It (Eso) – Stephen King

Se preguntó si él mismo lo creía.

2

La matanza, 10.02 h. del 31 de mayo de 1985

Bill y Richie vieron que Eso se volvía hacia ellos abriendo y cerrando las mandíbulas. Su único ojo se clavó en ellos, fulminante, y Bill notó que Eso producía su propia iluminación, como una especie de horripilante luciérnaga. Pero la luz era vacilante; la araña estaba malherida. Sus pensamientos zumbaban vacilantes

(¡dejadme! dejadme y tendréis todo lo que habéis deseado en vuestra vida: dinero, fama, fortuna, poder, yo puedo daros todo eso)

en la cabeza de Bill.

Bill se adelantó fijando la vista en aquel ojo único. Sentía que el poder crecía dentro de él, otorgando a sus brazos vigor y firmeza, llenando cada puño apretado de fuerza propia. Richie caminaba a su lado enseñando los dientes.

(puedo devolverte a tu mujer —sólo yo puedo hacerlo— y no recordará nada, así como vosotros siete tampoco recordasteis nada)

Estaban ya muy cerca. Bill percibió el hedor de Eso y notó, con súbito horror, que era el olor de Los Barrens, el que ellos tomaban siempre por olor a cloaca, a arroyos contaminados y a basura quemada… Pero ¿alguna vez lo habían creído así, en el fondo? Era el olor de Eso; tal vez fuera más potente en Los Barrens, pero pendía en toda Derry como una nube y la gente no lo sentía, así como los cuidadores del zoológico no huelen nada después de un tiempo y hasta se extrañan de que los visitantes arruguen la nariz.

—Juntos —murmuró a Richie.

Su compañero asintió sin apartar los ojos de la araña, que ahora retrocedía ante ellos temblando sobre las abominables patas flacas, por fin dominada.

(No puedo daros vida eterna, pero puedo tocaros y viviréis muchísimo tiempo, doscientos años, trescientos, tal vez quinientos y puedo haceros dioses en la Tierra, si me dejáis ir, si me dejáis ir, si me dejáis…)

—¿Bill? —preguntó Richie.

Bill, soltando un alarido, se lanzó a la carga. Richie corrió con él, codo con codo. Ambos golpearon con el puño cerrado, pero Bill comprendió que, en realidad, no golpeaban con los puños sino con la fuerza de ambos, combinada y acrecentada por la fuerza del Otro; era la fuerza de la memoria y el deseo, pero, sobre todo, era la fuerza del amor y de la niñez no olvidada, como una inmensa rueda.

El chillido de la araña invadió la cabeza de Bill, casi astillándole el cerebro. Sintió que su puño se hundía en una humedad espasmódica. Su brazo penetró hasta el codo. Lo retiró chorreando sangre negra. Del agujero que había hecho brotó aquel líquido viscoso.

Vio que Richie estaba de pie, casi debajo de ese cuerpo abotagado, empapado de la sangre oscura de Eso, en la clásica postura del boxeador, golpeándolo con los puños chorreantes.

La araña contraatacó con sus patas. Bill sintió que una de ellas le desagarraba de refilón la camisa y la piel. El aguijón golpeó inútilmente contra el suelo. Eso se inclinó hacia adelante tratando de morderlo. Bill, en lugar de retroceder, se adelantó y, en vez de usar sólo el puño, empleó el cuerpo entero convirtiéndolo en un torpedo. Penetró en su vientre como el defensa de rugby que baja los hombros y arremete.

Por un momento temió que rebotaría contra esa carne maloliente. Con un grito inarticulado, empujó con más fuerza, impulsándose con las piernas hincando las manos en Eso. Y logró penetrar. Aquellos fluidos calientes le corrieron por la cara metiéndosele en las orejas. Los aspiró por la nariz, en pequeños hilos.

Estaba otra vez en la oscuridad, metido hasta los hombros en aquel cuerpo convulsionado. Y pudo percibir un ruido: como el parejo wac-wac-wac-wac del tambor de bronce que precede el desfile de un circo cuando llega a la ciudad.

El sonido del corazón de Eso.

Oyó que Richie daba un súbito grito de dolor; luego sólo el silencio. Bill hundió los puños hacia adelante. Se estaba ahogando, se estrangulaba en esa palpitante bolsa de aguas y entrañas.

Wac-wac-wac-wac…

Hundió con más fuerza las manos en Eso, desgarrando en busca de la fuente de aquel sonido, perforando órganos frenéticamente. El pecho cerrado parecía hinchársele por falta de aire.

Wac-wac-wac-wac…

Y de pronto llegó al corazón: una cosa grande, viva, que bombeaba y palpitaba contra sus palmas.

(Nononononono)

¡Sí! —gritó Bill, sofocado, ahogándose—. ¡Sí! ¡Prueba esto, hija de perra! ¡PRUÉBALO! ¿TE GUSTA? ¿TE GUSTA?

Cruzó los dedos sobre la membrana palpitante del corazón, con las palmas abiertas en una V invertida… y las juntó con toda la fuerza que pudo reunir.

