It (Eso) – Stephen King

(los fuegos fatuos)

Más que viva: estaba llena de una fuerza: magnetismo, gravedad, tal vez otra cosa. Richie se sintió levantado en vilo y luego succionado hacia abajo, algo lo hacía girar y tiraba de él, como si fuera en canoa por una garganta de veloces rápidos. Sintió que la luz se movía ansiosamente en su cara… y la luz estaba pensando.

Es Eso, es Eso, el resto de Eso.

—suéltame, prometiste soltarme

Ya lo sé, pero a veces, cariñito, miento; mi mamá me pega cuando lo hago pero mi papá ya se ha resignado

Sintió que Bill iba dando tumbos hacia una de las grietas de la pared. Sintió que dedos de luz, malignos, se estiraban hacia él, y con un último esfuerzo desesperado tendió la mano hacia su amigo.

¡Tu mano, Bill! ¡Dame la mano! ¡La mano! ¡LA MANO, MALDITA SEA!

Bill alargó bruscamente la mano, abriendo y cerrando los dedos, mientras ese fuego viviente se retorcía sobre la alianza de Audra en diseños rúnicos y moriscos: ruedas, medias lunas, estrellas, esvásticas, círculos enlazados que se convertían en cadenas. La cara de Bill estaba bañada en la misma luz y parecía un tatuaje. Richie se estiró todo lo posible mientras oía los alaridos de Eso.

(se me escapó, oh, por Dios, se me escapó y va a pasar por)

En eso, los dedos de Bill se cerraron sobre los de Richie y Richie cerró la mano con fuerza. Las piernas de Bill pasaron por una de las abertura entre esos leños petrificados y, por un momento demencial, Richie notó que le veía todas las venas, los huesos y los capilares, como si esa pierna estuviera en las fauces de la máquina de rayos X más poderosa del mundo. Richie sintió que los músculos del brazo se le estiraban como caramelo blando; sintió que la articulación del hombro crujía y gruñía protestando por la presión acumulada.

Reunió sus fuerzas para gritar:

—¡Llévanos de regreso! ¡Si no nos llevas de regreso te mataré! ¡Te… mataré a fuerza de voces!

La Araña volvió a chillar. De pronto, Richie sintió que un gran látigo se le enroscaba al cuerpo. Su brazo era una barra de tormento al rojo blanco. Empezó a perder asidero en la mano de Bill.

—¡Sujétate, Gran Bill!

—¡Estoy bien agarrado, Richie!

Mejor así —pensó Richie, lúgubre—, porque me parece que podrías caminar billones de kilómetros por ahí afuera sin encontrar un solo lavabo.

Volvieron en un vuelo sibilante; esa luz descabellada se fue borrando, convertida en una serie de puntos brillantes que, al fin, se apagaron. Cruzaban la oscuridad como torpedos: Richie, prendido a la lengua de Eso con los dientes y apretando la muñeca de Bill con una mano dolorida. Allí estaba la Tortuga; pasó en un instante.

Sintió que se acercaban a aquello que pasaba por el mundo real (pero pensó que jamás volvería a considerarlo como algo «real», exactamente, sino como un ingenioso telón de fondo, sostenido con un montón de cables entrecruzados… como las hebras de una telaraña). Pero saldremos ilesos —pensó—. Volveremos y…

Entonces empezaron otra vez las sacudidas, el verse arrojado a un lado y a otro. Por última vez, Eso trataba de quitárselos de encima para dejarlos fuera. Y Richie sintió que se soltaba. Oyó un gutural rugido de triunfo y se concentró en sujetarse… pero seguía perdiendo asidero. Eso parecía estar perdiendo sustancia y realidad, como si fuera de gasa.

—¡Socorro! —gritó Richie—. ¡Se me escapa! ¡Socorro! ¡Que alguien nos ayude!

5

Eddie

Eddie tenía cierta noción de lo que estaba pasando; de algún modo lo sintió, lo vio, pero como a través de una cortina de gasa. En algún lugar, Bill y Richie trataban de volver. Sus cuerpos estaban allí, pero el resto de ellos, lo real de ellos, estaba muy lejos.

Había visto que la Araña giraba para ensartar a Bill en su aguijón y que Richie se adelantaba a toda carrera gritándole algo con su ridícula voz de policía irlandés…, sólo que Richie parecía haber mejorado muchísimo su imitación, en los años transcurridos, porque su voz se parecía misteriosamente a la del señor Nell.

