It (Eso) – Stephen King

—Va-Vamos. Te-te-tenemos que al-alejarnos de él.

Volvieron a avanzar, tomados de la mano. La camisa de Eddie, hecha jirones, flameaba detrás de él. La luz fue cobrando potencia; el túnel era cada vez más enorme. A medida que descendía, el techo se alejaba hacia arriba a tal punto que llegó a ser casi invisible. Ahora tenían la sensación, no de estar caminando por un túnel, sino de avanzar por un titánico patio subterráneo que daba acceso a algún castillo ciclópeo. La luz de las paredes se había convertido en un fuego amarillo verdoso. El olor era más fuerte y todos comenzaron a captar una vibración que podía ser real o existir sólo en la mente. Era incesante y rítmica.

Era el latido de un corazón.

—¡Termina allí delante! —exclamó Beverly. ¡Mirad! ¡Hay una pared lisa!

Pero al acercarse, ya como hormigas en esa gran extensión de sucios bloques de piedra, cada uno más grande que el parque Bassey, al parecer, notaron que la pared no era completamente lisa. En ella había una puerta. Y aunque la pared, en sí, se elevaba metros y metros hacia arriba, la puerta era muy pequeña. No llegaba a medir un metro, como las que se ven en los cuentos de hadas. Estaba hecha de fuertes tablas de roble ligadas con bandas de hierro en forma de X. Todos comprendieron de inmediato que era una puerta hecha sólo para niños.

Espectralmente, dentro de su cerebro, Ben oyó a la bibliotecaria que leía a los más pequeños: ¿Quién camina, trip-trap, sobre mi puente? Los chicos inclinados hacia delante, con la eterna fascinación centelleándoles en los ojos: ¿sería derrotado el monstruo… o se los comería?

En la puerta había una marca; acumulados al pie, un montón de huesos. Huesos pequeños. Huesos de sólo Dios sabía cuántos niños.

Habían llegado a la morada de Eso.

La marca de la puerta, entonces, ¿qué era?

Bill vio un bote de papel.

Stan, un pájaro que alzaba vuelo hacia lo alto: un fénix, quizá.

Michael, una cara encapuchada, la del loco Butch Bowers, tal vez, si se la descubriera.

Richie vio dos ojos tras un par de gafas.

Beverly, un puño cerrado.

Eddie lo tomó por la cara del leproso, todo ojos hundidos y boca arrugada. Todas las enfermedades, toda la enfermedad estaba estampada en sus rasgos.

Ben Hanscom vio un montón de vendajes desgarrados; hasta creyó oler especies viejas.

Más tarde, al llegar a la misma puerta, con los gritos de Belch aún resonándole en los oídos, sólo en el final, Henry Bowers vería en esa señal la luna, llena, madura… y negra.

—Tengo miedo, Bill —dijo Ben, con voz temblorosa—. ¿Es necesario?

It (eso) Stephen King, 1986

Bill tocó los huesos con la punta del pie. De pronto los esparció en un torrente polvoriento, repiqueteante, de una sola patada. Él también tenía miedo… pero había que pensar en George. Eso había arrancado el brazo a George. Entre esos huesos, ¿estarían los suyos, pequeños y frágiles? Sí, por supuesto.

Ellos estaban allí por los dueños de esos huesos, por George y todos los otros. Aquellos que habían sido llevados hasta allí, los que serían llevados, los que habían sido simplemente abandonados en otro sitio para que se pudrieran.

—Es necesario —dijo.

—¿Y si está cerrada con llave? —preguntó Beverly con un hilo de voz.

—N-n-no lo está —aseguró Bill: Y dijo lo que sabía desde muy adentro—. Los lug-lugares como éste n-n-nunca est-están ce-cerrados.

Apoyó contra la puerta los dedos extendidos de la mano derecha y empujó. Se abrió a un torrente de luz verdeamarillenta, enfermiza. Ese olor a zoológico les salió al encuentro, increíblemente fuerte, increíblemente poderoso.

Uno a uno fueron pasando por la puerta de cuento de hadas, el acceso a la guarida de Eso. Bill

7

En los túneles, 4.59 h.

se detuvo tan bruscamente que los otros se entrechocaron, como vagones de carga cuando la locomotora se detiene de pronto.

—¿Qué pasa? —preguntó Ben.

—E-e-estaba aquí. El o-o-ojo. ¿Os ac-acordáis?

—Me acuerdo —dijo Richie—. Eddie lo detuvo con su inhalador, fingiendo que era ácido. Dijo algo relacionado con comida. Fue muy gracioso, pero no recuerdo.

—N-n-no importa. Esta vez no v-v-veremos na-nada que haya-hayamos vivisto antes —dijo Bill. Encendió una cerilla y miró a los otros. Sus caras parecían luminosas a la luz de la cerilla: luminosas y místicas. Y muy jóvenes—. ¿C-c-cómo estáis?

