¿Qué pasaba con Ben? ¿Era gordo o cojeaba, o algo así?
No pude conciliar el sueño hasta el amanecer.
10 de junio de 1985
Me han dicho que mañana podré volver a casa.
Llamé a Bill y se lo dije. Supongo que deseaba advertirle que cada vez tiene menos tiempo. Bill es el único a quien recuerdo con claridad, y estoy convencido de que él sólo me recuerda a mí con claridad. Porque ambos estamos todavía aquí, en Derry, supongo.
—Está bien —dijo—. Para mañana te dejaremos la casa libre.
—¿Sigues con tu idea?
—Sí. Creo que ha llegado el momento de intentarlo.
—Ten cuidado.
Rió y dijo algo que no acabé de entender:
—Con un patinete no se puede tener cuidado.
—¿Cómo sabré si has tenido éxito, Bill?
—Ya, te enterarás —dijo. Y colgó.
Mi corazón te acompaña, Bill, cualquiera sea el resultado. Creo que, en todo caso, siempre nos recordaremos en los sueños.
Este Diario está casi acabado… y supongo que nunca será más que un Diario y que la historia de Derry, con sus viejos escándalos y excentricidades, no tiene sitio fuera de estas páginas. Para mí está bien. Creo que mañana, cuando me dejen salir de aquí, habrá llegado el momento de empezar a pensar en alguna clase de nueva vida… Aunque no veo con claridad cuál podría ser.
Os quise mucho a todos, ¿sabéis?
Os quise muchísimo.
Epílogo
BILL DENBROUGH SALE PITANDO (II)
La conocí cuando andaba por las calles,
La conocí cuando andaba en el alcohol.
La conocí cuando iba de fiesta en fiesta,
Cuando esta novia bailaba el rock and roll.
NICK LOWE
«Con un patinete no se puede tener cuidado, hombre».
UN CHICO
1
Un mediodía a finales de la primavera.
Bill, desnudo en el dormitorio de Mike Hanlon, contemplaba en el espejo de la puerta su cuerpo delgado. La calva centelleaba a la luz que entraba por la ventana arrojando su sombra contra el suelo y subiendo por la pared. Tenía el pecho sin vello, los muslos y las pantorrillas flacos, pero cubiertos de músculo. De cualquier modo —pensó—, lo que tenemos aquí es un cuerpo de adulto: de eso no cabe duda. Allí está esa barriga, producto de un exceso de buenos filetes, cerveza y almuerzos junto a la piscina. Además, tienes el culo caído, Bill, viejo amigo. Todavía puedes correr detrás del balón si no has bebido demasiado el día anterior, pero ya no como cuando tenías diecisiete años. Tienes michelines y tus pelotas empiezan a tomar ese aspecto pendular de la edad madura. En tu cara hay arrugas que a los diecisiete años no estaban allí… joder, ni siquiera estaban cuando te hiciste la primera fotografía como escritor, esa en que tanto te esforzabas por poner cara de saber algo, cualquier cosa. Estás demasiado viejo para lo que tienes pensado, Billy. Esto va a significar la muerte de los dos.
Se puso los calzoncillos.
Si hubiéramos pensado así, jamás habríamos podido… hacer lo que hicimos.
Ya no recordaba lo que habían hecho ni por qué Audra estaba convertida en una ruina catatónica. Bill sólo sabía lo que debía hacer ahora. También sabía que, si no lo hacía inmediatamente, lo olvidaría. Audra estaba abajo, sentada en la mecedora de Mike, con el pelo colgándole sin gracia sobre los hombros. Miraba arrobada el televisor, que en esos momentos emitía Dólares por teléfono, un programa de entretenimiento. No hablaba y sólo se movía cuando uno la guiaba.
Esto es diferente. Eres demasiado viejo, tío, convéncete.
No.
Entonces morirás aquí, en Derry. Muy loable.
Se puso calcetines de deporte, el único par de vaqueros que había comprado y la camiseta comprada en Bangor el día anterior de color naranja intenso, con la leyenda ¿DÓNDE DIABLOS CAE DERRY, MAINE? Se sentó en el borde de la cama de Mike, la que había compartido durante una semana con su mujer, un cadáver caliente, y se calzó las zapatillas, compradas también en Bangor.
Al levantarse volvió a mirarse en el espejo. Lo que vio fue un hombre de edad madura vestido con ropas de chico.
Estás ridículo.
Como todos los chicos.
Pero tú no eres un chico. ¡Renuncia a esto!
—Déjame en paz —dijo Bill, suavemente—. Vamos bailar un poco el rock and roll.
