Pero Eso es otra cosa, una forma final que casi puedo ver, como se puede ver la forma de un hombre moviéndose tras la pantalla cinematográfica, en pleno espectáculo, otra forma. Pero no quiero verla, por favor, Dios mío, no quiero ver a Eso…
Y no importaba, ¿verdad? Veían lo que veían y Ben comprendió, de algún modo, que Eso estaba aprisionado en esa forma definitiva, la forma de la Araña, por esa visión del grupo, colectiva, no buscada, sin paternidad. Era contra este Eso que deberían vivir o morir.
La criatura gemía y chillaba. Ben tuvo la seguridad de que estaba oyendo dos veces esos ruidos: en la cabeza y, una fracción de segundo después, en los oídos. Telepatía —pensó—. Le estoy leyendo la mente. Su sombra era un huevo achaparrado que se deslizaba sobre la antigua pared de esa madriguera. El cuerpo estaba cubierto de pelo áspero y Ben vio que poseía un aguijón capaz de ensartar a un hombre. De la punta surgía un fluido transparente que también estaba vivo; como la saliva, el veneno se retorcía hasta escapar por las rendijas del suelo. El aguijón, sí…, pero debajo de él, la barriga de Eso se abultaba grotescamente, casi arrastrándose por el suelo. Eso cambiaba ahora de dirección, encaminándose, sin fallar, hacia el jefe del grupo: hacia Bill.
Es la bolsa de los huevos —pensó Ben y su mente pareció gritar ante las implicaciones de aquella idea—. No importa qué sea Eso más allá de lo que vemos: esta representación es correcta, al menos simbólicamente: Eso es hembra y está preñada. Estaba preñada ya en aquel entonces y ninguno de nosotros se dio cuenta. Excepto Stan, quizá. Oh, Cristo, sí, fue Stan quien lo comprendió, Stan, no Mike. Stan, quien nos dijo… Por eso tuvimos que volver, pasara lo que pasara, porque Eso es hembra y está preñada de algún engendro inconcebible… y está al final de su gestación.
Increíblemente, Bill Denbrough se estaba adelantando para salir al encuentro de Eso.
—¡No, Bill! —gritó Beverly.
—¡Que-que-quedaos atrás! —gritó Bill, sin volverse.
Un momento después, Richie corría hacia él gritando su nombre y Ben descubría que sus propias piernas se habían puesto en movimiento. Le parecía tener una panza fantasmal bamboleándose delante de él; la sensación le resultó agradable: Tener que volver a ser niños —pensó, incoherente—. Es el único modo en que puedo impedir que Eso me vuelva loco. Tengo que convertirme otra vez en niño…, tengo que aceptarlo. De algún modo.
Corría. Gritaba el nombre de Bill. Apenas consciente de que Eddie corría a su lado, balanceando el brazo roto con el cinturón de bata que Bill había usado para atarlo arrastrándose por el suelo. Eddie había sacado su inhalador. Parecía un pistolero desnutrido y demente armado de alguna extraña pistola.
Ben oyó que Bill aullaba:
—¡Tú ma-ma-mataste a mi hermano, hi-i-ija de p-puta!
Entonces Eso alzó las patas frente a Bill sepultándolo en su sombra, pataleando en el aire. Ben oyó un maullido ansioso y miró aquellos ojos malignos, rojos, ajenos al tiempo. Por un instante vio, sí, la forma oculta detrás de la apariencia: vio luces, vio una cosa peluda, reptante, infinita, que estaba hecha de luz y nada más, de luz naranja, una luz muerta que se fingía viva.
El rito se inició por segunda vez.
XXII. EL RITO DE CHÜD
1
En la madriguera de Eso, 1958
Fue Bill quien los retuvo unidos mientras la gran Araña negra bajaba a toda velocidad por su tela provocando una brisa venenosa que les revolvía el pelo. Stan chilló como un bebé, los ojos pardos se le desorbitaban, se arañaba las mejillas con los dedos. Ben retrocedió lentamente hasta que su amplio trasero tocó la pared, a la izquierda de la puerta. Sintió un fuego frío que le quemaba los pantalones y volvió a apartarse, pero como en un sueño. Sin duda, nada de todo eso podía estar ocurriendo; era, simplemente, la peor pesadilla del mundo. Descubrió que no podía levantar las manos. Parecían atadas a grandes pesos muertos.
Richie sintió que los ojos se le iban hacia la tela. Aquí y allá, envueltos, parcialmente en hebras de seda que se movían como si estuvieran vivas, había unos cuantos cadáveres podridos a medio comer. Creyó reconocer a Eddie Corcoran cerca del techo, aunque le faltaban las dos piernas y un brazo.
