—Oh, Ben, oh, querido mío, sí… —susurra, mientras el sudor le perla la cara y siente el vínculo, algo firmemente en su sitio, algo así como la eternidad, el número 8 puesto de lado—. Te quiero tanto, querido…
Y siente que eso comienza a pasar, algo de lo que las chicas que murmuran sobre sexo en el baño no tienen idea, hasta donde ella puede decirlo; ellas sólo se escandalizan de lo asqueroso que ha de ser el sexo y Beverly comprende ahora que, para casi todas, el sexo ha de ser un monstruo no aprehendido, indefinido; se refieren al acto llamándolo Eso. ¿Harías Eso? Tu madre y tu padre ¿todavía hacen Eso? ¿Tu hermana hace Eso con su novio? Y aseguran que ellas no piensan hacer Eso jamás. Oh, sí, cualquiera pensaría que todas las chicas del quinto curso son futuras solteronas y Beverly comprende que ninguna de ellas puede imaginar esa…, esa plenitud. Si no grita, es sólo porque los otros, al oírla, se asustarían. Se lleva la mano a la boca y muerde con fuerza. Ahora comprende mejor las risas chillonas de Greta Bowie, Sally Mueller y las otras. ¿Acaso ellos siete no han pasado la mayor parte de ese verano, el más largo y terrible de sus vidas, riendo como chiflados? Uno ríe porque lo que da miedo, lo desconocido, es también lo que divierte. Uno ríe tal como los niños suelen reír y llorar al mismo tiempo cuando se acerca un payaso haciendo cabriolas, sabiendo que es divertido…, pero también algo desconocido, lleno del poder eterno de lo desconocido.
Con morderse la mano no logra ahogar el grito. Sólo puede tranquilizar a los otros —y a Ben— gritando su afirmación en la oscuridad.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Imágenes gloriosas de vuelo le llenan la cabeza mezcladas con el áspero reclamo de los grajos y los estorninos. Esos ruidos se convierten en la música más dulce del mundo.
Y Beverly vuela, vuela muy alto. Ahora el poder no está en ella ni en él, sino entre ambos, y él también grita y ella siente que le tiemblan los brazos. Entonces se arquea hacia arriba, hacia él, percibiendo su espasmo, su profundo contacto, esa fugaz intimidad total con ella en la oscuridad. Juntos irrumpen en los fuegos vitales.
Entonces todo termina y quedan abrazados. Cuando él trata de decir algo, quizá alguna estúpida disculpa que estropee lo que ella recuerda, alguna estúpida disculpa como un golpe de puño, ella lo interrumpe con un beso y lo despide.
Bill viene hacia ella.
Trata de decir algo, pero su tartamudeo es casi absoluto.
—Calla —dice ella, ya segura en su nueva sabiduría, pero notándose cansada. Cansada y muy dolorida. Tiene los muslos pegajosos, tal vez porque Ben terminó de verdad o porque está sangrando—. Todo saldrá perfectamente.
—¿S-s-eg-segura?
—Sí —afirma ella y entrelaza las manos tras el cuello de él papándole el pelo sudoroso y apelmazado—. Bien segura.
—¿E-e-ees… est-t-t esto… e-e-e?
—Chisssst…
No es como con Ben; hay pasión, pero no de la misma clase. Estar con Bill es la mejor conclusión posible. Es bueno, tierno, casi sereno. Ella siente su ansiedad, pero atemperada, refrenada por su preocupación por ella, tal vez porque sólo Bill y ella misma comprenden lo grandioso de ese acto, tanto que jamás deberán mencionarlo, a nadie, ni siquiera entre sí.
Al final, la dulce penetración de Bill la toma por sorpresa. Tiene tiempo de pensar. Oh, va a ocurrir otra vez y no sé si puedo soportarlo…
Pero aquella total dulzura barre con sus pensamientos. Apenas lo oye susurrar:
—Te amo, Bev, te amo. Te amaré siempre. —Una y otra vez, sin tartamudear en absoluto.
Ella lo estrecha contra sí, y, por un momento, así quedan, la suave mejilla de Bill apoyada contra la suya.
Él se retira sin decir nada. Por un momento queda sola, reuniendo sus ropas para vestirse lentamente, afectada de un dolor sordo, palpitante, del que ellos, por ser varones, jamás tendrán noticias. Siente también cierto placer exhausto y el alivio de que todo haya terminado. Ahora siente cierto vacío en la allá abajo y, aunque se alegra de que su sexo haya vuelto a ser suyo, esa vacuidad le provoca una extraña melancolía que jamás podrá expresar, excepto pensando en árboles desnudos bajo un blanco cielo de invierno, en árboles vacíos que esperan a los pájaros, como sacerdotes que presiden la muerte de la nieve.
Los busca a tientas.
Por un momento nadie habla. Cuando alguien lo hace, no sorprende mucho a Beverly que sea Eddie:
—Creo que cuando fuimos por la derecha, dos recodos atrás, debimos haber ido a la izquierda. Jolín, lo sabía, pero estaba tan nervioso que…
—Te has pasado nervioso toda la vida, Eds —dice Richie, con voz agradable. El filo crudo del pánico ha desaparecido por completo.
—Nos equivocamos también en otros lugares —continúa Eddie, sin prestarle atención—, pero ese fue el peor. Si conseguimos volver, creo que no habrá problemas.
Forman una fila torpe: Eddie adelante, Beverly segunda, con la mano en el hombro del primero, tal como la de Mike está sobre el suyo. Vuelven a caminar más aprisa. Eddie no da muestras de nervios ni de preocupación.
Volvemos a casa —piensa Beverly, estremecida de alivio y regocijo—. A casa, sí, y eso será bueno. Hemos hecho nuestra obra, lo que vinimos a hacer y ahora podemos volver a ser sólo chicos. Y eso también será bueno.
Mientras avanzan por la oscuridad, oye que el tronar del agua corriente está cada vez más cerca.
XXIII. LA SALIDA
1
Derry, 9.00/10.00 h.
A las 9.10, en Derry, la velocidad del viento se mantenía a un promedio de 83 km/h, con ráfagas de hasta 105. El anemómetro del Palacio de Justicia registró una ráfaga de 122; luego, la aguja bajó a cero: el viento había arrancado el cuenco giratorio del techo haciéndolo volar en la penumbra barrida por la lluvia. Como el barco de papel de George Denbrough, jamás se lo volvió a ver. A las 9.30, lo que el Departamento de Aguas declarara imposible no parecía sólo posible, sino inminente: que el centro de Derry se inundara por primera vez desde agosto de 1958 al atascarse o derrumbarse, durante una gran tormenta de lluvia, muchas de las cloacas viejas. A las 9.45, coches y furgonetas empezaron a descargar hombres malhumorados a ambos lados del canal. El viento hacía batir locamente sus equipos para lluvia. Por primera vez desde octubre de 1957 se había decidido amontonar bolsas de arena junto a los lados de cemento del canal. La arcada en donde se hacía subterráneo, bajo la triple intersección de la zona céntrica, estaba llena casi hasta el tope. Las calles Main y Canal y el pie de Up-Mile Hill estaban intransitables, como no fuera a pie. Quienes chapoteaban apresuradamente para colaborar en el operativo de refuerzo con bolsas de arena, sentían que las calles mismas se estremecían bajo el frenético fluir del agua, así como una autopista elevada tiembla cuando dos grandes camiones se adelantan. Pero se trataba de una vibración regular y esos hombres se alegraron de estar en la parte norte de la ciudad, lejos de ese rumor, más sentido que oído.
Harold Gardener gritó a Alfred Zitner, propietario de la inmobiliaria Zitner, de la zona Oeste, preguntándole si las calles irían a desmoronarse. Zitner dijo que antes se congelaría el infierno. Harold imaginó por un instante a Adolf Hitler y a Judas Iscariote repartiendo patines para hielo, pero siguió cargando bolsas. Faltaban apenas siete u ocho centímetros para que el agua alcanzara los bordes del canal. En Los Barrens, el Kenduskeag ya se había salido de cauce y, hacia mediodía, los frondosos matorrales y los arbustos asomarían apenas en un vasto y maloliente lago. Los hombres seguían trabajando, deteniéndose sólo cuando se acababan las bolsas de arena…, pero a las 9.50 quedaron petrificados ante un gran ruido de desgarramiento. Más tarde, Harold Gardener contó a su mujer que creyó que había llegado el fin del mundo. No era el centro lo que se estaba derrumbando (todavía no), pero sí la torre-depósito. Sólo Andrew Keene, el nieto de Norbert Keene, presenció lo ocurrido, pero esa mañana había fumado tanta marihuana que, en un primer momento, lo tomó por alucinación. Vagaba por las calles inundadas de Derry desde las ocho, aproximadamente desde la misma hora en que el doctor Hale ascendiera a ejercer como médico de cabecera en el cielo. Estaba empapado hasta los huesos (exceptuando los treinta gramos de hierba protegidos bajo la axila) pero no se daba cuenta. Sus ojos se dilataron de incredulidad. Había llegado al Memorial Park, que se elevaba en la ladera de la colina de la torre-depósito. Y a menos que estuviera viendo mal, la torre tenía una marcada inclinación, como esa chapuza que habían hecho en Pisa y que figuraba en todas las cajas de fideos. ¡Vaya!, exclamó Andrew Keene, abriendo los ojos más y más (a esa altura parecían conectados a pequeños resortes) mientras empezaban los ruidos de madera astillada. La inclinación de la torre se tornaba más y más pronunciada ante ese espectador de vaqueros pegados a unas pantorrillas flacas y diadema empapada que le chorreaba en los ojos.
