It (Eso) – Stephen King

A las 6.19 un rayo cayó en el llamado Puente de los Besos que cruzaba el canal entre el parque Bassey y el instituto de Derry. Las astillas volaron a gran altura y llovieron sobre el precipitado canal cuya corriente se las llevó.

Se estaba levantando viento. A las 6.30, el medidor instalado en el vestíbulo del Palacio de Justicia lo registró en más de veintitrés kilómetros por hora. Hacia las 6.45 había ascendido a treinta y seis kilómetros por hora.

A las 6.50, Mike Hanlon despertó en su habitación del Hospital Municipal de Derry. Su retorno a la conciencia fue una especie de lenta disolución; por largo rato pensó que estaba soñando. En ese caso, se trataba de un sueño muy raro, una especie de sueño de ansiedad, como habría dicho su antiguo profesor de psicología, el doctor Abelson. Al parecer no había motivos explícitos para esa ansiedad, pero allí estaba, de todos modos. Esa habitación blanca, sencilla, parecía gritarle amenazas.

Gradualmente se fue dando cuenta de que estaba despierto. La habitación blanca y sencilla era una habitación de hospital. Sobre su cabeza pendían frascos, uno lleno de líquido transparente; el otro, rojo oscuro: sangre. Vio un televisor apagado atornillado a la pared y cobró conciencia del constante batir de la lluvia contra la ventana.

Mike trató de mover las piernas. Una se movía libremente, pero la otra, la derecha, estaba aprisionada. En ella, las sensaciones eran muy débiles. Por fin notó que estaba fuertemente vendado.

Todo volvió poco a poco. Se había sentado a escribir en su cuaderno y había aparecido Henry Bowers. Un verdadero estallido del pasado, una dorada maravilla. Después de una pelea…

¡Henry! ¿Adónde había ido Henry? ¿En busca de los otros?

Mike buscó a tientas el timbre. Estaba sujeto a la cabecera de su cama. Lo tenía ya en las manos cuando se abrió la puerta dando paso a un enfermero. Tenía dos botones de la chaquetilla desabrochados; el pelo revuelto le daba un desaliñado aspecto parecido a Ben Casey. Llevaba al cuello una medalla de San Cristóbal. Aun en ese estado confuso, no del todo consciente, Mike lo reconoció inmediatamente. En 1958, en Derry, una niña de dieciséis años llamada Chery Lamonica había sido asesinada por Eso. La chica tenía un hermano de catorce llamado Mark. De él se trataba.

—¿Mark? —dijo Mike débilmente—. Necesito hablar contigo.

—Chist —lo silenció Mark, con la mano en el bolsillo—. No hables.

Entró en la habitación y se detuvo a los pies de la cama. Mike vio, con un inerme escalofrío, lo inexpresivo de sus ojos. Mark Lamonica tenía la cabeza levemente inclinada, como escuchando una música lejana. Sacó la mano del bolsillo. Entre los dedos tenía una jeringuilla.

—Esto te hará dormir —dijo.

Y empezó a caminar hacia la cama.

11

Bajo la ciudad, 6.49 h.

—¡Chist! —exclamó Bill, de pronto, aunque no se oía otro ruido que el de los leves pasos del grupo.

Richie encendió una cerilla. Las paredes del túnel se habían separado. Los cinco parecían muy pequeños en ese espacio, bajo la ciudad. Formaron un grupo apretado. Beverly tuvo una fantasmal sensación de cosa ya vivida, mientras observaba las gigantescas lajas del suelo y las redes de telarañas que pendían en lo alto. Ahora estaban cerca. Muy cerca.

—¿Qué oyes? —preguntó a Bill, tratando de mirar a todas partes mientras el fósforo se consumía en la mano de Richie. Esperaba ver alguna nueva sorpresa acechando en la oscuridad, surgiendo de ella. ¿Rodan, tal vez? ¿El alienígena de esa horrible película con Sigourney Weaver? ¿Una gran rata de ojos naranja y dientes de plata? Pero no había nada: sólo el polvoriento olor de la oscuridad y, muy lejos, el rumor del agua precipitada como si las cloacas se estuvieran llenando.

—A-a-algo a-anda m-mal —dijo Bill—. Mike…

—¿Mike? —se alarmó Eddie—. ¿Qué le pasa?

—Yo también lo sentí —confirmó Ben—. ¿Es…? Bill, ¿ha muerto?

—No —dijo Bill. Sus ojos estaban neblinosos y distantes, carentes de emoción; toda la alarma se concentraba en su tono y en la posición defensiva del cuerpo—. Está… E-e-está… —Tragó saliva. Su garganta emitió un chasquido y sus ojos se dilataron—. ¡Oh…! ¡Oh, no…!