Beverly y Mike se abrazaron como Hansel y Gretel en los bosques, paralizados, mientras la Araña llegaba al suelo y avanzaba hacia ellos. Su sombra distorsionada corría a su lado, en la pared.
Bill los miró a todos: alto y flaco, con una camiseta sucia de barro y agua residual, que en alguna época había sido blanca; vaqueros y zapatillas cubiertas de mugre. Tenía el pelo sobre la frente y los ojos encendidos. Los miró a todos, como despidiéndose y se volvió hacia la Araña. Increíblemente, echó a andar hacia Eso; en vez de huir, apretaba el paso, con los codos en punta, los puños apretados, las muñecas tensas.
—¡T-t-tú ma-mataste a mi he-e-ermano!
—¡No, Bill! —chilló Beverly, liberándose de los brazos de Mike para correr hacia él, con el pelo rojo ondeando tras ella. Y gritó a la araña—: ¡Déjalo en paz! ¡No lo toques!
¡Oh, mierda, Beverly!, pensó Ben. Y corrió también, con la barriga bamboleándose frente a él, moviendo las piernas con fuerza, apenas consciente de que Eddie corría a su izquierda sosteniendo el inhalador con la mano sana como si fuera una pistola.
Entonces Eso alzó las patas frente a Bill, que estaba desarmado. Lo sepultó en su sombra manoteando en el aire. Ben aferró a Beverly por el hombro, pero la mano se le deslizó. Ella giró hacia él, con los ojos salvajes, descubriendo los dientes en una mueca.
—¡Ayúdalo! —gritó.
—¿Cómo? —gritó Ben, a su vez.
Giró hacia la Araña, oyó su maullido ansioso, miró aquellos ojos malignos, rojos, ajenos al tiempo y vio algo detrás de la apariencia, algo mucho peor que una araña. Algo que era todo luz demencial. Le faltó el valor…, pero era Bev quien se lo pedía. Bev, y él la amaba.
—¡Maldita, deja en paz a Bill! —chilló.
Un momento después, una mano le golpeaba la espalda con tanta fuerza que estuvo a punto de caer. Era Richie. Aunque le corrían las lágrimas por las mejillas, Richie sonreía como un loco. Las comisuras de la boca parecían llegarle casi a las orejas. Entre los dientes se filtraba un poco de saliva.
—¡Déjala, Parva! —ordenó—. ¡Chüd! ¡Chüd!
¿Déjala? —pensó Ben, estúpidamente—. ¿Habla como si fuera hembra?
Y en voz alta:
—Bueno, pero ¿qué es eso? ¿Qué es Chüd?
—¡Qué coño sé yo! —chilló Richie. Corrió hacia Bill y quedó bajo la sombra de Eso.
Eso se había bajado sobre las patas traseras. Las delanteras manoteaban el aire sobre la cabeza de Bill. Y Stan Uris, obligado a aproximarse, forzado a aproximarse a pesar de todos sus instintos, su mente y su cuerpo, vio que Bill mantenía la vista fija en Eso, en sus inhumanos ojos naranja, ojos de los que brotaba esa horrible luz cadavérica. Se detuvo, comprendiendo que había comenzado el rito de Chüd, fuera lo que fuese.
2
Bill en el vacío, antes
—¿quién eres y por qué vienes a Mí?
—Soy Bill Denbrough. Ya sabes quién soy y por qué he venido. Mataste a mi hermano y he venido a matarte. Te equivocaste al elegirlo a él, hija de puta.
—soy eterna, soy la Devoradora de Mundos.
—¿Ah, sí? ¿En serio? Bueno, se te acabó la comida, hermana.
—tú no tienes poder; el poder está aquí, siente el poder, mocoso, y después veremos si vuelves a hablar de matar a la Eterna. ¿Crees verme a mí? ¡Ven, entonces! ¡Ven, mocoso! ¡Ven!
Arrojado…
(castiga)
No, arrojado no, disparado, disparado como una bala humana, como la Bala Humana del circo que llegaba a Derry en mayo todos los años. Se vio levantado y lanzado al otro lado de la cámara. ¡Esto sólo ocurre en mi mente, aulló para sí. Mi cuerpo sigue allí, de pie, cara a cara con Eso, sé valiente, es sólo un truco mental, sé valiente, sé firme, resiste, resiste…
(exhausto)
Hacia adelante, rugiendo, disparado por un túnel negro y chorreante de azulejos desmigajados que tendrían cincuenta años de antigüedad, cien, mil, un millón de billones, tal vez, volando en mortífero silencio por intersecciones, algunas iluminadas por ese fuego verde-amarillento, retorcido, y otras por globos relumbrantes llenos de una fantasmagórica luz blanca, y otros muertos y negros. Fue arrojado a una velocidad de mil quinientos kilómetros por hora, pasando junto a un montón de huesos, algunos humanos, otros no, como un dardo propulsado por cohetes por un túnel de viento, que ahora iba hacia arriba, pero no hacia la luz, sino hacia la oscuridad, una oscuridad titánica
(el poste)
y estalló hacia fuera, hacia una negrura total, la negrura era todo, la negrura era el cosmos y el universo y el suelo de la negrura era duro, duro, era como ebonita pulida, y él se deslizaba sobre el pecho y el vientre y los muslos como un peso en una lanzadera. Estaba en el suelo del salón de baile de la eternidad, y la eternidad era negra.
