It (Eso) – Stephen King

—Si es esa marimacho de Lesley, dile que se busque alguna modelo que devorar y que nos deje dormir.

Beverly levantó brevemente la vista, sacudió la cabeza para indicar que no se trataba de Lesley y volvió a mirar el teléfono. Tom sintió que se le ponían tensos los músculos del cuello. Era como si ella se lo estuviera sacando de encima. La señora. La puta señora. La cosa empezaba a pintar mal. Posiblemente Beverly necesitaba una clase de repaso sobre quién mandaba allí. Posiblemente. A veces le hacía falta. Era lenta para aprender.

Bajó la escalera y caminó por el pasillo hasta la cocina sacándose distraídamente los calzoncillos de entre las nalgas. Abrió la nevera. Su mano estirada no encontró nada más alcohólico que un envase de plástico azul con un sobrante de fideos a la Romanoff. Toda la cerveza había desaparecido, incluyendo la que guardaba bien atrás, como el billete de veinte dólares que guardaba plegado tras su carnet de conducir, para casos de emergencia. El partido había durado catorce entradas y todo para nada. Los White Sox habían perdido. Ese año no eran más que un puñado de culos fofos.

Su mirada se desvió hacia las botellas de bebida fuerte, tras el vidrio del estante superior del bar, por un momento se imaginó sirviéndose una buena medida de whisky con un solo cubito de hielo. Pero volvió hacia la escalera decidido a no darle más problemas a su cabeza. Echó un vistazo al antiguo reloj de péndulo, al pie de la escalera, y vio que ya pasaba de la medianoche. Eso no hizo nada por mejorarle el humor, que, en el mejor de los casos, nunca era muy bueno.

Subió la escalera con lenta deliberación, consciente, demasiado consciente, del modo en que estaba funcionando su corazón. Ka-bom, ka-dud. Ka-bom, ka-dud. Ka-bom, ka-dud. Lo ponía nervioso que el corazón le latiera en los oídos y en las muñecas, no sólo en el pecho. A veces, cuando sucedía eso, lo imaginaba, no como un órgano que se contraía y se expandía, sino como un gran dial en el costado izquierdo de su pecho, con la aguja peligrosamente inclinada hacia la zona roja. Esa mierda no le gustó; no le hacía falta esa clase de mierda. Lo que le hacía falta era dormir bien toda la noche.

Pero la estúpida con quien se había casado aún estaba hablando por teléfono.

—Comprendo, Mike… Sí… sí, yo sí… Lo sé, pero…

Una pausa más larga.

—¿Bill Denbrough? —exclamó ella y el punzón de hielo volvió a clavarse en el oído de Tom.

Aguardó ante la puerta del dormitorio hasta haber recuperado el aliento. Su corazón volvía a latir ka-dud, ka-dud, ka-dud. El tronar había pasado. Imaginó brevemente que la aguja se apartaba del rojo y descartó la imagen a fuerza de voluntad. Era un hombre, por el amor de Dios, y muy hombre, no una caldera con el termostato en mal estado. Estaba en forma. Era de hierro. Y si ella necesitaba aprenderlo otra vez, sería un gusto enseñárselo.

Iba a entrar, pero lo pensó mejor y permaneció donde estaba, escuchándola. No le importaba con quién estaba hablando ni qué decía, sólo escuchaba los tonos ascendentes y descendentes de su voz. Y lo que sentía era aquella vieja y sorda rabia familiar.

La había conocido en un bar para solteros, en Chicago, cuatro años antes. La conversación se entabló con facilidad porque ambos trabajaban en el edificio de Standard Brands y conocían a varias personas en común. Tom trabajaba para King & Landry, Relaciones Públicas, en el piso 42. Beverly Marsh (su nombre de soltera) era asistente de diseños en Delia Fashions, en el 12. Delia, quien más tarde disfrutaría de un modesto renombre en el Medio Oeste, se ocupaba de la gente joven. Sus faldas, sus blusas, chales y pantalones sueltos se vendían principalmente en esos locales que Delia Castleman denominaba «tiendas para jóvenes» y Tom, «vanguardistas». Casi de inmediato, Tom Rogan detectó dos cosas en Beverly Marsh: era muy deseable y muy vulnerable. En menos de un mes sabía una tercera: que era inteligente, muy inteligente. En sus diseños de blusas y faldas de deportes vio una máquina de hacer dinero de posibilidades casi aterrorizantes.

Pero no para los negocios vanguardistas —pensó, aunque no lo dijo (al menos por entonces)—. Basta de mala iluminación, de precios bajos, de exhibiciones de mierda en las trastiendas, entre las porquerías para doparse y las camisetas de grupos de rock. Esa mierda es para los principiantes.

Se enteró de muchas cosas con respecto a ella, aun antes de que Beverly supiera que le interesaba de verdad; así era como él lo deseaba. Se había pasado toda la vida buscando a una mujer como Beverly Marsh y avanzó con la celeridad de un león que se arroja contra un antílope lento. No era que su vulnerabilidad estuviera a la vista. Al mirar, uno veía a una mujer bonita, delgada, pero bien provista. A lo mejor no tenía muy buenas caderas, pero sí un culo estupendo. Y las mejores tetas que Tom había visto en su vida. A Tom le gustaban las tetas, siempre le habían gustado. Y las mujeres altas casi siempre lo desilusionaban en ese punto. Se ponían blusas finas y los pezones enloquecían a cualquiera, pero cuando uno les sacaba esas blusas finas descubría que, aparte de pezones, no había nada más. Las tetas, en sí, parecían pomos de cajón de escritorio. «Basta con lo que entra en la mano; lo demás es un desperdicio», había dicho, más de una vez, su compañero de cuarto en la universidad. Por lo que a Tom concernía, ese hombre tenía la cabeza tan llena de mierda que chirriaba al girar.

Oh, ella era una preciosidad, claro que sí, con ese cuerpo de dinamita y esa gloriosa cascada de pelo rojo, ondulado. Pero era débil, por alguna razón. Parecía emitir señales de radio que sólo él podía recibir. Uno se daba cuenta por ciertas cosas: por lo mucho que fumaba (pero él la tenía casi curada de eso); por el modo inquieto de mover los ojos, sin mirar nunca de frente a la persona con quien hablaba, dirigiéndole la vista sólo de vez en cuando, para apartarla ágilmente de inmediato; por su costumbre de frotarse suavemente los codos cuando se ponía nerviosa; por sus uñas, que mantenía pulcras, pero brutalmente cortas. Tom reparó en eso la primera vez que la vio. En cuanto ella levantó la copa de vino blanco, él le vio las uñas y pensó: Las mantiene así de cortas porque se las come.

Tal vez los leones no piensan, al menos no como la gente… pero ven. Y cuando los antílopes huyen de un abrevadero, alertados por el olor de la muerte próxima, los felinos observan cuál de ellos se queda en la retaguardia, quizá a causa de una pata coja, quizá porque es naturalmente más lerdo… o porque tiene menos desarrollado el sentido del peligro. Y hasta es posible que algunos antílopes (y algunas mujeres) deseen que los derriben.

De pronto oyó un ruido que lo arrancó bruscamente de esos recuerdos: el chasquido de un encendedor.

La furia sorda volvió. Su estómago se llenó de un calor no del todo desagradable. Fumaba. Ella fumaba. Tom Rogan le había dictado un Seminario Especial sobre el tema. Y allí estaba ella, haciéndolo otra vez. Era lenta para aprender, sí, pero el buen maestro da lo mejor de sí con los alumnos lentos.

—Sí —dijo ella en ese momento—. Está bien. Sí…

Escuchó, luego emitió una risa extraña, entrecortada, que Tom nunca le había oído.

—Dos cosas, ya que preguntas: resérvame alojamiento y reza por mí. Sí, está bien… ajá… yo también. Buenas noches.

Estaba colgando el auricular cuando él entró. Su intención había sido entrar con violencia, gritándole que lo apagara, que lo apagara de inmediato, ¡AHORA MISMO!, pero las palabras se le apagaron en la garganta al verla. La había visto así en otras ocasiones, pero sólo dos o tres veces. Una vez, antes de la primera exhibición importante; otra, antes del primer desfile privado para compradores nacionales y, por último, al viajar a Nueva York para recibir el Premio Internacional del Diseño.

Se paseaba por el cuarto a grandes pasos, con el camisón de encaje blanco modelándole el cuerpo y el cigarrillo sujeto entre los labios (por Dios, cómo detestaba verla con una colilla en la boca), despidiendo una cinta blanca sobre el hombro izquierdo, como humo de una locomotora.

Pero fue la cara lo que lo detuvo, lo que le hizo morir el grito pensado en la garganta. El corazón le dio un vuelco, ka-¡BAMP! Hizo una mueca de dolor, diciéndose que eso no era miedo sino sólo asombro de verla así.

Beverly sólo estaba completamente viva cuando el ritmo de su trabajo llegaba a un punto culminante. Cada una de las ocasiones que acababa de recordar se había relacionado, por supuesto, con su profesión. En esas ocasiones, Tom había visto a una mujer distinta de la que conocía tan bien, una mujer que le cargaba el sensible radar de miedo con salvajes estallidos de estática. La mujer que aparecía en momentos de tensión era fuerte, pero cargada de nerviosismo; temeraria, pero imprevisible.

En ese momento había mucho color en sus mejillas, un rubor natural, a la altura de los pómulos. En los ojos, bien abiertos y chispeantes, no quedaban señales de sueño. Su cabellera fluía y flotaba. Y ¡oh, miren eso, amigos y vecinos! ¡Oh, miren bien! ¿Acaso está sacando una maleta del armario? ¿Una maleta? ¡Por Dios, sí!

Resérvame alojamiento… Reza por mí.

Bueno, no le haría falta ningún alojamiento, ningún hotel en el futuro, porque la pequeña Beverly Rogan se quedaría muy quietecita en casa, muchas gracias, y comería de pie durante tres o cuatro días.

Eso sí, buena falta le haría una oración o dos, antes de que él terminara de arreglar cuentas.

Beverly arrojó la maleta a los pies de la cama y fue hacia su cómoda. Abrió el cajón superior y sacó dos pares de vaqueros y dos jerséis de lana gorda. Arrojó todo a la maleta. Otra vez a la cómoda, con el humo del cigarrillo dejando una estela por encima del hombro. Tomó un par de sus viejas blusas marineras con las que parecía una estúpida, pero que se negaba a dejar. Sin duda alguna, quien la había llamado no era de la jet set. Esa ropa era deslucida, como las que usaba Jackie Kennedy cuando pasaba el fin de semana en Hyannisport.

Pero a él no le interesaba quién la hubiera llamado ni dónde pensaba ir, porque ella no iba a ir a ninguna parte. No era eso lo que le picoteaba incesantemente la cabeza, torpe y dolorida por el exceso de cerveza y la falta de sueño.

Era el cigarrillo.

Se suponía que ella los había tirado todos. Pero en ese momento tenía, entre los dientes, la prueba de que se le resistía. Y como aún no había visto a Tom en el marco de la puerta, él se permitió el placer de recordar las dos noches con que se había asegurado el completo dominio de esa mujer.

—No quiero verte fumar nunca más —le había dicho cuando volvían a casa desde una fiesta en Lake Forest. Había sido en octubre, en otoño—. En las fiestas y en la oficina no tengo más remedio que aguantarme esa mierda, pero cuando estoy contigo no tengo por qué tragármela. ¿Sabes qué sensación me da? Te lo voy a decir: es desagradable, pero cierto; es como tener que comerse los mocos de otro.

Esperaba que eso provocara alguna leve chispa de protesta, pero ella se había limitado a mirarlo, tímida, ansiosa de agradar. Su voz sonó grave, mansa, obediente:

—Está bien, Tom.

—Tira eso, entonces.

Ella lo hizo. Tom estuvo de buen humor durante el resto de la noche.

Pocas semanas después, al salir de un cine, ella encendió un cigarrillo y le dio una calada mientras caminaban hacia el aparcamiento. Era una helada noche de noviembre, el viento castigaba como un maníaco cada pedacito de piel descubierta que lograba hallar. Tom recordó que había percibido el olor del lago, como sucede a veces en las noches frías, un olor chato, como a pescado y a vacío al mismo tiempo. La dejó fumar. Hasta le abrió la portezuela para que subiese al coche. Después se instaló tras el volante, cerró su propia puerta y dijo:

—¿Bev?

Ella se quitó el cigarrillo de la boca y giró hacia él, inquisitiva. Tom se la dio con todo: la mano abierta, dura, golpeó su mejilla con fuerza suficiente como para que le cosquilleara la mano, con fuerza suficiente como para que a ella se le estrellara la cabeza contra el respaldo. Sus ojos se ensancharon de sorpresa y dolor… y algo más. Levantó la mano a la mejilla para palparse el calor, el entumecimiento cosquilleante. Y gritó:

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