Hubo un último chillido de dolor y miedo al estallar el corazón entre sus manos, chorreándole entre los dedos en hebras temblorosas.

Wac-wac-wac-wac.

El chillido se fue borrando, languideciendo. Bill sintió que el cuerpo de Eso se le ceñía súbitamente, como un guante de goma sobre un puño. De pronto todo se aflojó. Cobró conciencia de que el cuerpo se inclinaba poco a poco, hacia un lado. Al mismo tiempo empezó a empujar hacia atrás, casi desfalleciente.

La araña cayó de lado: un enorme bulto de carne alienígena, humeante; sus patas aún se sacudían rozando los lados del túnel y el suelo en sus últimos estertores.

Bill se alejó, tambaleante, aspirando profundamente y escupiendo en un esfuerzo por quitarse de la boca ese gusto horrible. Trastabilló y cayó de rodillas.

Con toda claridad, oyó la voz del Otro; aunque la Tortuga hubiera muerto, Aquello que le había dado origen aún vivía.

Lo has hecho muy bien, hijo.

Y desapareció. El poder se fue con él. Bill se sintió débil y al borde de la demencia. Miró sobre el hombro y vio la pesadilla agonizante: la araña aún se estremecía.

—¡Richie! —gritó con voz áspera y quebrada—. ¡Richie! ¿Dónde estás?

No hubo respuesta.

La luz había desaparecido. Había muerto con la araña. Buscó en el bolsillo de su empapada camisa y sacó la última caja de cerillas. No serviría de nada: las cabezas estaban empapadas en sangre.

—¡Richie! —aulló otra vez, sollozando.

Se arrastró, tanteando con las manos en la oscuridad. Por fin, dio con algo que cedió blandamente al contacto. Las manos de Bill se abalanzaron sobre aquello… y se detuvieron al tocar la cara de Richie.

—¡Richie! ¡Richie!

Aun entonces no hubo respuesta. Bill, forcejeando en la oscuridad, lo cogió en brazos y se levantó a duras penas. Luego volvió sobre sus pasos, llevando a Richie en vilo.

3

Derry, 10.00/10.15 h.

A las diez de la mañana, la incesante vibración que corría por las calles del centro aumentó hasta convertirse en un rugido resonante. El Derry News publicaría que los soportes del sector subterráneo del canal, debilitados por el violento ataque de aquella inundación masiva, se habían derrumbado. Sin embargo, hubo quienes disintieron de esa opinión. «Yo lo sé porque estaba allí —diría Harold Gardener a su mujer—. No es que los soportes del canal se hayan derrumbado. Fue un terremoto, ni más ni menos. Fue un verdadero terremoto, joder».

De todas maneras, los resultados fueron los mismos. Mientras el rugido iba en constante aumento, las ventanas empezaron a hacerse añicos, los cielos rasos fueron cayendo y el crujir inhumano de las vigas retorcidas y de los cimientos se aunó hasta formar un coro horripilante. En la fachada de ladrillos de Machen, las grietas corrían hacia arriba por entre los agujeros de balas como manos codiciosas. Los cables que sostenían la marquesina del cine Aladdin sobre la calle se rompieron. El callejón de Richard, que corría tras la farmacia Center, se llenó súbitamente con una avalancha de ladrillos al derrumbarse el edificio Dowd, erigido en 1952. Se elevó una inmensa nube de polvo amarillento que el viento se llevó como un velo.

Al mismo tiempo estalló la estatua de Paul Bunyan, frente al Centro Cívico, como si se cumpliera finalmente la antigua amenaza de aquella profesora de arte. La cabeza, barbada y sonriente, voló perpendicularmente por el aire. Una pierna iba hacia adelante y la otra hacia atrás, como si Paul hubiera intentado una voltereta tan entusiasta que hubiera terminado por desmembrarlo. La parte media de la estatua estalló en una nube de esquirlas de metralla mientras la cabeza del hacha de plástico se elevaba al cielo lluvioso para caer luego y perforar limpiamente el techo del Puente de los Besos y, después, el suelo.

Y por fin, a las 10.02 de esa mañana, el centro de Derry se derrumbó.

Casi toda el agua de la torre-depósito había cruzado Kansas Street para terminar en Los Barrens, pero un torrente corrió hacia el distrito comercial haciendo el trayecto por Up-Mile Hill. Tal vez ésa fue la gota que desbordó el vaso… O quizá hubo, realmente, un terremoto, tal como Harold Gardener aseguró a su mujer. Main Street se llenó de grietas estrechas como un puño… que empezaron a abrirse como bocas hambrientas. El ruido del canal se elevó ya no ensordeciendo, sino con una potencia amenazadora. Todo empezó a estremecerse. El anuncio de neón que proclamaba «Liquidación de mocasines», frente a Shorty Squire, cayó a la calle e hizo un cortocircuito en el agua. Dos segundos después, el edificio de Shorty contiguo a una librería, empezó a descender. El primero en ver ese fenómeno fue Buddy Angstrom, que dio un codazo a Alfred Zitner, quien miró boquiabierto y codeó a Harold Gardener. En cuestión de segundos, la operación de refuerzo con bolsas de arena quedó en suspenso. Los hombres alineados a ambos lados del canal se quedaron inmóviles mirando fijamente la escena bajo la lluvia torrencial, con el horror estampado en la cara. Shorty Squire parecía estar en algún gigantesco ascensor que iba hacia abajo. Se hundió en el cemento con majestuosa dignidad. Cuando se detuvo, uno habría podido entrar por las ventanas del segundo piso desde la acera inundada. Brotaba agua de todo el edificio. Un momento después, el propietario apareció en el tejado agitando desesperadamente los brazos para que lo rescataran. Pero fue totalmente borrado, al hundirse también el edificio de oficinas contiguo en cuya planta baja estaba la librería. Por desgracia, éste no se hundió tan en línea recta como el de Shorty, sino con una marcada inclinación (por un momento, se pareció a esa chapuza de Pisa, esa torre que aparece en todas las cajas de fideos). Al inclinarse empezó a despedir ladrillos por los lados y desde arriba; varios de ellos golpearon al propietario. Harold Gardener lo vio retroceder, tambaleándose, llevándose las manos a la cabeza… en el momento en que los tres pisos superiores de la librería se deslizaban limpiamente. Entre los que estaban apilando bolsas de arena, alguien dio un grito. Un momento después, todo se perdía en el atronador rugido de la destrucción. Algunos hombres perdieron el equilibrio o fueron despedidos hacia atrás. Harold Gardener vio que los edificios de la acera opuesta de Main Street se inclinaban hacia adelante. La calle misma se hundía, rompiéndose. El agua se levantó en olas. Y los edificios de ambas aceras, uno tras otro, pasaron más allá del centro de gravedad hasta estrellarse contra la calle: el banco del Nordeste, el Shoeboat, el restaurante Bailley, la tienda de discos Bandler. Sólo que, a esas alturas, ya no había calle contra la que estrellarse. La calle había caído dentro del canal, estirada al principio como un caramelo blando, rota después en bamboleantes trozos de asfalto. Harold vio que la rotonda de la triple intersección desaparecía bruscamente en un géiser de agua. Y de pronto comprendió lo que iba a ocurrir.

—¡Salgamos de aquí! —gritó Al Zitner—. ¡El agua se va a acumular! ¡Al! ¡El agua se va a acumular!

Al Zitner no daba señales de haberlo oído. Tenía la expresión de un sonámbulo o, quizá, de alguien profundamente hipnotizado. Seguía allí con su chaqueta de cuadros rojos y azules completamente empapada, su camisa blanca, sus calcetines azules y sus zapatos marrones de suela de goma, todo de primera calidad. Observaba cómo un millón de dólares de sus inversiones personales se hundía en la calle, más tres o cuatro millones invertidos por sus amigos: los tíos con quienes jugaba al póquer y al golf o con quienes esquiaba en la propiedad de Rangely. De pronto, Derry, su ciudad natal, se parecía curiosamente a esa maldita ciudad donde la gente andaba en góndolas. El agua bullía entre los edificios que aún estaban en pie. Canal Street terminaba en una especie de trampolín mellado al borde de un lago revuelto. No era de extrañar que Al Zitner no oyera a Harold. Pero otros habían llegado a la misma conclusión que Gardener: no se puede arrojar toda esa porquería en una corriente torrentosa sin causar problemas. Algunos dejaron las bolsas de arena que acarreaban en las manos y salieron por piernas. Harold Gardener fue uno de ellos; por lo tanto, sobrevivió. Otros no tuvieron tanta suerte: aún estaban en las cercanías cuando el canal, ya ahogado por toneladas de asfalto, cemento, ladrillo, yeso, vidrio y unos cuatro millones de dólares en mercancías diversas desbordó sus límites de cemento y arrastró por igual a hombres y bolsas de arena. Harold no podía dejar de pensar que el agua quería atraparlo; por mucho que corriera, le seguía, cada vez más cerca. Por fin escapó trepando a fuerza de uñas por un empinado terraplén cubierto de matorrales. En una ocasión miró hacia atrás y vio a un hombre a quien creyó reconocer como Roger Lernerd, jefe del departamento de préstamos de la cooperativa Harold. Trataba de poner en marcha su automóvil estacionado en el aparcamiento de la minigalería de Canal Street. Aun sobre el rugir del agua y el viento aullante, Harold oyó el motor del coche mientras el agua negra y lisa corría a ambos lados hasta la altura del chasis. Por fin, con un grito grave y atronador, el Kenduskeag se salió de cauce e invadió la minigalería llevándose el coche rojo de Roger Lernerd. Harold siguió trepando, aferrado a ramas, raíces, cualquiera cosa que soportara su peso. Subir a tierras altas: ésa era la consigna. Tal como habría dicho Andrew Keene, esa mañana Harold Gardener estaba obsesionado con las tierras altas. Detrás de él, el centro de Derry seguía derrumbándose con un estruendo de artillería.

4

—¡Beverly! —gritó.

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