Caminar se había vuelto casi imposible: diminutas montañas se elevaban por todas partes, amenazando con una fractura de tobillo. El agua corría mansamente a la altura del pecho.
Ahora está serena —pensó Bill—. Pero si hubiéramos estado aquí dos horas antes, creo que nos habría dado la sacudida más grande de nuestra vida.
—¿Qué cuernos es esto, Gran Bill? —preguntó Richie, de pie junto a Bill mirando, maravillado, la desgarradura del túnel…
Sólo que ya no es un túnel —se dijo Bill—, sino Main Street: o lo que de ella ha quedado.
—Creo que la mayor parte del centro está ahora en el canal, arrastrada por el río Kenduskeag. Muy pronto estará en el Penobscot, y por fin, en el océano Atlántico. ¿Me ayudas con Audra, Richie? No creo que pueda…
—Por supuesto —dijo Richie—. Descuida, Bill.
Y tomó a Audra de brazos de su amigo. Bajo esa luz, Bill pudo verla mejor, tal vez mejor de lo que habría deseado; el polvo y los excrementos que le manchaban la frente y las mejillas disimulaban su palidez, pero no llegaban a ocultarla. Aún tenía los ojos muy abiertos e inexpresivos. Su pelo pendía lacio, mojado. Se la habría podido tomar por una de esas muñecas inflables que vendían en ciertos negocios de Nueva York y Hamburgo. La única diferencia era su respiración tenue y estable…
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó a Richie.
—Ben te hará un estribo con las manos —sugirió Richie—. Tú puedes sacar a Bev, y entre los dos tiraréis de tu mujer. Ben puede subirme y nosotros lo sacaremos a él. Y a continuación os enseñaré a organizar un torneo de balonvolea para mil chicas universitarias.
—Bip-bip, Richie.
—Olvídalo, Gran Bill.
El cansancio lo estaba doblegando. Se encontró con la serena mirada de Beverly y la sostuvo por un instante. Ella le hizo un leve gesto afirmativo y él respondió esbozando una sonrisa.
—¿Me haces un estribo, B-B-Ben?
El arquitecto, que también parecía extremadamente cansado, asintió. Por una mejilla le bajaba un profundo arañazo.
—De acuerdo.
Se inclinó un poco y entrelazó las manos. Bill apoyó un pie y se impulsó hacia arriba. No fue suficiente. Ben levantó el estribo de sus manos y su amigo logró cogerse del borde de aquella grieta en el techo del túnel. Se izó con fuerza. Lo primero que vio fue una valla blanca y naranja. La segunda, una multitud de hombres y mujeres que pululaban más allá de la barrera. La tercera, la Gran Tienda Freese, que tenía un aspecto extrañamente comprimido. Le llevó un momento darse cuenta de que casi la mitad del edificio se había hundido en la calle y el canal que corría por abajo. La mitad superior se inclinaba hacia la calle y parecía a punto de caer como una pila de libros mal distribuidos.
—¡Mirad! ¡Hay alguien en la calle!
Una mujer estaba señalando hacia la grieta del pavimento por donde la cabeza de Bill había asomado.
—¡Loado sea Dios! ¡Hay alguien más!
Intentó adelantarse; era una anciana que llevaba un pañuelo atado a la cabeza, a la manera de las campesinas. Un policía la obligó a detenerse.
—Allí es peligroso, señora Nelson, ya lo sabe usted. El resto de la calle podría hundirse en cualquier momento.
Señora Nelson —pensó Bill—. Te recuerdo, mujer. Tu hermana solía cuidarnos a George y a mí, cuando mis padres salían. Levantó la mano para demostrarle que estaba bien. Como ella a su vez le devolvió el saludo, experimentó un súbito arrebato de optimismo… y esperanza.
Le volvió la espalda y se tendió contra el pavimento tratando de distribuir su peso del modo más parejo posible, como se hace sobre el hielo frágil. Alargó la mano para coger a Bev. Ella se tomó de sus muñecas y, con el último resto de sus fuerzas, Bill tiró, hacia arriba. El sol, que había vuelto a ocultarse, asomó tras un montón de nubes aborregadas y les devolvió sus sombras. Beverly levantó la vista, sobresaltada, y se encontró con los ojos de Bill. Sonrió.
—Te amo, Bill —dijo—. Y ruego a Dios que ella se reponga.
—Gra-gra-gracias, Bevvie.