Por el lado del centro se estaban desprendiendo las ripias blancas, soltando chorritos. Y a unos seis metros de altura, sobre los cimientos de piedra, acababa de abrirse una nítida grieta. De pronto empezó a brotar agua por esa grieta; las ripias soltaban bocanadas al viento. La torre empezó a emitir un ruido crujiente, como si cediera, y Andrew la vio moverse como la manecilla de un gran reloj que pasara de las doce a la una, de la una a las, dos. La bolsita de marihuana se le cayó de la axila y quedó dentro de la camisa, cerca del cinturón. Ni siquiera se dio cuenta. Estaba totalmente absorto. Desde el interior de la torre-depósito surgían grandes ruidos vibrantes, como si se estuvieran rompiendo, una a una, las cuerdas de la guitarra más grande del mundo: eran los cables instalados dentro del cilindro para equilibrar la presión del agua. La torre empezó a inclinarse más y más. Tablas y vigas se desgarraban. Las astillas saltaban al aire y se arremolinaban en el viento. ¡COSA DE LOOOOCOS!, chilló Andrew Keene, pero su comentario se perdió en el estruendo final de la torre bajo siete mil toneladas de agua que brotaron por el lado roto. Aquello provocó una ola gris, inmensa. Si Andrew Keene hubiera estado colina abajo, habría abandonado el mundo sin pérdida de tiempo. Pero Dios protege a los borrachos, a los niños pequeños y a los drogados hasta el tuétano. Andrew estaba en un sitio desde donde podía verlo todo sin ser tocado por una sola gota. ¡FANTÁSTICOS EFECTOS ESPECIALES!, vociferó, mientras el agua arrollaba el Memorial Park como algo sólido barriendo el reloj de sol junto al cual un niño llamado Stan Uris solía observar los pájaros con los binoculares de su padre. ¡STEVEN SPIELBERG MUÉRETE DE ENVIDIA! También voló el baño para pájaros. Andrew lo vio por un momento dando vueltas y vueltas antes de que desapareciera. Una hilera de arces y abetos que separaban el parque de Kansas Street cayó como una fila de bolos. Al caer arrastraron los cables de energía eléctrica. El agua corría por la calle. Empezaba a parecerse más al agua que a esa pasmosa muralla, la que había arrasado el reloj de sol, el baño para pájaros y árboles, pero aún tuvo potencia suficiente para barrer diez o doce casas al otro lado de Kansas Street, arrancándolas de sus cimientos para arrojarlas a Los Barrens. Se desprendieron con horrible facilidad, casi todas aún enteras. Andrew reconoció una de ellas; pertenecía a la familia de Karl Massensik. El señor Massensik había sido su maestro de sexto curso, un verdadero perro. Mientras la casa se iba cuesta abajo, Andrew vio que aún ardía una vela en una ventana y se preguntó, por un momento, si su mente no estaba agregando detalles espectaculares. En Los Barrens se produjo una explosión con una breve llamarada amarilla: una lámpara de gas había prendido fuego al aceite que brotaba de un depósito de combustible roto.
Andrew miró fijamente al otro lado de Kansas Street, donde cuarenta segundos antes había una pulcra hilera de casas de clase media. Habían desaparecido y bien puedes creerlo, dulzura. En el mismo sitio se veían diez agujeros de sótano que parecían piscinas. Andrew quiso expresar su opinión de que eso era cosa de locos, pero ya no podía chillar. Al parecer, se le había descompuesto el chillador. Sentía el diafragma débil e inutilizable. Oyó una serie de golpes secos, crujientes, como los que podría hacer un gigante al bajar por una escalera con los zapatos llenos de galletitas. Era la torre-depósito que rodaba colina abajo: un inmenso cilindro blanco que aún derramaba los restos de su contenido; los gruesos cables que ayudaban a mantenerla íntegra volaban por el aire y se estrellaban luego como látigos de acero cavando en la tierra blanda unos surcos que, inmediatamente, la lluvia torrencial llenaba de agua. Ante la vista de Andrew, que mantenía la barbilla apoyada en la clavícula, aquel cilindro, ya horizontal, con una longitud superior a los 37 metros, voló por el aire. Por un momento pareció congelada allí, imagen surrealista salida de la cabeza de algún chiflado, con el agua de lluvia chisporroteando en sus flancos rotos, desaparecidas las ventanas, aún encendida la luz de la cúspide, como advertencia para los aviones que volaran bajo. Luego cayó a la calle con un estruendo final. Kansas Street había canalizado gran parte del agua que empezó a correr hacia el centro por Up-Mile Hill. Antes había casas allí, pensó Andrew Keene. Y de pronto perdió toda la fuerza en las piernas. Se sentó pesadamente: kersplash. Contempló los cimientos de piedra en donde había visto erguirse la torre-depósito durante toda su vida. Y se preguntó si alguien podría creerle.