—¡Bill! —gritó Beverly, alarmada—. Bill, ¿qué pasa? ¿Qué…?

—¡Dad-dadme las ma-manos! —gritó Bill—. ¡Rá-rápido!

Richie dejó caer la cerilla y tomó una mano de Bill. Beverly tomó la otra. Buscó a tientas con la mano libre y Eddie se la sujetó débilmente con los dedos del brazo entablillado. Ben completó el círculo.

¡Envíale nuestro poder! —exclamó Bill, con la misma voz extraña y grave—. ¡Envíale nuestro poder, quienquiera que seas Tú, envíale nuestro poder! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!

Beverly sintió que algo brotaba de ellos en dirección a Mike. La cabeza le rodó sobre los hombros en una especie de éxtasis y el áspero silbido de Eddie, al respirar, se confundió con el largo trueno del agua en las cloacas.

12

—Ahora —musitó Mark Lamonica.

Suspiró. Fue el suspiro de quien siente aproximarse el orgasmo.

Mike apretó el timbre una y otra vez. Lo oía sonar en la sala de enfermeras, al otro lado del pasillo, pero no vino nadie. Con una infernal visión interior, comprendió que las enfermeras estaban sentadas allí, leyendo el periódico, tomando café, oyendo sus timbrazos sin oírlos. Sólo responderían más tarde, cuando todo hubiera terminado, porque así funcionaban las cosas en Derry. En Derry, era mejor no ver ni oír ciertas cosas… hasta que terminaran.

Mike dejó caer el timbre.

Mark se inclinó hacia él, con la punta de la hipodérmica centelleante. La medalla de San Cristóbal se balanceaba hipnóticamente, mientras apartaba la sábana.

—Aquí, justo aquí —susurró—. En el esternón.

Y suspiró otra vez.

Mike sintió súbitamente que lo inundaba una energía primitiva que le recorrió el cuerpo como una corriente de voltios. Se puso rígido, estiró los dedos como en una convulsión. Sus ojos se ensancharon. De él escapó un gruñido y esa sensación de horrible parálisis desapareció como arrancada por una buena bofetada.

Su mano derecha salió disparada hacia la mesita de noche. Allí había una jarra de plástico y un grueso vaso de vidrio. Su mano se ciñó al vaso. Lamonica percibió el cambio; esa luz soñadora, complacida, desapareció de sus ojos reemplazada por una cautelosa confusión. Retrocedió un poquito. En ese instante, Mike levantó el vaso y se lo clavó en la cara.

Lamonica, con un grito, retrocedió a tropezones dejando caer la jeringuilla. Sus manos se alzaron a la cara lastimada. La sangre le corrió por las muñecas manchando la chaquetilla blanca.

La energía desapareció tan súbitamente como había llegado. Mike miró inexpresivamente los fragmentos de vidrio roto que había sobre la cama, la bata de hospital, su propia mano sangrante. Oyó el ruido rápido y liviano de suelas de goma en el pasillo.

Ahora vienen —pensó—. Oh, sí, ahora. Y cuando se hayan ido, ¿quién se presentará? ¿Quién aparecerá después?

Irrumpieron en su habitación las mismas enfermeras que tan tranquilamente habían permanecido en su sala mientras el timbre sonaba frenéticamente. Mike cerró los ojos y rezó por que todo terminara. Rezó por que sus amigos estuvieran en algún lugar, debajo de la ciudad, por que estuvieran bien, por que pusieran fin a todo.

No sabía con exactitud a quién le rezaba… pero lo hizo, de todas maneras.

13

Bajo la ciudad, 6.54 h.

—E-e-está bi-bien —dijo Bill, por fin.

Ben no habría podido decir cuánto tiempo habían permanecido en la oscuridad, tomados de las manos. Le parecía haber sentido algo, algo que había brotado de ellos, del círculo, y acababa de volver. Pero no sabía a dónde había ido esa cosa, si acaso existía, ni para hacer qué.

—¿Estás seguro, Gran Bill? —preguntó Richie.

—S-s-sí. —Bill soltó las manos de Richie y de Beverly—. P-p-pero tendre-tendremos que terminar esto lo a-a-antes p-posible. V-v-vamos.

Continuaron la marcha. Richie o Bill encendían periódicamente una cerilla. No tenemos siquiera una escopeta de aire comprimido —pensó Ben—. Pero eso es parte del asunto, ¿verdad, Chüd? ¿Qué significa? ¿Qué era Eso, exactamente? ¿Cuál era su cara definitiva? Aun si no lo matamos, lo herimos. ¿Cómo?

La cámara por la que caminaban (ya no podía llamársele túnel) se hacía cada vez más grande. Sus pasos despertaban ecos. Ben recordó el olor, ese fuerte olor a zoológico. Se dio cuenta de que ya no hacían falta las cerillas: había una especie de luz, un resplandor horrible que se tornaba cada vez más potente. En esa luz pantanosa, sus amigos parecían cadáveres ambulantes.

—Allí delante hay una pared, Bill —dijo Eddie.

—Ya lo s-s-sé.

Ben sintió que su corazón volvía a cobrar velocidad. Tenía un gusto agrio en la boca y empezaba a dolerle la cabeza. Se sentía deprimido y asustado. Gordo.

—La puerta —susurró Beverly.

Sí, allí estaba. En otra ocasión, veintisiete años antes, habían cruzado esa puerta con sólo agachar la cabeza. Ahora tendrían que pasar a cuatro patas. Habían crecido; allí estaba la prueba final, por si hacía falta.

Ben sentía los puntos del pulso en la sien y en las muñecas, calientes y llenos de sangre. Su corazón había tomado un palpitar ligero y rápido que se parecía a la arritmia. Pulso de paloma, pensó, sin saber por qué, y se humedeció los labios con la lengua.

Por debajo de esa puerta surgía una luz brillante, entre amarilla y verde; atravesaba el adornado agujero de la cerradura en un rayo retorcido, tan grueso que parecía posible cortarlo.

La marca seguía sobre la puerta y una vez más todos vieron algo diferente en ese extraño diseño. Beverly vio la cara de Tom. Bill, la cabeza cortada de Audra, con ojos inexpresivos que se fijaban en él con horrible acusación. Eddie vio una calavera sonriente, puesta sobre dos tibias cruzadas: el símbolo del veneno. Richie, la cara barbuda de un Paul Bunyan enajenado cuyos ojos estaban convertidos en rendijas de asesino. Y Ben vio a Henry Bowers.

—¿Somos lo bastante fuertes, Bill? —preguntó—. ¿Podemos hacer esto?

—N-n-n-no lo sé —dijo Bill.

—¿Y si está cerrada? —sugirió Beverly con un hilo de voz.

La cara de Tom le hacía burla.

—N-no —afirmó Bill—. Los lug-lugares como éste n-n-nunca est-están ce-ce-cerrados.

Apoyó los dedos de la mano derecha, bien estirados, contra la puerta (tuvo que agacharse para eso) y empujó. La puerta giró hacia un torrente de luz amarillo-verdosa, enfermiza. Los recibió aquel olor a zoológico, el olor del pasado hecho presente, horriblemente vivo, obscenamente vital.

Gira, rueda, pensó Bill porque sí. Y miró en derredor. Luego se dejó caer sobre manos y rodillas. Beverly lo siguió. Después, Richie. Detrás, Eddie. Ben fue el último; le ardía la piel con el contacto de la vieja suciedad que cubría el suelo. Pasó por el portal y, al incorporarse, el último recuerdo cayó en su sitio con la fuerza de un ariete psíquico.

Lanzó un grito y retrocedió, tambaleándose, con una mano alzada hacia la frente. Su primer pensamiento, desconectado, fue: No me sorprende que Stan se suicidara. ¡Oh, Dios, por qué no me suicidé yo también! Vio la misma expresión de aturdido espanto y la nueva aprensión en los rostros de los otros, en tanto las últimas llaves iban girando en sus correspondientes cerraduras.

Un momento después, Beverly, chillando, se aferraba a Bill: bajando a toda velocidad por la cortina de gasa de su tela venía Eso: una araña de pesadilla surgida de más allá del tiempo y el espacio, una araña que no hubiera podido imaginar el habitante más febril del más profundo infierno.

No —pensó Bill, fríamente—, tampoco es una araña, en realidad, pero esta forma no es algo que Eso haya tomado de nuestra mente; es lo más que nuestra imaginación puede aproximarse a

(los fuegos fatuos)

lo que Eso es.

Medía, tal vez, cuatro metros y medio de alto; era negra como una noche sin luna. Cada una de sus patas era gruesa como el muslo de un levantador de pesas. Sus ojos eran rubíes malévolos y brillantes que abultaban las cuencas, llenas de un fluido chorreante del color del cromo. Sus mandíbulas serradas se abrían y se cerraban, una y otra vez, dejando caer cintas de espuma. Ben, petrificado en un éxtasis de horror, vacilando en el límite de la locura total, observó, con la calma que existe en el ojo de la tormenta, que esa espuma estaba viva al caer en el suelo maloliente, se filtraba en las rendijas retorciéndose como un protozoario.

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