La Araña se había vuelto hacia Richie y Eddie vio que sus indescriptibles ojos rojos se abultaban en sus cuencas. Richie volvió a gritar, esa vez con la voz de Pancho Villa, y Eddie sintió que la Araña aullaba de dolor. Ben soltó un grito áspero al ver surgir una grieta en aquel pellejo a lo largo de una de sus viejas cicatrices. Por allí brotó un torrente de icor, negro como petróleo crudo. Richie había empezado a decir algo más… pero su voz empezó a languidecer, como el final de una canción pop. La cabeza le cayó hacia atrás, con los ojos fijos en los ojos de Eso. La Araña volvió a quedar inmóvil.

Pasó el tiempo; Eddie no habría podido decir cuánto. Richie y la Araña se miraban fijamente. Eddie sentía el vínculo entre ambos; percibía un torbellino de palabras y emociones que se desarrollaban muy lejos. No podía escuchar nada con exactitud, pero sentía los tonos en colores y matices.

Bill yacía en el suelo, acurrucado, sangrando por la nariz y los oídos, retorciendo apenas lo dedos, con la cara larga y pálida, los ojos cerrados.

La Araña sangraba en ese momento por cuatro o cinco puntos, nuevamente malherida, pero aún peligrosamente vital y Eddie pensó: ¿Por qué no hacemos algo? ¡Podríamos herirla mientras está ocupada con Richie! ¿Por qué nadie hace nada, por el amor de Dios?

Experimentó un triunfo descabellado… y esa sensación se tornó más clara, más nítida. Más próxima. ¡Vuelven! —habría querido gritar, si no hubiera tenido la boca demasiado seca, la garganta demasiado tensa—. ¡Ya vuelven!

La cabeza de Richie empezó a girar lentamente, de lado a lado. Su cuerpo parecía ondular dentro de la ropa. Las gafas pendieron, por un momento, en la punta de su nariz…, luego cayeron y se estrellaron contra las lajas.

La Araña se agitó; sus flacas patas hicieron un ruido seco en el suelo. Eddie le oyó un terrible grito de triunfo y, un momento después, la voz de Richie estalló claramente en su cabeza:

(¡socorro! ¡se me escapa! ¡que alguien me ayude!)

Entonces Eddie se adelantó corriendo mientras sacaba el inhalador del bolsillo con la mano sana, los labios encogidos en una mueca. El aliento le brotaba en dolorosos silbidos por una garganta no más grande que el agujero de un alfiler. En una visión demencial, la cara de su madre bailoteó delante de él, gritando: ¡No te acerques a Eso, Eddie! ¡No te acerques! ¡Esas cosas provocan cáncer!

—¡Cállate, mamá! —gritó Eddie, con voz aguda y chillona, toda la que le quedaba.

La cabeza de la Araña giró en esa dirección, apartando momentáneamente los ojos de Richie.

—¡Toma! —aulló Eddie, con su voz moribunda—. ¡Toma un poco de esto!

Saltó contra Eso accionando su inhalador al mismo tiempo, y por un instante recobró toda su fe infantil en los medicamentos, los medicamentos de la niñez que lo resolvían todo, que le hacían sentirse mejor cuando los chicos más grandes lo maltrataban o cuando lo atropellaban en la urgencia por salir de la escuela o cuando tenía que quedarse sentado sin jugar, junto a Tracker Hermanos, porque su madre no le dejaba hacer deporte. Era buena medicina, medicina fuerte, y al saltar contra la cara de la Araña percibiendo su asqueroso aliento amarillo, sobrecogido por su furia concentrada y su decisión de aniquilarlos a todos, disparó el inhalador apuntándolo directamente a uno de esos ojos-rubíes.

Sintió/oyó su alarido; esa vez no era de ira, sólo de dolor, una agonía hórrida. Vio la llovizna de gotitas que se posaba en ese bulto rojo-sangre, las vio ponerse blancas allí donde se posaban, las vio hundirse tal como se hubiera hundido una salpicadura de ácido sulfúrico. Vio que su enorme ojo empezaba a achatarse como sanguinolenta yema de huevo y corría en un horrible torrente de sangre viva, icor y pus agusanados.

—¡Vuelve ahora, Bill! —gritó, con lo último de su voz.

