It (Eso) – Stephen King

—¡Bien pensado, señorrr! —reconoció Richie—. De vez en cuando hasta podemos sacar algo bueno de ti. ¿Qué te parece, Gran Bill?

—Creo que podrías dejar de fastidiar —dijo Bill.

Entraron en el «Town House». En el momento en que Bill empujaba la puerta de vidrio, Beverly distinguió algo que jamás mencionaría, aunque nunca lo olvidaría: por un momento vio las imágenes de todos reflejadas en el cristal… sólo que eran seis y no cuatro, porque Eddie estaba detrás de Richie y Stan detrás de Bill, con su leve sonrisa en la cara.

9

La salida: anochecer del 10 de agosto de 1958.

El sol se pone limpiamente en el horizonte, bola roja ligeramente achatada que arroja una luz plana y febril sobre Los Barrens. La tapa de cloaca colocada sobre una estación de bombeo se eleva unos centímetros, vuelve a asentarse, se levanta otra vez y empieza a resbalar.

E-e-empuja, B-Ben. Me está r-r-rompiendo el ho-ombro.

La tapa se desliza un poco más, se inclina y cae en la maleza que ha crecido alrededor del cilindro de hormigón. Siete niños salen de allí, uno a uno, y miran alrededor, parpadeando como búhos, en silencioso asombro. Parecen niños que nunca hubieran visto la luz del sol.

Qué silencio hay —comenta Beverly quedamente.

Los únicos sonidos son el fuerte rugir del agua y el zumbar soñoliento de los insectos. La tormenta ha pasado, pero el Kenduskeag aún está muy alto. Más cerca de la ciudad, no lejos del sitio donde el río, con un corsé de hormigón, recibe el nombre de canal, ha desbordado sus riberas, aunque la inundación no es grave, apenas unos cuantos sótanos mojados.

Stan se aleja de ellos con cara inexpresiva y meditabunda. Bill se vuelve a mirarlo y, en el primer momento, cree que Stan ha visto un pequeño incendio a la orilla del río. Su primera impresión es de fuego: un fulgor rojo y cegador. Pero cuando Stan levanta el incendio en la mano derecha, el ángulo de la luz se altera y Bill ve que sólo se trata de una botella de Coca-Cola que alguien ha dejado caer junto al río. Ve que Stan la toma por el cuello y la golpea contra un saliente rocoso que sobresale de la orilla. La botella se rompe. Bill nota que todos están observando a Stan, viéndole buscar entre los fragmentos de vidrio, con expresión sobria, absorta. Por fin recoge un fino triángulo. El sol poniente le arranca destellos rojos y Bill vuelve a pensar: Parece fuego.

Stan levanta la vista para mirarlo y Bill, de súbito, lo comprende todo con perfecta claridad. Es acertadísimo. Da un paso hacía Stan, con las manos tendidas, las palmas hacia arriba. Stan retrocede hasta el agua y entra en ella. Unos bichitos negros pululan apenas por debajo de la superficie y Bill ve que una libélula iridiscente se aleja zumbando hacía los juncos de la otra orilla, como un diminuto arco iris volador. Una rana inicia un rítmico batir de tambores y, mientras Stan le toma la mano izquierda y arrastra el borde del vidrio por su palma, perforando la piel para arrancarle un poco de sangre, él piensa, en una especie de éxtasis: ¡Cuánta vida hay aquí abajo!

¿Bill?

Sí, claro. Las dos.

Stan le corta la otra palma. Duele un poco, pero no mucho. Un chotacabras ha empezado a cantar en alguna parte; es un sonido fresco, apacible. Bill piensa: Ese chotacabras está despertando a la luna.

Se mira las manos, ambas sangrantes, y recorre a los otros con la vista. Allí están todos: Eddie, con el inhalador en una mano; Ben, con la barriga abriéndose paso pálidamente entre los jirones de la camisa; Richie, con la cara extrañamente desnuda al no llevar gafas; Mike, silencioso y solemne, con los labios gruesos tan apretados que forman una línea fina. Y Beverly, con la cabeza en alto, los ojos grandes y límpidos, el cabello todavía adorable, a pesar del polvo que lo apelmaza.

Todos nosotros. Todos nosotros estamos aquí.

Y los mira, los mira de verdad, por última vez, porque de algún modo comprende que jamás volverán a estar juntos los siete, al menos no de ese modo. Nadie habla. Beverly extiende las manos; después de un momento, Richie y Ben hacen lo mismo. Mike y Eddie los imitan. Stan hace los cortes, uno a uno, mientras el sol empieza a deslizarse detrás del horizonte enfriando ese fulgor de caldera que se convierte en una rosa crepuscular. El chotacabras vuelve a gorjear. Bill distingue las primeras volutas de niebla en el agua y tiene la sensación de estar formando parte de todo; es un breve éxtasis que no contará a nadie, así como Beverly, años más tarde, callará lo del momentáneo reflejo visto en un vidrio con la imagen de dos muertos que, de niños, habían sido sus amigos.