Y salió de la habitación.
2
En los sueños que tendrá en años posteriores, siempre se verá a sí mismo abandonando Derry a solas, en el crepúsculo. La ciudad está desierta, todos se han ido. El Seminario Teológico y sus casas victorianas de Broadway Oeste se yerguen, oscuras y lúgubres, contra un cielo sombrío: todos los crepúsculos estivales que uno haya visto, resumidos en uno solo.
Oye el eco de sus pasos que resuenan en el cemento. Aparte de ése, el único sonido es el del agua que corre huecamente por las alcantarillas.
3
Sacó a Silver del garaje después de verificar otra vez las ruedas. La delantera estaba bien, pero la de atrás parecía un poco deshinchada. Sacó el inflador comprado por Mike y le dio más presión. Después comprobó los naipes y los alfileres. Las ruedas de la bicicleta aún hacían esos excitantes ruidos de ametralladora que Bill recordaba bien. Perfecto.
Te has vuelto loco.
Tal vez. Ya veremos.
Volvió al garaje de Mike, buscó el 3-En-1 y aceitó la cadena y su rueda dentada. Después se incorporó para echar un vistazo a Silver. Dio un ligero apretón al bulbo de la bocina. Sonaba bien. Hizo un gesto de asentimiento y volvió a la casa.
4
Y vuelve a ver todos esos lugares, intactos, tal como eran entonces: la gran fortaleza de la escuela municipal, el Puente de los Besos con su compleja talla de iniciales pintarrajeadas, novios de la secundaria, dispuestos a comerse el mundo con su pasión, que al crecer se habían convertido en agentes de seguros, vendedores de coches, camareras y esteticiens. Ve la estatua de Paul Bunyan contra el cielo sangrante del ocaso y la cerca blanca, medio inclinada, que corre a lo largo de Kansas Street, en la acera que linda con Los Barrens. Ve Los Barrens tal como eran, tal como serán siempre en alguna parte de su mente… y el corazón le da un vuelco de amor y espanto.
Me voy, me voy de Derry —piensa—. Nos vamos de Derry, si todo esto fuera un relato, éstas serían las últimas cinco o seis páginas. El sol se pone y no se oye más ruido que mis pasos y el agua en las alcantarillas. Es la hora de…
5
Dólares por teléfono había dado paso a La rueda de la fortuna. Audra, pasivamente sentada frente al televisor, no apartaba los ojos del aparato. Bill lo apagó sin que la expresión de su mujer se alterara.
—Audra —dijo acercándose a ella para cogerla de la mano—, vamos.
Ella no se movió. Su mano permanecía en la de él como cera caliente. Bill le tomó la otra mano y tiró de ella para ponerla de pie.
Esa mañana la había vestido de un modo muy similar al suyo: con vaqueros y una camiseta azul; habría estado preciosa, de no ser por aquella mirada vacua, de ojos dilatados.
—V-v-vamos —dijo él otra vez.
La condujo por la cocina de Mike hasta la puerta. Ella le seguía sin resistencia, pero habría caído en el peldaño del porche trasero, si Bill no le hubiese rodeado la cintura con un brazo para guiarla.
La llevó hasta donde estaba Silver, erguida sobre su soporte bajo la luz brillante del mediodía. Audra se detuvo junto a la bicicleta y miró serenamente la pared de la cochera.
—Sube, Audra.
Ella no se movió. Con paciencia, Bill se ocupó de hacerle pasar una larga pierna sobre el cestillo montado sobre el guardabarros trasero. Por fin quedó así, a horcajadas sobre el cestillo, sin tocarlo. Bill presionó suavemente su coronilla y ella se sentó.
Subió al asiento y retiró el soporte con el talón. Estaba a punto de buscar, hacia atrás, los brazos de Audra, para echárselos a la cintura, pero antes de que pudiera hacerlo sintió que sus manos lo rodeaban por propia voluntad, como pequeños ratones aturdidos.
Se quedó mirando aquellos dedos con el corazón acelerado: parecía latirle en la garganta. Era el primer movimiento que Audra había hecho en toda la semana; el primero desde que Eso ocurrió, fuera lo que fuese.
—¿Audra?
No hubo respuesta.
—Vamos a dar un paseo —dijo Bill y empezó a pedalear hacia Palmer Lane—. Quiero que te sujetes, Audra. Me parece… me parece que vamos a tomar una buena v-v-velocidad.
Siempre que yo no pierda las agallas.
Pensó en el chico que había conocido en los primeros días de su estancia en Derry, cuando todavía estaba pasando Eso. «Con un patinete no se puede tener cuidado», había dicho el pequeño.
Nunca se dijo una verdad mayor, criatura.
—Audra, ¿estás lista?
No hubo respuesta. ¿Acaso ella había ceñido un poco más su cintura? Probablemente eran imaginaciones suyas.
Llegó a la acera y miró a la derecha. Palmer Lane corría directamente hasta Upper Main, donde un giro hacia la izquierda lo pondría en la colina que descendía hacia el centro. Colina abajo. Tomando velocidad. Sintió un estremecimiento de miedo y una idea perturbadora
(Los huesos viejos se rompen con facilidad, joven Billy)
le pasó por la mente con tanta velocidad que apenas pudo registrarla. Pero… Pero no todo era inquietud, ¿verdad? No. También había deseo… lo mismo que había experimentado al ver que el niño pasaba con el patinete bajo el brazo. El deseo de ir a toda velocidad, de sentir el viento que pasa sin saber si uno corre hacia él o si huye con él. De andar. De volar.
Inquietud y deseo. Había mucha diferencia entre el mundo y el deseo: la misma diferencia que entre el adulto, que calcula el riesgo, y el niño, que se sube y echa a andar. Toda la diferencia del mundo. Sin embargo, no era tanta. En realidad, ambas cosas no eran incompatibles. Como cuando uno se aproxima a la primera pendiente de la montaña rusa donde realmente empieza la emoción.
Inquietud y deseo. Lo que se desea y lo que se tiene miedo de buscar. El dónde se ha estado y a dónde se desea ir. Un rock and roll decía algo de querer la chica, el coche, el lugar donde arraigarse y ser uno mismo.
Bill cerró los ojos por un momento, sintiendo a su espalda el suave peso inerte de su mujer, sintiendo la colina allá delante, sintiendo su propio corazón dentro de sí.
Sé valiente, sé leal, aguanta.
Volvió a impulsar a Silver.
—¿Quieres bailar el rock and roll, Audra?
No hubo respuesta. Pero no importaba. Él estaba listo.
—Sujétate, entonces.
Empezó a pedalear con fiereza. Al principio resultó difícil. Silver se balanceaba peligrosamente y el peso de Audra aumentaba el desequilibrio. Sin embargo, ella debía de estar haciendo algún movimiento inconsciente para equilibrarse; de lo contrario ya se habrían estrellado. Bill se irguió sobre los pedales sujetando el manillar con firmeza, la cabeza hacia el firmamento, los ojos entrecerrados.
Nos vamos a hacer papilla contra la calzada, nos partiremos la crisma…
(No, nada de eso; vamos Bill, vamos Bill, lánzate sin vacilar).
Se irguió más sobre los pedales haciéndolos girar, lamentando cada cigarrillo que había fumado en los últimos veinte años. ¡Al infierno con eso también!, pensó, y un arrebato de loco entusiasmo le hizo sonreír.
Los naipes, que hasta entonces habían estado disparando tiros aislados, empezaron a acelerar su click-clock. Eran naipes nuevos y sonaban con estrépito. Bill sintió el primer toque de la brisa en su calva y sonrió con entusiasmo. Esta brisa la provoco yo —pensó—. La provoco accionando estos malditos pedales.
Se acercaba a la señal de STOP del extremo de la calle. Bill empezó a frenar… y de pronto (con una sonrisa de oreja a oreja) volvió a pedalear con fuerza.
Saltándose el STOP, Bill Denbrough giró a la izquierda enfilando Upper Main por encima del parque Bassey. Una vez más, el peso de Audra le hizo calcular mal y estuvieron a punto de estrellarse. La bicicleta se tambaleó, pero volvió a recuperar la vertical. La brisa era más potente y le refrescaba el sudor de la frente, resonando en sus oídos con un ruido embriagador, parecido al del océano que se oye dentro de las conchas marinas, aunque en realidad no se parecía a nada de este mundo. Tal vez era un ruido con el que el chico del patinete estaba familiarizado. Pero perderás contacto con él, chico —pensó—. Las cosas cambian. Es un truco sucio para el que debes prepararte.
Pedaleando con más potencia, encontró un equilibrio más seguro en la velocidad. Vio las ruinas de Paul Bunyan, como un coloso caído. Bill gritó:
—Haí-oh, Silver, ¡ARREEEEE!
Las manos de Audra ciñeron su cintura. Bill pedaleó más rápido, riendo a todo pulmón. Cuando pasó por el parque Bassey, la gente se volvió para mirarlo.