—Bien, Gran Bill —contestó Eddie. Pero estaba demacrado por el dolor. El entablillado de Bill se estaba desarmando—. ¿Y tú?

—Bi-bien. —Bill apagó la cerilla antes de que su cara pudiera desmentirlo.

—¿Cómo fue? —le preguntó Beverly, tocándole el brazo en la oscuridad—. Bill, ¿cómo fue que tu mujer…?

—P-p-porque me-mencioné el no-nombre de la ciudad. Ella m-me siguió. Aun cu-cuando lo de-decía, algo me o-o-ordenaba que me c-c-callara. P-pero no lo hi-hice. —Movió la cabeza en la oscuridad, desolado—. Sin embargo, a-a-aunque haya lle-llegado hasta De-Derry, n-n-no me e-e-explico c-c-cómo llegó aquí. Si He-e-enry no la tra-trajo, ¿qui-quién?

Eso —respondió Ben—. No siempre parece maligno, ya lo sabemos. Pudo haberse presentado diciendo que estabas en dificultades y traerla para…, para cabrearte, supongo. Para liquidar nuestras agallas. Porque eso es lo que tú fuiste siempre, Gran Bill: nuestras agallas.

—¿Tom? —musitó Beverly, en voz baja, casi cavilosa.

—¿Q-q-quién? —Bill encendió otra cerilla.

Ella lo miraba con una especie de desesperada franqueza.

—Tom, mi marido. Él también lo sabía. Al menos, creo que le mencioné el nombre de la ciudad, así como tú se lo mencionaste a Audra. No sé…, no sé si lo memorizó o no. En ese momento estaba muy enfadado conmigo.

—Por Dios, ¿qué es esto? —se extrañó Richie—. ¿Una de esas telenovelas donde todo el mundo aparece, tarde o temprano?

—Telenovela, no —dijo Bill. Parecía descompuesto—: espectáculo. Como el del circo. Bev, aquí presente, fue y se casó con un doble de Henry Bowers. Si ella lo dejó, ¿por qué no pudo él venir aquí? Después de todo, el verdadero Henry vino.

—No —dijo Beverly—, no me casé con Henry sino con mi padre.

—¿Qué diferencia hay, si también te pegaba? —apuntó Eddie.

—Va-vamos —dijo Bill—. Caminad junto a mí.

Siguieron caminando. Bill estiró las manos, en busca de la de Richie y la sana de Eddie. Pronto formaron un círculo, como antes, cuando el grupo era más numeroso. Eddie sintió que alguien le ponía un brazo sobre los hombros. Fue una sensación cálida, consoladora, profundamente familiar.

Bill experimentó el poder que recordaba de los viejos tiempos, pero comprendió con cierta desesperación que las cosas habían cambiado, en verdad. El poder ya no era tan fuerte como antes; forcejeaba y chisporroteaba como la llama de una vela en aire viciado. La oscuridad parecía más densa, más próxima, triunfal. Y se percibía el olor de Eso. Por este pasillo —se dijo—, y no muy lejos, hay una puerta con una marca. ¿Qué había detrás de esa puerta? Es lo único que aún no puedo recordar. Recuerdo haber puesto los dedos tiesos porque ellos querían temblar y recuerdo haber empujado la puerta. Hasta recuerdo el torrente de luz que surgió y su aspecto de cosa viva, como si no fuera sólo luz, sino víboras fluorescentes. Recuerdo el olor, como el de la jaula de los monos en un gran zoológico, pero aún peor. Y después… nada.

—¿A-a-alguien rec-recuerda cómo era Eso, en rea-realidad?

—No —dijo Eddie.

—Creo que… —comenzó Richie. Bill casi pudo sentir su gesto de negación—. No.

—No —dijo Beverly.

—Tampoco —repuso Ben—. Es lo único que no recuerdo. Qué era… y cómo lo combatimos.

—Chüd —dijo Beverly—. Así lo combatimos. Pero no recuerdo qué significa eso.

—Respald-d-dadme —dijo Bill—, que y-y-yo os re-re-respaldaré.

—Bill —advirtió Ben, con voz muy calma—, alguien se acerca.

Bill escuchó. Se oían pasos arrastrados, vacilantes, que se acercaban a ellos en la oscuridad. Tuvo miedo.

—A-A-Audra… —llamó.

Y de inmediato supo que no era ella.

Lo que se acercaba hacia ellos se aproximó un poco más.

Bill encendió una cerilla.

8

Derry, 5.00 h.