(tosco y recto)
—basta ya, ¿por qué dices eso? Eso no te ayudará, niño estúpido.
¡e insiste, infausto, que ha visto a los espectros!
—¡basta ya!
¡castiga exhausto el poste tosco y recto e insiste infausto que ha visto a los espectros!
—¡basta ya! ¡basta! exijo, ordeno, que termines ya.
No te gusta, ¿verdad?
Y piensa: Si pudiera al menos decirlo en voz alta, decirlo sin tartamudear, podría romper esta ilusión…
—esto no es una ilusión, niñito estúpido; es la eternidad, Mi eternidad, y estás perdido en ella, perdido para siempre. Nunca hallarás el camino de regreso; ahora eres eterno y estás condenado a vagar en la negrura… después de que me hayas visto cara a cara, claro.
Pero allí había algo más. Bill lo percibía, lo sentía, hasta podía olerlo. Una gran presencia hacia delante, en la oscuridad. Una Forma. No sintió miedo, sino un respeto sobrecogedor. Aquello era un poder que empequeñecía el poder de Eso y Bill sólo tuvo tiempo de pensar, incoherente: Por favor, por favor, seas quien seas, recuerda que soy muy pequeño…
Voló hacia aquello y vio que se trataba de una gigantesca Tortuga con el caparazón blindado de muchos colores deslumbrantes. Su antiquísima cabeza de reptil asomó lentamente y Bill creyó sentir una vaga sorpresa despectiva por parte de la cosa que lo había arrojado hasta allí. Los ojos de la Tortuga eran bondadosos. Bill se dijo que era lo más antiguo que uno pudiese imaginar, muchísimo más antigua que Eso, que aseguraba ser eterna.
—¿Qué eres tú?
Soy la Tortuga, hijo. Yo hice el universo, pero no me culpes por eso, por favor; me dolía la barriga.
—¡Ayúdame, por favor! ¡Ayúdame!
En estas cosas no tengo nada que ver.
—Mi hermano…
Tiene su propio lugar en el macrocosmos, la energía es eterna, como ha de comprender hasta un niño como tú.
Ahora la Tortuga estaba quedando atrás; aun a esa tremenda velocidad de deslizamiento, su flanco blindado parecía prolongarse interminablemente a su derecha. Pensó, vagamente, en un tren que pasara en dirección opuesta al suyo, un tren tan largo que, al cabo, parece estar quieto o hasta marchar hacia atrás. Aún podía oír el parloteo y los zumbidos de Eso: su voz aguda, furiosa, inhumana, llena de loco odio. Pero cuando habló la Tortuga, la voz de Eso quedó completamente borrada. La Tortuga hablaba en la mente de Bill y Bill comprendió, de algún modo, que aún había «Otro» y que ese Otro Definitivo habitaba un vacío más allá de éste. Ese Otro Definitivo era, tal vez, el creador de la Tortuga, que sólo sabía observar, y de Eso, que sólo sabía comer. Ese Otro era una fuerza más allá del universo, un poder más allá de todos los otros poderes, el autor de todo lo que era.
Y de pronto creyó entender: Eso quería arrojarlo a través de alguna muralla, en el fin del universo, hacia otro lugar
(lo que la vieja Tortuga llamaba macrocosmos)
donde vivía realmente Eso, donde existía como médula titánica y refulgente que podía no ser más que una pequeñísima mota en la mente de eso Otro; Bill vería a Eso desnudo, una fuerza destructiva y sin forma y quedaría misericordiosamente aniquilado o viviría por siempre, demente pero consciente dentro del ser de Eso, homicida, infinito e informe.
¡Por favor, ayúdame! ¡Por los otros!
—Debes ayudarte a ti mismo, hijo.
Pero ¿cómo? ¡Dime, por favor! ¿Cómo, cómo, CÓMO?
Había llegado ya a la altura de las patas traseras de la Tortuga, densamente escamadas. Tuvo tiempo para observar su carne titánica, pero viejísima. Tuvo tiempo de maravillarse ante sus gruesas uñas, que eran de un extraño color amarillo azulado; en cada una nadaban galaxias enteras.