Una brisa toca los árboles y los arbustos haciéndolos suspirar y Bill piensa: Este lugar es encantador y jamás lo olvidaré. Y ellos también son encantadores. El chotacabras llama otra vez; por un momento, el chico se siente uno con él, como si él también pudiera cantar y desaparecer en el crepúsculo, como si pudiera alejarse volando.

Mira a Beverly, que le está sonriendo. Ella cierra los ojos y tiene las manos a ambos lados. Bill le toma la izquierda; Ben, la derecha. Bill siente el calor de esa sangre que se mezcla con la suya. Los otros van formando el círculo con las manos selladas de esa manera tan peculiar e íntima.

Stan mira a Bill con una especie de apremio, de miedo.

J-J-juradme q-q-ue vo-volveréis —dice Bill—. Juradme que si E-E-Eso no ha m-m-muerto, vosotros v-v-volveréis.

Lo juro —dice Ben.

Lo juro. —Richie.

Sí, juro. —Bev.

Lo juro —murmura Mike Hanlon.

Sí. Juro —musita Eddie con voz débil.

Yo también juro —susurra Stan, pero le falla la voz y baja la vista al hablar.

L-l-lo ju-juro.

Eso es todo. Pero permanecen allí por un rato más, percibiendo el poder que existe en el círculo, el cuerpo compacto que componen. La luz mortecina les pinta las caras de colores evanescentes, el sol ya ha desaparecido y el crepúsculo agoniza. Permanecen juntos, en círculo, mientras la oscuridad se filtra por Los Barrens llenando los caminos que ellos han recorrido ese verano, los claros donde han jugado, los sitios secretos de las riberas donde se han sentado a discutir las viejas preguntas de la infancia, a fumar los cigarrillos de Beverly o, simplemente, a guardar silencio observando el paso de las nubes reflejadas en el agua. El ojo del día se va cerrando.

Por fin, Ben deja caer las manos y empieza a decir algo, pero de pronto sacude la cabeza y se aleja. Richie le sigue; después, Beverly y Mike, caminando juntos. Nadie dice nada; suben el terraplén hacia Kansas y, sencillamente, se separan. Y cuando Bill piense en eso, veintisiete años después, se dará cuenta de que realmente jamás volvieron a reunirse. Cuatro de ellos, se verían con bastante frecuencia; a veces cinco, tal vez hasta seis de ellos, una o dos veces. Pero nunca los siete.

Él es el último en alejarse. Pasa largo rato con las manos sobre la cerca, desvencijada, contemplando Los Barrens mientras, allá arriba, la primera estrella siembra el cielo estival, Se yergue bajo el azul y sobre la negrura mientras Los Barrens se van llenando de oscuridad.

No quiero jugar aquí abajo nunca más, piensa de pronto. Y le sorprende descubrir que la idea no es terrible ni inquietante, sino una verdadera liberación.

Se queda allí un momento más, antes de volver la espalda a Los Barrens para iniciar el regreso a casa por la acera oscura con las manos en los bolsillos, echando de vez en cuando una mirada a las casas de Derry, cálidamente iluminadas contra la noche.

Al cabo de un par de manzanas empieza a apretar el paso pensando en la cena… y un par de manzanas más allá empieza a silbar.

DERRY:
EL ÚLTIMO INTERLUDIO

«En estos tiempos, el océano parece una interminable flota de barcos; difícilmente dejamos de encontrarlos en buen número al levar anclas. Apenas es un cruce —dijo Mr. Micawber jugueteando con sus gafas—. Apenas es un cruce. La distancia es bastante imaginaria».

CHARLES DICKENS, David Copperfield.

4 de junio de 1985

Hace unos veinte minutos Bill me trajo esta libreta; Carole la había encontrado en una de las mesas de la biblioteca y se la entregó al pedirla él. Pensé que el comisario Rademacher podía habérsela llevado, pero al parecer no quiso saber nada de eso.