La suave sonrisa de Bill hizo que a los ojos de ella afloraran las lágrimas. Él la abrazó. La pequeña multitud reunida tras la barrera rompió en un aplauso mientras un fotógrafo del Derry News tomaba una instantánea. Apareció en la edición del 1 de junio, impresa en Bangor a causa de los daños que el agua había hecho en las prensas del News. El epígrafe era muy sencillo, pero tan cierto que Bill recortó la ilustración y la guardó en su billetera por muchos años: SUPERVIVIENTES, ponía, y no hacía falta más.
En Derry faltaban seis minutos para las once de la mañana.
7
Derry, el mismo día, más tarde.
El pasillo acristalado entre la biblioteca infantil y la de adultos había estallado a las 10.30. A las 10.33, la lluvia cesó. No fue amainando poco a poco: cesó de pronto, como si Alguien, Allá Arriba, hubiera cerrado el grifo. El viento ya había empezado a amainar, y paró en tan poco tiempo que la gente se miró con inquietud llena de superstición. El ruido fue como el de los motores de un 747, una vez posado en tierra. El sol asomó por primera vez a las 10.45. A media tarde, las nubes se habían retirado por completo y la tarde resultó despejada y calurosa. Hacia las tres y media de la tarde, el mercurio del termómetro ante la puerta de Rosa de Segunda Mano, marcaba 28 grados, la temperatura más alta de la temporada. Los peatones recorrían las calles como zombis, sin hablar mucho. Las expresiones de todos eran notablemente parecidas: una especie de estúpido asombro que habría resultado divertido si no hubiera sido francamente lastimoso. Al anochecer llegaron a Derry periodistas de las grandes cadenas de televisión. Esos periodistas harían comprender a la gente cierta versión de la verdad y la tornarían real… aunque algunos habrían sugerido que la realidad es un concepto bastante indigno de confianza, quizá no más sólido que un trozo de lona extendido sobre cables entrecruzados como hebras de telaraña. A la mañana siguiente, Bryant Gumble y Willard Scott, del programa Today, visitarían Derry. En el transcurso del programa Gumble entrevistaría a Andrew Keene. «La torre-depósito se estrelló y rodó por la colina —dijo Andrew—. Fue una locura, ¿me entiende? Como para que Steven Spielberg se muriera de envidia, ¿sabe? Oiga, por televisión uno se imagina que usted es mucho más corpulento». Al verse a sí mismos y a sus vecinos por televisión, la cosa cobraría realidad. Eso les proporcionaría un sitio desde el cual aprender esa cosa terrible, inaprensible. Había sido una TORMENTA ANORMAL. En los días siguientes, EL NÚMERO DE VÍCTIMAS aumentaría las SECUELAS DE LA TORMENTA ASESINA. Fue, en realidad, LA PEOR TEMPESTAD EN LA HISTORIA DE MAINE. Todos esos titulares, por terribles que fueran, resultaban útiles porque ayudaban a amortiguar el carácter esencialmente extraño de lo ocurrido. Quizá la palabra extraño sea demasiado suave. Demencial sería mejor. Al verse por televisión, las cosas parecerían más concretas, menos demenciales. Pero en las horas previas a la llegada de la prensa sólo estaban allí los habitantes de Derry, que caminaban por las calles sembradas de escombros, resbaladizas, con cara aturdida e incrédula. Sólo los habitantes de Derry, que casi no hablaban, que caminaban mirándolo todo, recogiendo ocasionalmente algo para examinarlo tratando de comprender qué había pasado durante las siete u ocho últimas horas. Algunos hombres, de pie en Kansas Street, fumaban contemplando las casas que yacían invertidas en Los Barrens. Otros hombres y mujeres permanecían detrás de las vallas metálicas, observando el agujero negro que había sido el centro de la ciudad hasta las diez de esa mañana. Ese domingo, los titulares del periódico anunciaban: RECONSTRUIREMOS, ASEGURA EL ALCALDE DE DERRY. Y tal vez así fuera. Pero en las semanas siguientes, mientras los concejales discutían por dónde iniciar la reconstrucción, el inmenso cráter que había sido el centro continuaba creciendo de un modo nada espectacular pero incesante. Cuatro días después de la tormenta, el edificio de la Hidroeléctrica de Bangor se hundió en el agujero. Pasados tres días más, el local donde se vendían las mejores salchichas de Maine se derrumbó. Los desagües se desbordaban periódicamente en casas, edificios de apartamentos y locales comerciales. En Old Cape las cosas llegaron a tal punto que sus habitantes empezaron a abandonar el lugar. El 10 de junio se efectuó la primera carrera de caballos en el parque Bassey. La primera salida estaba fijada para las ocho, y eso pareció alegrar a todos. Pero una sección de gradas se derrumbó en cuanto los caballos tomaron la recta y hubo seis heridos. Uno de ellos fue Foxy Foxworth, gerente del Aladdin hasta 1973. Foxy pasó dos semanas en el hospital, con una pierna fracturada y un testículo perforado. Cuando le dieron de alta, decidió ir a casa de su hermana, que vivía en Somersworth, Nueva Hampshire.
No era el único. Derry se estaba desmembrando.
8
Observaron al enfermero que cerraba las puertas traseras de la ambulancia. Luego, el vehículo inició el ascenso de la colina, rumbo al Hospital Municipal de Derry. Richie había detenido a la ambulancia arriesgando su vida y su integridad física; tras una ardua discusión, logró que el iracundo conductor, quien insistía en que no había más lugar en el vehículo, aceptara tender a Audra en el suelo.
—¿Y ahora? —preguntó Ben. Tenía círculos oscuros alrededor de los ojos y un aro de mugre en torno al cuello.
—Yo v-v-voy al «Town House» —dijo Bill—. Q-quiero dormir di-dieciséis horas.
—Apoyo la moción —manifestó Richie, mirando a Bev con aire esperanzado—. ¿Tiene cigarrillos, señorita?
—No —dijo Beverly—. Creo que voy a abandonar otra vez el vicio.
—Sensata idea, por cierto.
Empezaron a subir lentamente la cuesta en hilera.
—Se a-a-a-acabó —dijo Bill.
Ben asintió.
—Lo hicimos. Tú lo hiciste, Gran Bill.
—Lo hicimos todos —corrigió Beverly—. Siento que no hayamos podido subir a Eddie. Eso es lo que más lamento.
Llegaron a la esquina de las calles Upper Main y Point. Un chico de impermeable rojo y botas verdes hacía navegar un barco de papel por la fuerte corriente de la alcantarilla. Levantó la vista y, al ver que lo observaban, saludó con la mano. A Bill le pareció que era el niño del patinete cuyo amigo había visto al tiburón de la película en el canal. Sonriendo se acercó a él.
—Ahora t-t-todo está b-bien.
El chico lo estudió con aire grave. Luego sonrió. Era una sonrisa llena de vida y esperanza.
—Creo que sí —dijo el niño.
—Puedes apostar el tr-rasero.
El niño se echó a reír.
—¿V-v-vas a tener cuidado con ese pat-tinete?
—Qué va —dijo el chico.
Y esa vez fue Bill quien rió conteniendo el impulso de revolverle el pelo. Eso, probablemente, le habría provocado cierto recelo al chico. Por fin se reunió con los otros.
—¿Quién era? —preguntó Richie.
—Un amigo. —Bill metió las manos en los bolsillos—. ¿Os acordáis del momento en que salimos, la primera vez?
Beverly asintió.
—Eddie nos llevó a Los Barrens. Sólo que, de algún modo, salimos por el otro lado del Kenduskeag. Por el lado de Old Cape.
—Tú y Ben levantasteis la tapa de una cloaca —dijo Richie a Bill—, porque erais los más fuertes.
—Sí —dijo Ben—. Así fue. Aún había sol, pero estaba muy bajo.
—Sí —confirmó Bill—. Y allí estábamos todos.
—Pero nada es eterno —suspiró Richie, mirando hacia atrás, hacia la cuesta que acababan de ascender—. Fijaos en esto, por ejemplo.
Y les enseñó las palmas. Las diminutas cicatrices habían desaparecido. Beverly lo imitó. Ben hizo lo mismo. Bill agregó las suyas. Todas estaban sucias, pero sin marcas.
—Nada es eterno —repitió Richie.
Miró a Bill y éste vio que las lágrimas arrastraban lentamente la mugre de sus mejillas.
—Salvo, quizá, el amor —apuntó Ben.
—Y el deseo —agregó Beverly.
—¿Y qué me decís de los amigos? —sugirió Bill, sonriendo—. ¿Qué te parece, Bocazas?
—Bueno… —Richie, sonriendo, se frotó los ojos—, tendré que meditarlo, chaval. Vaya, vaya, tendré que meditarlo.
Bill tendió las manos y todos las entrelazaron. Así permanecieron por un momento; de los siete sólo quedaban cuatro, pero aún podían formar un círculo. Se miraron. También Ben estaba llorando, pero sonreía.
—Os quiero mucho —dijo. Estrechó con fuerza las manos de Bev y de Richie por un momento—. Y ahora veamos si en esta ciudad sirven algo que se parezca a un desayuno. Además, tendríamos que llamar para contárselo a Mike.