Y golpeó a Eso. Sintió su ruidoso calor metiéndose en él; sintió un calor húmedo, terrible, y se dio cuenta de que su brazo sano se había deslizado en la boca de la Araña.

Apretó otra vez el inhalador disparando el medicamento por la garganta de Eso, por su garguero maligno y maloliente garganta y hubo un dolor súbito, deslumbrante, claro como la caída de una guillotina. Eso había cerrado las fauces arrancándole el brazo a la altura del hombro.

Eddie cayó al suelo, sangrando por el astillado muñón del brazo, vagamente consciente de que Bill se estaba levantando, estremecido, de que Richie avanzaba hacia él, a tropezones, como borracho al terminar una larga noche.

—… eds…

Lejos. Sin importancia. Todo se alejaba de él junto con su sangre vital: toda la ira, el dolor, el miedo, la confusión y el sufrimiento. Se estaba muriendo, tal vez, pero se sentía… Ah, Dios, se sentía lúcido, claro, como una ventana a la que le acaban de limpiar los cristales y deja entrar, en su gloriosa y atemorizante luz, una insospechada aurora. La luz, oh, Dios, esa luz perfecta y racional que despeja el horizonte en alguna parte del mundo, segundo a segundo.

—… eds oh dios mío bill ben quien sea ha perdido un brazo, el…

Miró a Beverly y vio que estaba llorando; las lágrimas le resbalaban por las mejillas sucias mientras le pasaba un brazo bajo el cuerpo. Notó que ella se había quitado la blusa y estaba tratando de detener la hemorragia mientras gritaba pidiendo ayuda. Después miró a Richie y se humedeció los labios con la lengua. Se esfumaba, se esfumaba. Se iba tornando más y más translúcido, vaciándose. Todas las impurezas escapaban de él para dejarlo limpio, para que la luz pudiera pasar; de haber tenido tiempo suficiente, habría podido pronunciar un sermón, predicar sobre eso. No es malo —empezaría—. Esto no es nada malo. Pero antes necesitaba decir otra cosa.

—Richie— susurró.

—¿Qué? —Richie estaba hincado a cuatro patas, mirándolo desesperadamente.

—No me llames Eds —dijo y sonrió. Levantó lentamente la mano izquierda y le tocó la mejilla. Richie lloraba—. Sabes que… que…

Eddie cerró los ojos, pensando cómo terminar y mientras estaba pensándolo todavía, murió.

6

Derry, 7.00/9.00 h.

Hacia las siete de la mañana, la velocidad del viento, en Derry, había aumentado a 56 km/h con ráfagas que llegaban a 68. Harry Brooks, meteorólogo del Servicio Nacional destacado en el aeropuerto internacional de Bangor, hizo una llamada de alarma a la oficina de Augusta. Según dijo, los vientos venían del oeste y soplaban en un extraño esquema semicircular, tal como él jamás había visto…, pero cada vez se parecía más a un misterioso huracán de bolsillo limitado casi exclusivamente al municipio de Derry. A las 7.10, las principales radioemisoras de Bangor transmitieron las primeras advertencias de que se aproximaba un fuerte vendaval. La explosión del transformador de potencia en el local de Tracker Hermanos, había dejado sin energía eléctrica a todo el sector de Kansas Street que daba a Los Barrens. A las 7.17, un viejo arce de Old Cape, en Los Barrens, cayó con un estruendo aterrado y aplastó un almacén nocturno en la esquina de Merit Street con la avenida Cape. Un anciano cliente, llamado Raymon Fogarty, murió al caerle encima una nevera; se trataba del mismo Fogarty que, como ministro de la primera iglesia metodista de Derry, había presidido el sepelio de George Denbrough en octubre de 1957. El arce derribó también tantos cables del tendido que dejó sin corriente a los bloques de Old Cape y a los Sherburn Woods, algo más elegantes. El reloj de la iglesia de la Gracia no había dado las seis ni las siete. A las 7.20, tres minutos después de la caída del arce en Old Cape, aproximadamente una hora y cuarto después de que se produjera el desbordamiento de todos los inodoros y sumideros de la zona, el reloj de la torre sonó trece veces. Un minuto después, un rayo blanquiazulado cayó sobre la cúpula. Heather Libby, la esposa del ministro, estaba mirando por la ventana de la cocina en ese mismo instante; según su declaración, la cúpula «estalló como si alguien la hubiera cargado con dinamita». Sobre la calle llovieron tablas pintadas de blanco, trozos de viga y piezas de relojería suiza. Los astillados restos de la cúpula ardieron por un instante y se apagaron bajo la lluvia, ya convertida en un diluvio tropical. Las calles que descendían por la colina hacia la zona comercial del centro burbujeaban bajo la lluvia. El curso del canal, bajo Main Street, se había convertido en un trueno estremecido y constante que provocaba miradas intranquilas entre la gente. A las 7.25, mientras el estruendo de la cúpula de la Gracia aún reverberaba sobre todo Derry, el portero que iba al bar de Wally todas las mañanas, en días hábiles, para limpiar el local, vio algo que le hizo salir aullando a la calle. Este hombre, alcohólico desde su ingreso en la universidad de Maine, once años atrás, cobraba una miseria por sus servicios; quedaba entendido que su verdadero sueldo consistía en la autorización de beberse cuanto quedara en los barriles de cerveza guardados bajo el mostrador, restos de la noche anterior. Era Vincent Caruso Taliendo, más conocido entre sus contemporáneos del quinto curso por el seudónimo de Boogers. Mientras limpiaba, en esa apocalíptica mañana de Derry, acercándose cada vez más al mostrador, vio que los siete barriles de cerveza se inclinaban hacia adelante como empujados por siete manos invisibles. La cerveza corrió en arroyos de espuma blanca y dorada. Vincent dio un paso adelante sin pensar en fantasmas ni en espectros, sino en los dividendos de esa mañana que se estaban yendo al diablo. De pronto se detuvo con los ojos desorbitados. Un grito gemebundo, horrorizado, se elevó en la vacía caverna, olorosa a cerveza, que era el bar de Wally; la cerveza había dado paso a arteriales torrentes de sangre que se arremolinaban en los sumideros de cromo. La vio brotar a borbotones de allí y correr por el costado de la barra en pequeños arroyos. De pronto, de las espitas comenzaron a brotar pelos y trozos de carne. Boogers Taliendo observaba todo eso transfigurado, sin fuerzas siquiera para volver a gritar. A continuación se oyó una explosión seca: había estallado uno de los toneles. Todas las puertas del armario instalado bajo la barra se abrieron de par en par. Por ellas brotó un humo verdoso, como la estela de un truco de magia. Boogers había visto más que suficiente. Huyó, gritando a todo pulmón hacia la calle, convertida ya en un canal de poca profundidad. Cayó sentado, se levantó y echó una mirada de terror sobre el hombro. Una de las ventanas del bar estalló con todo el ruido de una galería de tiro al blanco. Alrededor de su cabeza silbaron los fragmentos de vidrio. Un momento después estalló la otra ventana. Una vez más, quedó milagrosamente intacto… pero decidió, de un momento a otro, que había llegado el momento de hacer una visita a su hermana, la que vivía en Eastport. Se puso en marcha de inmediato y su viaje hasta los límites del municipio constituyó una saga en sí mismo, pero baste decir que, a su debido tiempo, logró salir de la ciudad. Hubo otros que tuvieron menos suerte. Aloysius Nell, que había cumplido setenta y siete años hacía poco, estaba sentado con su esposa en la sala de su casa, en Strapham Street, contemplando la tormenta que castigaba Derry. A