La tartamudez de Bill está volviendo a desaparecer, pero el pobre ha envejecido cuatro años en los últimos cuatro días. Según me dijo, espera que Audra sea dada de alta en el Hospital Municipal de Derry (donde todavía sigo yo) mañana mismo, sólo para que una ambulancia la lleve al Instituto de Salud Mental de Bangor. Físicamente está bien; tiene sólo algunos cortes y magulladuras que ya están cicatrizando. Pero mentalmente…

—Si le levantas la mano la deja suspendida —dijo Bill. Estaba sentado junto a la ventana bebiendo una botella de gaseosa dietética—. La mano se queda suspendida hasta que alguien la vuelve a bajar. Tiene reflejos, pero muy lentos. El electroencefalograma muestra una onda Alfa severamente deprimida. Está c-c-catatónica, Mike.

—Tengo una idea… —dije—. Tal vez no sea muy buena.

—Dila.

—Yo pasaré otra semana aquí. En vez de enviar a Audra a Bangor, ¿por qué no te la llevas a mi casa, Bill? —propuse—. Pasa la semana con ella. Háblale, aunque no te responda. ¿Sigue igual?

—Sí —dijo Bill con tristeza.

—¿Y puedes…? Es decir ¿te animarías a…?

—¿A cuidarla? —Sonrió. Fue una sonrisa tan dolorosa que aparté la vista por un instante. Así sonrió mi padre el día en que me contó lo de Butch Bowers y los pollos—. Sí, creo que podría hacer ese trabajo.

—No voy a decirte que te lo tomes con calma porque es obvio que no estás preparado para eso. Pero recuerda que tú mismo reconociste que mucho de lo que ha pasado estaba, casi con toda seguridad, predestinado. Y eso podría incluir el papel de Audra en todo esto.

—No sé p-por qué le dije ad-adónde venía. A veces es mejor callar. Y eso fue lo que no hice.

Por fin, él dijo:

—Bueno. Si lo dices en serio…

—Lo digo en serio. En recepción tienen las llaves de mi casa. En el congelador encontrarás un par de bistecs. Tal vez eso también estuvo predestinado.

—Ella sólo toma papillas y líquidos.

—Bueno —repuse, aferrado a mi sonrisa—, tal vez haya motivos para una celebración. También hay una botella de vino bastante bueno en el estante superior de la despensa.

Se acercó para estrecharme la mano.

—Gracias, Mike.

—De nada, Gran Bill.

Me soltó la mano.

—Richie volvió a California esta mañana.

Asentí.

—¿Crees que nos mantendremos en contacto? —pregunté.

—T-tal vez. Por un tiempo, al menos. Pero… —Me miró a los ojos—. Creo que volverá a pasar lo de antes.

—¿El olvido?

—Sí. En realidad creo que ya ha empezado. De momento son sólo nimiedades, detalles, pero intuyo que se extenderá.

—Tal vez sea mejor así.

—Tal vez. —Miró por la ventana, jugueteando con la gaseosa entre las manos. Casi con seguridad pensaba en su mujer, tan silenciosa, bella y… «catatónica». Un muro infranqueable. Suspiró—. Tal vez, sí.

—¿Y Ben? ¿Y Beverly?

Volvió a sonreír.

—Ben la ha invitado a su casa de Nebraska y ella aceptó ir, al menos por una temporada. ¿Sabes lo de su amiga, la de Chicago?

Asentí. Beverly se lo había contado a Ben y Ben me lo dijo ayer. Para expresar las cosas de un modo grotescamente discreto, la posterior descripción que Beverly hizo de Tom, su maravilloso marido, era mucho más verídica que la original. El maravilloso Tom mantuvo a Bev bajo un sometimiento emotivo, espiritual y a veces físico a lo largo de los últimos cuatro años. El maravilloso Tom llegó hasta Derry tras arrancar el dato a golpes a la única amiga íntima de Bev.

—Ella me dijo que piensa viajar a Chicago dentro de dos semanas para denunciar la desaparición de Tom.

—Una medida inteligente —dijo—. Allá abajo nadie podrá encontrarlo.

Ni tampoco a Eddie, pensé, aunque no lo dije.

—Supongo que no —reconoció Bill—. Y apuesto a que, cuando vuelva a Chicago, Ben irá con ella. ¿Sabes una cosa? ¿Algo realmente descabellado?

—¿Qué?

—Me parece que no recuerda cómo acabó Tom.

Lo miré fijamente, en silencio.

—Ha empezado a olvidar —explicó Bill—. Y yo ya no recuerdo cómo era la puerta de la madriguera. Cuando trato de imaginarla me aparece una imagen de cabras caminando por un puente. Como en el cuento de los tres cabritos. Descabellado, ¿no?

—Tarde o temprano, la policía seguirá la pista de Tom Rogan hasta Derry —dije—. Tiene que haber dejado un rastro de papeles más ancho que una carretera. Coches de alquiler, billetes de avión…

Autore(a)s: