Se levantó y fue a la ventana sosteniéndose el pantalón del pijama. El cielo estaba intranquilo, lleno de nubes que llegaban desde el oeste y la inquietud de Dave fue en aumento. Por primera vez en muchísimo tiempo, se descubrió pensando en los alaridos que lo habían hecho salir al porche, veintisiete años antes, para ver esa figura que se retorcía bajo el impermeable amarillo. Miró las nubes que se acercaban y pensó: Todos estamos en peligro. Todos nosotros. Derry.
El comisario Andrew Rademacher, que estaba convencido de haber hecho todo lo posible por resolver la nueva cadena de asesinatos de niños que asolaba a Derry, estaba de pie en el porche de su casa con los pulgares metidos en el cinturón, contemplando las nubes con la misma intranquilidad. Algo se está preparando. Parece que va a llover a cántaros, para empezar. Pero eso no es todo. Se estremeció… y mientras estaba en el porche, oliendo el beicon que su mujer preparaba tras la puerta, las primeras gotas, del tamaño de monedas, oscurecieron la acera frente a su agradable casita de Reynolds Street. En algún lugar del horizonte, desde el parque Bassey, resonó un trueno.
Rademacher volvió a estremecerse.
9
George, 5.01 h.
Bill levantó la cerilla… y soltó un alarido, largo, tembloroso, desesperado.
Era George quien zigzagueaba por el túnel, hacia él. George, aún vestido con su impermeable amarillo salpicado de sangre, con una manga vacía e inútil. Su cara estaba blanca como el queso; sus ojos eran brillante plata. Se fijaron en los de Bill.
—¡Mi barco! —La voz perdida de Georgie se elevó, temblorosa, en el túnel—. ¡No lo encuentro, Bill! Lo he buscado por todas partes y no lo encuentro y ahora estoy muerto y todo es culpa tuya, culpa tuya, culpa tuya…
—¡Ge-Ge-Georgie! —chilló Bill.
Su mente vacilaba, desprendiéndose de sus ataduras.
George avanzó a tropezones, tambaleante, hacia él; su único brazo se elevó hacia Bill, con la mano blanca encogida en una garra. Las uñas estaban sucias y codiciosas.
—Culpa tuya —susurró, muy sonriente. Sus dientes eran colmillos de carnívoro, se abrían y se cerraban lentamente, como los de una trampa para osos—. Tú me hiciste salir y todo… esto… es… culpa… tuya.
—¡N-n-no, Ge-Ge-Georgie! —gritó Bill—. Yo n-n-no sa-sa-sabía…
—¡Te voy a matar! —gritó Georgie.
Una mezcla de ruidos como de perro surgieron de aquella boca dentada: gemidos, aullidos, quejas. Una especie de risa. Bill ya podía sentir el olor, el olor de George en putrefacción. Era olor a sótano, pululante, como de algún monstruo definitivo que acechara en el rincón, todo ojos amarillos, a la espera de destripar algún vientre de niño.
Los colmillos rechinaron. Era como un ruido de bolas de billar entrechocándose. De los ojos comenzó a brotar pus amarillo que chorreó por la cara… y la cerilla se apagó.
Bill sintió que sus amigos desaparecían. Estaban huyendo, por supuesto, lo dejaban solo. Lo aislaban, tal como sus padres lo habían aislado, porque George tenía razón: todo era culpa suya. Pronto sentiría que esa única mano le aferraba la garganta; pronto sentiría que esos colmillos lo desgarraban, y estaría bien. Sería justo. Él había enviado a George a la muerte. Había pasado toda su vida adulta escribiendo sobre el horror de esa traición. Oh, le ponía muchas máscaras, casi tantas como Eso se ponía para ellos, pero el monstruo, en el fondo, era sólo George, que corría con su barquito de papel parafinado. Y había llegado el momento de ajustar cuentas.
—Mereces morir por haberme matado —susurró George.
Ya estaba muy cerca. Bill cerró los ojos.
Una luz amarilla invadió el túnel. Bill abrió los ojos. Richie había encendido una cerilla.
—¡Lucha, Bill! —gritó Richie—. ¡Por el amor de Dios, lucha!
¿Qué haces aquí? Los miró a todos, extrañado. No habían huido, después de todo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible, después de haber visto lo traidor que él había sido con su propio hermano?
—¡Lucha! —vociferaba Beverly—. ¡Oh, Bill, lucha! ¡Sólo tú puedes hacerlo! Por favor…
George estaba a menos de metro y medio. De pronto sacó la lengua a Bill. Estaba llena de hongos blancos. Bill volvió a aullar.
—¡Mátalo, Bill! —gritó Eddie—. ¡Ése no es tu hermano! ¡Es Eso! ¡Mátalo ahora que es pequeño! ¡Mátalo YA!
George echó un vistazo a Eddie, apartando por un instante sus ojos de plata, y Eddie retrocedió hacia atrás, hasta golpear contra la pared, como si lo hubieran empujado. Bill seguía hipnotizado, mientras su hermano avanzaba hacia él, otra vez George, después de tantos años, George al final tal como había sido George al principio, oh sí, y oía el crujir del impermeable amarillo mientras George acortaba la distancia, oía el tintineo de las hebillas de sus botas de lluvia y olía algo así como hojas mojadas, como si George, por debajo del impermeable, estuviera hecho de ellas, como si los pies, dentro de las botas, fueran pies de hojas, sí, un hombre-hoja, eso era, eso era George, era una cara de globo putrefacta y un cuerpo hecho de hojas muertas, como las que a veces atascan las cloacas después de una inundación.
Vagamente oyó que Beverly chillaba.
(golpea exhausto el poste)
—Bill, por favor, Bill…
(tosco y recto e insiste infausto)
—Buscaremos mi barquito juntos —dijo George. Por las mejillas le caían gruesos hilos de pus amarillo, remedo de lágrimas. Estiró la mano hacia Bill e inclinó la cabeza a un lado apartando los labios de esos colmillos.
(que ha visto a los espectros que ha visto a los espectros QUE HA VISTO)
—Lo encontraremos —dijo George y Bill olió el aliento de Eso y era un olor como a animales reventados en la autopista a medianoche. Al bostezar la boca de George, Bill vio que allí dentro se retorcían cosas—. Todavía está aquí abajo, aquí abajo todo flota, flotaremos, Bill, todos flotaremos.
Su mano se cerró sobre el cuello de Bill.
(QUE HA VISTO A LOS ESPECTROS QUE HEMOS VISTO A LOS ESPECTROS ELLOS NOSOTROS TÚ HAS VISTO A LOS ESPECTROS)
La cara contraída de George se encaminó hacia el cuello de Bill.
—…flotamos.
—¡Castiga, exhausto, el poste tosco y recto! —gritó Bill.
Su voz era más grave, en nada parecida a su voz y Richie, en un recuerdo fugaz, recordó que Bill sólo tartamudeaba cuando hablaba con su propia voz. Cuando fingía ser otro, jamás lo hacía.
El seudoGeorge retrocedió, siseando, y se llevó la mano al rostro, como para protegerse.
—¡Eso es! —gritó Richie, delirante—. ¡Lo tienes, Bill! ¡Dale! ¡Dale!
—¡Castiga, exhausto, el poste tosco y recto e insiste, infausto, que ha visto a los espectros! —tronó Bill, avanzando contra el seudoGeorge—. ¡Tú no eres ningún fantasma! ¡George sabe que yo no deseaba su muerte! ¡Mis padres se equivocaron! ¡Me culparon a mí y eso fue un error! ¿Me oyes?
El seudoGeorge giró abruptamente, chillando como una rata. Eso comenzó a derretirse bajo el impermeable amarillo. El mismo material del impermeable parecía derretirse en grandes grumos amarillos. Eso estaba perdiendo su forma, tornándose amorfo.
—¡Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, hijo de puta! —aulló Bill Denbrough—. ¡E insiste, infausto, que ha visto a los espectros!
Saltó contra Eso y sus dedos se clavaron en el impermeable amarillo que ya no era tal. Lo que aferró se parecía a un extraño caramelo blando, caliente, que se fundió entre sus dedos en cuanto hubo cerrado el puño. Cayó de rodillas. En ese momento, Richie chilló porque la cerilla acababa de quemarle los dedos y volvieron a quedar en la oscuridad.
Bill sintió que algo le crecía en el pecho, algo caliente, sofocante y doloroso como feroces ortigas. Se cogió las rodillas y las acercó al mentón con la esperanza de que eso calmara el dolor, siquiera un poco; agradecía vagamente que la oscuridad impidiera a los otros presenciar su tormento.
Oyó que se le escapaba un sonido: un gemido vacilante. Hubo un segundo y un tercero.
—¡George! —gritó—. ¡George, lo siento! ¡Yo no q-q-quería que te oc-c-curriera nada m-m-malo!
Tal vez había algo más que decir, pero no pudo. Por entonces estaba sollozando, tendido de espaldas, con un brazo contra los ojos, recordando el barco de papel, recordando el palpitar de la lluvia contra las ventanas de su dormitorio, recordando el olor a medicamentos y los pañuelos de papel sobre la mesita de noche, el leve dolor de la fiebre en la cabeza y en el cuerpo, recordando a George, sobre todo a George, con su impermeable y su capucha.