las 7.32 sufrió un ataque fatal. Su esposa dijo a su hermano, una semana después, que Aloysius había dejado caer la taza de café en la alfombra, súbitamente erguido y con los ojos dilatados, gritando: «¡Tate, tate, chica! ¿Qué diablos estás haciendo, eh? ¡Te me quedas quietecita si no quieres que te baje las bra…!». Luego cayó de su silla estrellando bajo el cuerpo la taza de café. Maureen Nell, que sabía lo mal que andaba del corazón desde hacía tres años, comprendió inmediatamente que aquello era el fin y, después de aflojarle el cuello de la camisa, corrió al teléfono para llamar al padre McDowell. Pero el teléfono no funcionaba. No emitía más que un ruido extraño, como el de los coches de la policía. Por lo tanto, aun sabiendo que eso era una blasfemia por la que debería responder ante san Pedro, había intentado administrarle los últimos sacramentos personalmente. Según dijo a su hermano, confiaba en que Dios comprendería, aunque san Pedro no lo hiciera. Aloysius había sido buen esposo y buen hombre; si bebía demasiado, era sólo por su sangre irlandesa. A las 7.49 una serie de explosiones sacudió la galería Derry, levantada en los terrenos de la difunta fundición Kitchener. No hubo víctimas fatales; la galería no abría hasta las diez; los cinco hombres encargados de la limpieza no debían llegar hasta las ocho y, dado lo horrible de la mañana, muy pocos habrían ido a trabajar, de cualquier modo. Más adelante, un equipo de investigadores descartó que pudiera tratarse de un sabotaje. Sugirieron, con bastante vaguedad, que las explosiones podían haber sido provocadas por el agua que se había filtrado hasta el sistema eléctrico de la galería. Fuera cual fuese el motivo, nadie haría compras en la galería Derry por mucho tiempo. Un estallido barrió totalmente el local de la joyería Zale. Anillos de diamantes, brazaletes de identificación, sartas de perlas, bandejas de alianzas y relojes digitales volaron por doquier en una verdadera lluvia de baratijas brillantes. Una caja musical voló al otro lado del corredor del este y cayó en la fuente, donde tocó una burbujeante versión del tema de Love Story antes de cerrarse. La misma explosión abrió un agujero en el local de Baskin-Robbins, convirtiendo los 31 sabores en sopa de helado que corrió por el suelo en arroyos turbios. El estallido que atravesó Sears levantó un trozo de techo; el viento cada vez más fuerte se lo llevó como a una cometa. Descendió a mil metros de distancia atravesando limpiamente el silo de un granjero llamado Brent Kilgallon. El hijo de este hombre, de dieciséis años de edad, corrió al exterior con la Kodak de su madre y tomó una foto que fue comprada por el National Enquirer por sesenta dólares, que el chico utilizó para comprar dos neumáticos nuevos para su motocicleta. Una tercera explosión hizo pedazos la tienda Hit or Miss, haciendo volar faldas, vaqueros y ropa interior en llamas hasta el inundado aparcamiento. Por fin, otro estallido abrió la pequeña sucursal del Banco de Granjeros como si hubiera sido una caja de galletitas. También en ese caso voló un trozo del techo. Los sistemas de alarma se dispararon con un relincho que no pudo ser acallado hasta que se produjo un cortocircuito en los cables del sistema independiente, cuatro horas después. Pólizas de préstamo, documentos bancarios, certificados de depósito, cheques y formularios saltaron hasta el cielo, barridos por el viento. Y también dinero: en su mayoría, billetes de diez y de veinte, con una generosa porción de billetes de cinco y una cucharada de papeles de cincuenta y de cien. Volaron más de setenta y cinco mil dólares según los empleados del banco. Más tarde, tras una violenta sacudida a la estructura de ejecutivos bancarios, algunos admitirían, estrictamente en privado, que habían sido, más bien, doscientos mil. Una mujer de Haven, Rebecca Paulson, encontró un billete de cincuenta dólares aleteando bajo el felpudo de su puerta trasera, dos de veinte en su pajarera y otro de cien pegado a un roble, en su patio trasero. Ella y su marido utilizaron el dinero para pagar dos letras del coche. El doctor Hale, médico jubilado que vivía en Broadway Oeste desde hacía casi cincuenta años, murió a las ocho de la mañana. El doctor Hale se jactaba de que siempre, desde hacía veinticinco años, efectuaba la misma caminata de tres kilómetros desde su casa, rodeando el parque Derry y el colegio. Nada se lo impedía: ni la lluvia ni el aguanieve ni el granizo ni los vientos aullantes del nordeste ni las temperaturas bajo cero. En la mañana del 31 de mayo se puso en marcha desoyendo las preocupadas advertencias de su ama de llaves. Sus últimas palabras, pronunciadas por encima del hombro mientras se acercaba a la puerta de la calle encasquetándose el sombrero, fueron: «No sea tan tonta, Hilda. Esto no es más que un chubasco. ¡Si hubiera visto lo de 1957! ¡Eso sí que fue una verdadera tempestad!». Cuando el doctor Hale giró nuevamente por Broadway Oeste, una tapa de cloaca se levantó súbitamente de la acera frente a la casa de los Mueller y decapitó al buen médico tan limpiamente que su cuerpo dio tres pasos más antes de caer al suelo.

Autore(a)s: