaje le corría por la cara en rastros lodosos. A él no le molestó. Casi le gustaba verla así. Era una piltrafa, pero también tenía algo de sensual. Algo de arrastrada. Medio lo excitaba.

—El cigarrillo. Tíralo.

El amanecer de la conciencia. Y con ella, la culpa.

—¡Me olvidé! —exclamó ella—. ¡Eso es todo!

—Tíralo, Bev, o te liarás otra.

Beverly bajó el cristal y arrojó el cigarrillo. Luego se volvió hacia él, pálida, asustada, pero también serena.

—No puedes…, no deberías pegarme. Es una mala base para una… una… relación duradera.

Estaba tratando de hallar un tono, un ritmo adulto para hablar, pero fracasaba. Él le había provocado una regresión. Estaba en ese coche con una criatura. Voluptuosa y sensual como un demonio, pero una criatura.

—No poder y no deber son dos cosas distintas, chiquita —dijo Tom, manteniendo la voz serena, aunque por dentro se estremecía—. Y seré yo quien decida qué constituye una relación duradera y qué no. Si lo aguantas, bien; si no, puedes largarte. No voy a detenerte. Podría darte una patada en el culo como regalo de despedida, pero no te detendría. ¿Qué más quieres que te diga?

—Tal vez ya hayas dicho bastante —susurró ella.

Y él volvió a pegarle, más fuerte que la primera vez, porque ninguna mujer podía atreverse con Tom Rogan. Hubiera golpeado a la reina de Inglaterra, si se hubiese atrevido con él.

La mejilla de Beverly chocó contra el tablero acolchado. Su mano buscó el picaporte de la portezuela, pero cayó. Se agazapó en el rincón, como un conejo, con una mano sobre la boca, los ojos grandes, húmedos, asustados. Tom la miró por un momento; después se bajó y rodeó el coche por atrás. Le abrió la portezuela. Su aliento era humo en el negro y ventoso aire de noviembre; el olor del lago llegaba con toda claridad.

—¿Quieres salir, Bev? Te vi buscar el picaporte, así que has de querer salir. Bueno, está bien. Te pedí que hicieras algo y dijiste que lo harías. Después no lo hiciste. ¿Quieres salir? Anda, baja. Qué joder, baja. ¿Quieres bajar de una puta vez?

—No —susurró ella.

—¿Cómo? No te oigo.

—No, no quiero bajar —dijo Beverly en voz algo más alta.

—¿Qué pasa? ¿Esos cigarrillos te provocan afonía? Si no puedes hablar, te conseguiré un megáfono, qué joder. Es tu última oportunidad, Beverly. Habla para que te oiga: ¿quieres bajar de este coche o quieres volver conmigo?

—Quiero volver contigo —contestó ella apretándose las manos sobre el regazo como una chiquilla. No lo miraba. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Está bien. Bueno. Pero primero repite esto conmigo, Bev. Repite: «Olvidé no fumar delante de ti, Tom».

Ella levantó los ojos, la mirada herida, suplicante, inarticulada. Puedes obligarme a decir esto —rogaban sus ojos—, pero no lo hagas, por favor. No lo hagas. Te amo. ¿No, podemos dejarlo así?

No, no se podía. Porque eso no era, en el fondo, lo que ella deseaba, y ambos lo sabían.

—Dilo.

—Olvidé no fumar delante de ti, Tom.

—Bien. Ahora di: «Perdón».

—Perdón —repitió ella, inexpresiva.

El cigarrillo quedó humeando en el pavimento como un trozo de mecha encendida. Los que salían del teatro les echaban una mirada; un hombre de pie junto a la portezuela abierta de un viejo Vega, una mujer sentada dentro con las manos apretadas en el regazo, la cabeza gacha, las luces recortando la catarata suave de su pelo con un borde dorado.

Tom aplastó el cigarrillo. Lo convirtió en una mancha contra el pavimento.

—Ahora di: «No volveré a fumar sin tu permiso».

—No volveré…

La voz de Beverly comenzó a atascarse.

—… no… n-n-n…

—Dilo, Bev.

—No volveré a f-fumar. Sin tu p-permiso.

Entonces él cerró la portezuela con un golpe y volvió al volante para llevarla a su apartamento del centro. Ninguno de los dos dijo una palabra. La mitad de la relación había quedado establecida en el aparcamiento; la otra mitad se estableció cuarenta minutos después, en la cama de Tom.

Ella no quería hacer el amor, según dijo. Él vio una verdad diferente en sus ojos y en la humedad entre sus piernas. Cuando él le quitó la blusa, sus pezones estaban duros como la roca. Ella gimió al primer roce y lanzó una suave exclamación cuando él chupó, uno primero, el otro después, acariciándolos, inquieto. Beverly le tomó la mano y se la llevó entre las piernas.

—Dijiste que no querías —le recordó Tom.

Y ella apartó la cara… pero no le soltó la mano; por el contrario, el balanceo de sus caderas se aceleró.

Él la empujó hasta echarla de espaldas en la cama… mostrándose suave. En vez de desgarrarle la ropa interior, se la quitó con un cuidado casi gazmoño.

Deslizarse en su interior fue como deslizarse en un aceite exquisito.

Se movió con ella, usándola, pero dejando también que ella lo usara. Beverly tuvo el primer orgasmo casi de inmediato, con un grito, clavándole las uñas en la espalda. Después se mecieron juntos en golpes largos, lentos y en algún momento a él le pareció que había otro orgasmo. Tom llegaba al borde y pensaba en el último partido de béisbol o en quién estaba tratando de quitarle la cuenta de Chesley en el trabajo, para abstraerse. Por fin empezó a acelerar hasta que su ritmo se disolvió en un corcoveo excitado. Le miró la cara: los círculos de rímel, como los de un mapache, el lápiz de labios corrido. Y se sintió súbitamente disparado hacia el abismo, delirante.

Ella sacudió las caderas hacia arriba, más y más; en aquellos tiempos la cerveza no había puesto panza entre ellos, los vientres aplaudieron en ritmo cada vez más veloz.

Cerca del final, ella gritó y le mordió el hombro con dientes pequeños, parejos.

—¿Cuántas veces te corriste? —le preguntó él, después de que ambos se ducharon.

Beverly apartó la cara. Cuando habló, lo hizo con una voz tan baja que a él le costó entender:

—Se supone que no debes preguntar eso.

—¿Ah, no? ¿Quién te lo dijo?

Le tomó la cara con una mano, con el pulgar hundido en una mejilla y los otros dedos en la otra, la palma abarcando el mentón.

—Confiésate con Tom —dijo—. ¿Me oyes, Bev? Cuéntale a papá.

—Tres —reconoció ella, a desgana.

—Bien —dijo él—. Puedes fumar un cigarrillo.

Beverly lo miró con desconfianza, desparramado el pelo rojo sobre las almohadas, cubierta sólo con las bragas. Con sólo verla así, el motor volvía a funcionar. Hizo una señal de asentimiento.

—Anda —insistió—. Está bien.

Tres meses después se casaron en el juzgado. Asistieron dos amigos de Tom; por parte de Beverly, la única amiga presente fue Kay McCall, a quien Tom llamaba «esa zorra feminista».

Todos esos recuerdos pasaron por la mente de Tom en el curso de pocos segundos, como un fragmento cinematográfico acelerado, mientras la observaba desde el marco de la puerta. Ella había abierto el cajón del fondo, el que a veces llamaba «cajón de fin de semana», y estaba arrojando prendas interiores dentro de la maleta. No eran las cosas que a él le gustaban, esos satenes deslizantes, esas sedas suaves. Eran prendas de algodón, cosas de chiquilla casi todas desteñidas y con nudos de elástico reventado en la cintura. Un camisón de algodón que parecía salido de La familia Ingalls. Hundió la mano en el fondo de ese último cajón, para ver qué otra cosa había por allí.

Mientras tanto, Tom Rogan caminó por la alfombra hacia el armario. Estaba descalzo, su marcha fue tan silenciosa como un golpe de brisa. Era el cigarrillo. Eso era lo que lo había vuelto loco. Hacía mucho tiempo que ella no olvidaba aquella primera lección. Había tenido que enseñarle otras desde entonces, muchas otras. Hubo días calurosos en que ella debió usar blusas de mangas largas y hasta abrigos abotonados hasta el cuello. Días grises en que se puso anteojos oscuros. Pero esa primera lección había sido tan súbita y fundamental.