—¡Lo siento, George! —gritó entre lágrimas—. ¡Lo siento, lo siento, por favor…, perdóname!
Un momento después, todos lo rodeaban, sus amigos, y nadie encendió cerillas y alguien lo abrazó sin que él supiera quién, tal vez Beverly, tal vez Ben, o Richie. Estaban con él y por ese momento la oscuridad fue generosa.
10
Derry, 5.30 h.
A las cinco y media llovía torrencialmente. Los meteorólogos de las radioemisoras de Bangor expresaron una leve sorpresa y ofrecieron disculpas a las personas que habían planeado picnics o salidas basándose en el pronóstico del día anterior. «Mala suerte, amigos; es sólo uno de esos extraños cambios de clima que se producen a veces en el valle del Penobscot con brusquedad sorprendente».
En la emisora WZON, el meteorólogo Jim Witt describió lo que denominaba «un sistema de baja presión extraordinariamente disciplinado». Eso era decir muy poco. Las condiciones variaban, de nublado en Bangor a chaparrones aislados en Hampden, lloviznas en Haven y lluvias moderadas en Newport. Pero en Derry, a sólo cuarenta y cinco kilómetros del centro de Bangor, diluviaba. Los que viajaban por la ruta 7 se encontraron avanzando por veinte centímetros de agua en algunos lugares. Más allá de las granjas Rhulin, una alcantarilla atascada en una hondonada había cubierto la autopista con tanta agua que era imposible pasar. Hacia las seis de esa mañana, la patrulla de caminos de Derry había puesto ya carteles naranja con la palabra DESVÍO a ambos lados de la hondonada.
Los que esperaban bajo el refugio de Main Street a que el primer autobús de la mañana los llevara al trabajo, miraban sobre la barandilla hacia el canal donde el agua estaba amenazadoramente alta dentro de sus límites de cemento. No habría inundación, por supuesto; en eso, todos estaban de acuerdo. El agua aún estaba un metro veinte por debajo de la marca más alta, en 1977, y ese año no habían tenido inundación. Pero la lluvia caía con dura persistencia y el trueno rugía en las nubes bajas. El agua descendía por Up-Mile Hill en verdaderos arroyos rugiendo en las cloacas y en las bocas de las alcantarillas.
No habría inundación, concordaban todos, pero en las caras había una pátina de inquietud.
A las seis menos cuarto un transformador de potencia instalado en un poste junto a la terminal de Tracker Hermanos estalló en un relámpago de luz purpúrea, esparciendo trozos de metal retorcido contra el techo de madera fina. Uno de los fragmentos cortó un cable de alta tensión que también cayó en el techo, chisporroteando, debatiéndose como una serpiente mientras despedía un chorro casi líquido de chispas. El techo se incendió a pesar del aguacero y muy pronto el local estaba en llamas. El cable de alta tensión cayó del techo al camino cubierto de hierbas que conducía a la parte trasera donde los pequeños, años atrás, jugaban al béisbol. Los bomberos de Derry hicieron la primera salida del día a las 6.02 de la mañana y llegaron a Tracker Hermanos a las 6.10. Uno de los primeros en bajar fue Calvin Clark, uno de los mellizos Clark que iban a la escuela con Ben, Beverly, Richie y Bill. Al dar el tercer paso, la suela de su bota tocó el cable pelado. Calvin quedó electrocutado casi instantáneamente, con la lengua mordida y la chaqueta de goma despidiendo humo. Por el olor, parecía que alguien estaba quemando mantas viejas, como en el vertedero.
A las 6.05, los habitantes de Merit Street, en Old Cape, sintieron algo que parecía una explosión subterránea. Los platos se cayeron de los estantes; los cuadros, de la pared. A las 6.06, todos los inodoros de Merit Street estallaron súbitamente en un géiser de excrementos al producirse una inconcebible reversión en la nueva planta de tratamiento de Los Barrens. En algunos casos, esos estallidos fueron tan potentes que abrieron agujeros en los techos de los baños. Una mujer llamada Anne Stuart murió por obra de una antigua rueda dentada que salió disparada de su inodoro como de una catapulta, junto con una bocanada de aguas residuales. La rueda de maquinaria atravesó el vidrio opaco de la ducha y se le hundió en la garganta como una bala mientras se lavaba la cabeza. Fue casi decapitada. La rueda era una reliquia de la fundición Kitchener que había llegado a las cloacas casi tres cuartos de siglo atrás. Otra mujer murió al estallar su inodoro como una bomba en la violenta reversión causada por los gases de metano. La infortunada mujer, que en ese momento estaba sentada en el retrete, leyendo un catalogo, fue hecha pedazos.