Entonces empezó a resistirse, pero los tentáculos lo arrastraban inexorablemente hacia delante. Su mano desapareció en ese calor húmedo y ávido. Luego, la muñeca; después el brazo se hundió en el ojo hasta el codo. En cualquier momento, el resto de su cuerpo quedaría adherido contra esa superficie pegajosa; sintió que, en ese instante, se volvería loco. Luchó frenéticamente, golpeando los tentáculos con la otra mano.
Eddie, como en sueños, oía los forcejeos y los gritos ahogados de sus compañeros que se veían atraídos. Percibía los tentáculos alrededor, pero ninguno lo había tocado.
¡Corre a tu casa! —le ordenó la mente, a toda voz—. Corre a casa con tu mamá, Eddie. ¡Tú puedes encontrar el camino!
Bill soltó un aullido en la oscuridad; era un grito agudo, desesperado, al que siguieron asquerosas sorbidas.
De pronto, la parálisis de Eddie se abrió como un huevo. ¡Eso estaba tratando de llevarse al Gran Bill!
—¡No! —bramó Eddie.
Fue un verdadero bramido. Nadie habría supuesto que ese grito de guerrero nórdico podía brotar de un pecho tan flaco, de esos pulmones, afectados por el asma más terrible de Derry. Se arrojó hacia adelante saltando sobre los tentáculos sin siquiera verlos; el brazo roto le golpeaba contra el pecho con el yeso empapado. Buscó en el bolsillo y sacó su inhalador.
(ácido tiene gusto a ácido de batería)
Dio de lleno contra la espalda de Bill Denbrough y lo arrojó a un lado. Se oyó un ruido acuoso, desgarrante, seguido por un maullido ansioso que Eddie no oyó tanto con el oído como con la mente. Levantó el inhalador.
(ácido es ácido si yo quiero que lo sea así que trágatelo trágatelo)
—¡ACIDO DE BATERÍA, MALDITO BASTARDO! —vociferó, disparando una ráfaga.
Al mismo tiempo, lo atacó a patadas. Su pie se hundió profundamente en la gelatina de su córnea. Un borbotón de fluido caliente le cubrió la pierna. Retiró el pie, apenas consciente de que había perdido el zapato.
—¡VETE! ¡VUELA DE AQUÍ! ¡DESAPARECE, JOSÉ! ¡PÍRATE!
Sintió que los tentáculos lo tocaban, pero casi probando. Disparó el inhalador otra vez, rociando al ojo, y sintió u oyó otra vez esa especie de quejido, casi asombrado, doliente.
—¡Luchad contra Eso! —rugió Eddie a los otros—. ¡Vamos, que es sólo un maldito ojo! ¡Luchad! ¿No me oís? ¡Lucha, Bill! ¡Cágalo a patadas! ¡Por todos los cielos, grandísimos maricas, lo estoy haciendo puré y TENGO UN BRAZO ROTO!
Bill sintió que recobraba las fuerzas. Arrancó el brazo chorreante del ojo… y lo plantó, con el puño cerrado, en el mismo lugar. Un momento después, Ben estaba a su lado. Corrió contra aquello, gruñó de sorpresa y asco y descargó una lluvia de golpes contra esa superficie gelatinosa.
—¡Suéltala! —gritaba—. ¿Me oyes? ¡Suéltala! ¡Vete de aquí! ¡Largo!
—¡No es más que un ojo! ¡Un simple ojo! —aullaba Eddie, en delirio. Apretó nuevamente su inhalador y sintió que Eso se retiraba. Los tentáculos que había hundido en él cayeron—. ¡Richie, Richie! ¿No lo entiendes? ¡Es sólo un ojo!
Richie se adelantó a tropezones, sin poder creerlo. Estaba aproximándose al monstruo más espantoso del mundo. Y era cierto.
Sólo le dio un puñetazo débil. La sensación de hundir el puño en el ojo le revolvió el estómago en una sola convulsión insípida. Emitió un ruido extraño: glurt y la idea de que acababa de vomitar sobre el ojo lo hizo repetirlo. Sólo le había dado un golpe, pero tal vez, puesto que ese monstruo era creación suya, bastaría con eso. De pronto, los tentáculos desaparecieron. Todos oyeron su retirada. Por fin, sólo quedaron los jadeos de Eddie y el quedo llanto de Beverly que se cubría la oreja sangrante.
Bill encendió una de las tres cerillas restantes. Todos se miraron, aturdidos y espantados. Por el brazo izquierdo de Bill corría un engrudo espeso y turbio que parecía una mezcla de clara de huevo, parcialmente coagulada, con moco. A Beverly le goteaba la sangre por el cuello. En la mejilla de Ben había un corte nuevo. Richie se levantó lentamente las gafas por la nariz.
—¿T-t-todos bien? —preguntó Bill, con voz ronca.
—¿Y tú, Bill? —preguntó Richie.
—S-s-sí. —Giró hacia Eddie y lo abrazó con fiera intensidad—. Me has s-salvado la v-v-vida, hombre.
—Se comió tu zapato —observó Beverly con una risa alocada—. ¡Qué barbaridad!
—Cuando salgamos de aquí te compraré un par nuevo —prometió Richie, palmoteando a Eddie en la espalda—. ¿Cómo hiciste eso, Eddie?
—Le disparé con mi inhalador. Fingí que era ácido. Tiene gusto a ácido cuando lo uso mucho, en un día malo. Funcionó de maravilla.
—¡Lo estoy haciendo puré y tengo un brazo roto! —imitó Richie, con una risita demencial—. Nada mal, Eds. Bastante risáceo, te diré.
—Detesto que me llames Eds.
—Lo sé —dijo Richie, abrazándolo con fuerza—, vaya, pero alguien tiene que fortalecerte, Eds. Cuando crezcas y dejes de llevar la existencia protegida de todo niño, ah, caramba, ah, caramba, descubrirás que la vida no siempre es tan fácil, hijo.
Eddie comenzó a chillar de risa.
—Ésa es la voz más horrible de cuantas he oído, Richie.
—Bueno, ten ese inhalador a mano —dijo Beverly—. Tal vez vuelva a hacer falta.
—¿No viste a Eso por ninguna parte al encender la cerilla? —preguntó Mike.
—Ha d-d-desap-parecido —dijo Bill. Y agregó, ceñudo—: Pero nos estamos a-a-acercando al s-s-sitio donde v-v-vive. Y c-c-creo que esta v-v-vez lo hemos he-e-rido.
—Henry todavía nos sigue —señaló Stan, con voz grave y ronca—. Lo oigo por allá atrás.
—Entonces sigamos —propuso Ben.
Lo hicieron. El túnel descendía sin cesar. El olor, ese hedor denso y salvaje se iba tornando más potente. A veces oían a Henry que los seguía, pero ya sus gritos parecían lejanos y sin la menor importancia. Todos ellos tenían una sensación, similar a esa impresión de haberse desconectado que habían experimentado en la casa de Neibolt Street. Era como si hubieran avanzado hasta franquear el borde del mundo para caer en una extraña nada. Bill sentía (aunque no tenía el vocabulario suficiente para expresarlo) que se estaban acercando al oscuro y ruinoso corazón de Derry.
Mike Hanlon tuvo la sensación de que casi podía escuchar el latido enfermo y arrítmico de ese corazón. Beverly experimentó un poder maligno que crecía alrededor de ella tratando de envolverla y de separarla de sus compañeros para dejarla sola. Nerviosa, alargó las manos a ambos lados y tomó las de Bill y Ben. Le pareció que había tenido que estirarse demasiado.
—¡Tomaos de las manos! —indicó, nerviosa—. ¡Creo que nos estamos separando!
Fue Stan el primero en darse cuenta de que se podía ver otra vez. En el aire había un resplandor difuso, extraño. Al principio sólo vio manos: las suyas, aferradas a la de Ben por un lado, a la de Mike por el otro luego notó que distinguía los botones de la embarrada camisa de Richie y el anillo de Capitán Medianoche, obtenido en una caja de cereales, que Eddie llevaba en el meñique.
—¿Veis algo? —preguntó, deteniéndose.
Los otros también se detuvieron. Bill echó una mirada alrededor y notó, primero, que veía; después, que el túnel se había ensanchado asombrosamente. Ahora estaban en una cámara curva, tan grande como el túnel Sumer, de Boston. Más grande, se corrigió, al seguir observando, cada vez más sobrecogido.
Todos estiraron el cuello para mirar el techo; estaba a quince metros o más, sostenido por contrafuertes curvados que parecían costillas. Entre ellos pendían telarañas polvorientas. El suelo era de lajas, pero estaba cubierto de tal acumulación de polvo que el ruido de sus pasos no había cambiado. Los muros curvados estaban separados por quince metros, fácilmente, a cada lado.
—Creo que los de obras sanitarias enloquecieron al llegar aquí —dijo Richie, riendo, intranquilo.
—Parece una catedral —comentó Beverly, con suavidad.
—¿De dónde viene esa luz? —inquirió Ben.
—Pa-parece sa-salir de las p-p-paredes —dijo Bill.
—Esto no me gusta nada —dijo Stan.
—Va-va-vamos. He-e-enry nos v-v-viene pi-pisando los t-t-talones.
Un grito agudo hendió la penumbra; luego, un pesado tronar de alas. Una silueta venía navegando en la oscuridad con un ojo echando llamas; el otro era una lámpara oscura.
—¡El pájaro! —gritó Stan—. ¡Cuidado! ¡Es el pájaro!
Se lanzó en picado hacia ellos como un obsceno avión de combate; su pico color naranja se abría y se cerraba descubriendo el rosado interior de su boca, acolchada como la almohada de satén de un ataúd.
Fue directamente hacia Eddie.
Su pico le rozó el hombro y él sintió que el dolor le hendía la carne como ácido. La sangre le corrió por el pecho. Eddie gritó mientras el aire, agitado por las alas, arrojaba un venenoso túnel de aire a su cara. El pájaro giró en el aire y regresó con su único ojo brillando malevolente. Sólo se apagó por un instante, cuando el párpado lo cubrió con un tejido fino como la gasa. Sus garras buscaron a Eddie, que lo esquivó aullando. Las uñas le desgarraron la parte trasera de la camisa dibujando líneas escarlatas a lo largo de los omóplatos. Eddie, chillando, trató de escapar a rastras, pero el pájaro volvió a la carga.
Mike se adelantó buscando algo en su bolsillo. Lo que sacó fue un cortaplumas de una sola hoja. Cuando el pájaro se lanzó otra vez contra Eddie, levantó la pequeña arma contra una de las garras del pájaro. La hoja penetró profundamente arrancando un chorro de sangre. El ave retrocedió en vuelo rasante y volvió, con las alas hacia atrás, disparado como una bala. Mike se hizo a un lado en el último momento levantando otra vez su cortaplumas. Falló y la garra del pájaro le golpeó la muñeca con tanta fuerza que le dejó la mano entumecida. Más adelante le aparecería un moratón que le llegaría casi hasta el codo. El cortaplumas desapareció en la oscuridad.
El ave volvió con un chirrido triunfal y Mike protegió a Eddie con su cuerpo esperando lo peor.
Entonces Stan se adelantó hacia los dos niños acurrucados en el suelo. Se irguió, menudo, con un aspecto que seguía siendo pulcro a pesar de la mugre adherida a sus manos, sus brazos y su ropa. De pronto estiró los brazos con un gesto curioso, con las palmas hacia arriba y los dedos hacia abajo. El pájaro emitió otro chillido y pasó como una bala junto a Stan, casi rozándolo. El aire de su paso le levantó el pelo. El chico giró en redondo para enfrentar su regreso.
—Creo en las tanagras escarlatas, aunque nunca he visto una —dijo, con voz alta y clara. El ave gritó y se desvió en vuelo rasante, como si la hubiera alcanzado con un disparo—. Lo mismo puedo decir de los buitres, de la alondra de Nueva Guinea y de los flamencos del Brasil. —El ave chilló, volando en círculos, pero de pronto buscó lo alto del túnel—. ¡Creo en el águila dorada! —gritó Stan, siguiéndola con su voz—.¡Y hasta creo que puede haber un ave fénix en alguna parte! ¡Pero no creo en ti, así que vete de una vez! ¡Pírate! ¡Desaparece, Jack!
Por fin calló. El silencio pareció muy grande.
Bill, Ben y Beverly se acercaron a Mike y Eddie. Ayudaron al enyesado a levantarse y Bill le examinó los cortes.
—N-n-nada pro-profundo. P-p-pero ap-apuesto a que d-d-d-duele horrores.
—Me hizo jirones la camisa, Gran Bill. —Las mejillas de Eddie brillaban de lágrimas. Estaba otra vez respirando en silbidos. La voz de guerrero bárbaro había desaparecido; hasta costaba creer que hubiera podido hablar así alguna vez—. ¿Qué le voy a decir a mi madre?
Bill sonrió un poquito.
—¿P-p-por qué no te pr-preocupas d-d-de eso c-c-cuando sa-sa-salgamos de a-a-aquí? Asp-pira una b-b-bocanada, Eddie.
Eddie lo hizo, inhalando profundamente. Después estornudó.
—Has estado grandioso, tío —dijo Richie a Stan—. ¡Grandioso!
Stan temblaba de pies a cabeza.
—Es que no hay ningún pájaro como ése. No lo hubo nunca. Ni lo habrá.
—¡Allá vamos! —vociferó Henry, desde atrás. Su voz ya era completamente demencial: reía y aullaba; parecía algo que hubiera salido por alguna grieta abierta en el techo del infierno—. ¡Belch y yo! ¡Ya veréis, mierditas secas! ¡No podéis escapar!
Bill gritó:
—¡V-v-vete, Henry! ¡A-a-antes de q-q-que sea dem-demasiado ta-ta-tarde!
La respuesta de Henry fue un aullido hueco e inarticulado. Oyeron un rumor de pasos y, en un estallido de esclarecimiento, Bill comprendió cuál era la misión de Henry: se trataba de un ser humano real, mortal, al que no podrían detener con un inhalador o un libro sobre pájaros. Con Henry la magia no daría resultado. Era demasiado estúpido.