La primera anormalidad, en aquel día de primavera avanzada, en 1985, ocurrió dos minutos antes de que saliera oficialmente el sol. Para comprender lo anormal de ese hecho habría sido preciso conocer dos detalles que eran del dominio de Mike Hanlon (quien yacía, inconsciente, en el hospital municipal de Derry, cerca del amanecer). Ambos se referían a la iglesia bautista de la Gracia que se erguía en la esquina de Witcham y Jackson desde 1897. En su parte superior, la iglesia terminaba en una fina cúpula blanca, apoteosis de todas las cúpulas protestantes de Nueva Inglaterra. Esa cúpula tenía, en todas sus caras, una esfera de reloj cuyo mecanismo había sido construido y enviado desde Suiza en 1898. El único reloj parecido estaba en la plaza municipal de Haven, a sesenta kilómetros de distancia.

Stephen Bowie, un potentado de la madera que vivía en Broadway Oeste, había donado ese reloj a la ciudad a un costo de unos diecisiete mil dólares. Bowie podía permitirse ese gasto. Desde hacía cuarenta años era feligrés devoto, además de diácono, y, durante varios años, también presidente de la Liga de la Decencia Blanca. Por añadidura, era célebre por sus devotos sermones con ocasión del Día de la Madre, que él denominaba, reverente, el Domingo de las Madres.

Desde su instalación hasta el 31 de mayo de 1985, ese reloj había sonado fielmente para marcar cada hora y cada media hora con una notable excepción. El día del estallido en la fundición Kitchener el reloj no había dado las doce del mediodía. La gente creía que el reverendo Jollyn había acallado el reloj para demostrar que la iglesia estaba de duelo por la muerte de los niños y Jollyn nunca desmintió esa idea, aunque no era cierta. Simplemente, el reloj no había sonado.

Tampoco sonó a las cinco de la mañana del 31 de mayo de 1985.

En ese momento, en toda Derry, los ancianos que habían pasado allí toda la vida abrieron los ojos y se incorporaron, perturbados por alguna razón que no podían determinar. Tragaron medicamentos, se pusieron las dentaduras postizas, encendieron pipas y cigarrillos.

Los ancianos ya no pudieron conciliar el sueño.

Uno de ellos era Norbert Keene que ya había pasado los noventa años. Se acercó trabajosamente a la ventana y contempló el cielo, que estaba oscureciendo. La noche anterior, el pronóstico meteorológico había anunciado cielo despejado, pero los huesos le decían que iba a llover y mucho. Sentía miedo, muy dentro de sí. De algún modo oscuro se sentía amenazado, como si un veneno avanzara inexorablemente hacia su corazón. Pensó, sin saber por qué, en el día en que la banda de Bradley había entrado desprevenidamente en Derry hacia el cañón de setenta y cinco pistolas y fusiles. Ese tipo de acto hace que uno se sienta abrigado y perezoso por dentro, como si todo estuviera…, estuviera confirmado. No podía expresarlo mejor ni siquiera ante sí mismo. Después de un acto así, uno sentía que tal vez viviría para siempre y Norbert Keene estaba muy cerca de eso. Iba a cumplir noventa y seis años el 24 de junio y todavía caminaba cinco kilómetros todos los días. Pero ahora se sentía asustado.

—Esos chicos —dijo, mirando por la ventana, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—. ¿Qué pasa con esos malditos chicos? ¿Con qué se han puesto a jugar ahora?

Egbert Thoroughgood, de noventa y nueve, el que había estado en el «Dólar Soñoliento» mientras Claude Heroux afinaba su hacha para tocar la marcha fúnebre para cuatro hombres, despertó en el mismo instante, se levantó y dejó escapar un grito oxidado que nadie oyó. Había soñado con Claude, pero Claude iba en busca de él. Un momento después de bajar el hacha, Thoroughgood había visto su propia mano cortada enroscándose sobre el mostrador.

Algo anda mal —pensó, a su manera confusa, asustada y temblando en su pijama manchado de orina—. Algo anda horriblemente mal.

Dave Gardener, el que descubrió el cuerpo mutilado de George Denbrough en octubre de 1957, y cuyo hijo descubrió la primera víctima de este nuevo ciclo, a comienzos de la primavera, abrió los ojos a las cinco en punto y pensó, aun antes de mirar el reloj del armario: El reloj de la Gracia no ha tocado la hora. ¿Qué pasa? Sentía un miedo grande, mal definido. Con los años, Dave había prosperado. En 1965 había comprado el Shoeboat, que ya tenía sucursales en la gran galería de Derry y en Bangor. De pronto, todas esas cosas, las cosas a las que había dedicado la vida, parecían estar en peligro. ¿De qué? —gritó ante sí mismo, mirando a su mujer dormida—. ¿De qué? ¿Cómo puedes estar tan inquieto sólo porque ese reloj no ha dado la hora? Pero no hubo respuesta.

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