Tom había olvidado la llamada telefónica que lo había arrancado de su profundo sueño. Era el cigarrillo. Si ella volvía a fumar era porque se había olvidado de Tom Rogan. Momentáneamente, por supuesto, sólo momentáneamente, pero aun eso era mucho tiempo. No importaba qué podía ser lo que la hiciera olvidar. Esas cosas no debían suceder en su casa por ningún motivo.

Dentro del armario había un gancho del que colgaba una ancha correa de cuero negro. No tenía hebilla, él se la había quitado hacía mucho tiempo. Estaba doblada en el extremo donde debía haber estado la hebilla y esa sección formaba un lazo en el cual Tom Rogan deslizó la mano.

¡Te has portado mal, Tom! —había dicho su madre, algunas veces. Bueno, tal vez correspondía decir, antes bien, «con frecuencia»—. ¡Ven aquí, Tommy! Tengo que darte una paliza. Una paliza…

Había sido el mayor de cuatro hijos. Tres meses después de nacer la menor, había muerto Ralph Rogan. Bueno, tal vez no correspondía hablar de morir, sino de suicidarse, puesto que había mezclado una generosa cantidad de lejía, endiablado brebaje que tragó sentado en el inodoro. La señora Rogan consiguió trabajo en la planta de Ford. Tom, aunque sólo tenía once años, se convirtió en el hombre de la familia. Y si fallaba, si la nena se ensuciaba en los pañales después de que se iba la niñera y la mierda todavía estaba allí cuando mamá llegaba a casa…, si él se olvidaba de cruzar a Megan en la esquina de Broad Street, después del parvulario y lo veía esa entrometida de la señora Gant…, si Joey hacía un desastre en la cocina mientras él miraba América y su música… si ocurría cualquiera de estas cosas o un millar de otras nimiedades… entonces, cuando los otros chicos estaban ya en la cama, salía a relucir el palo de los castigos y la invocación: Ven, Tom. Tengo que darte una paliza.

Mejor ser el palizador que el apalizado.

Eso, al menos, lo tenía bien aprendido desde que circulaba por la gran autopista con peaje de la vida.

Por lo tanto, sacudió una vez el extremo suelto del cinturón y ajustó el lazo a su mano. Luego cerró el puño. Era una agradable sensación. Lo hacía sentir adulto. La banda de cuero pendía de su puño cerrado como una serpiente negra, muerta. Se le había ido el dolor de cabeza.

Beverly había encontrado una última cosa en el fondo del cajón: un viejo sostén de algodón blanco con copas reforzadas. La idea de que esa tardía llamada pudiera ser de un amante surgió por un instante en la mente de Tom y se hundió otra vez. Era ridículo. Una mujer que va al encuentro de su amante no empaca blusas viejas y ropa interior de algodón con bultitos en los elásticos. Además, ella no era capaz.

—Beverly —dijo suavemente.

Ella giró de inmediato, sobresaltada, con los ojos bien abiertos, la cabellera al vuelo.

El cinturón vaciló…, bajó un poquito. Tom la miró, sintiendo otra vez ese pequeño capullo de intranquilidad. Sí, se la veía como cuando estaban por hacer las grandes exhibiciones, pero en esas ocasiones él no se entrometía comprendiendo que, por estar llena de miedo y agresividad competitiva, era como si su cabeza estuviera inflada con gas combustible; bastaría una chispa para que estallara. Esas exhibiciones no habían sido, para ella, la oportunidad de separarse de Delia Fashions para hacer carrera (y hasta fortuna) por cuenta propia. Eso solo no habría importado. Pero si eso hubiera sido todo, ella no habría tenido ese talento atroz. Para ella, esas exhibiciones habían sido una especie de superexamen en el cual debía medirse con fieros maestros. Lo que ella veía en esas ocasiones era cierta bestia sin rostro. No tenía rostro, pero sí nombre: Autoridad.

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