VERIFIQUE SI SUS ZAPATOS
SON DE LA MEDIDA CORRECTA
Volvió a la escalerita, subió los tres peldaños hasta la pequeña plataforma y metió el pie en la ranura. ¿Eran sus zapatos de la medida correcta? Eddie no lo sabía, pero ardía por verificarlo. Hundió la cara en el protector de goma y oprimió el botón. Una luz verde le inundó los ojos. Eddie ahogó una exclamación. Estaba viendo un pie que flotaba dentro de un zapato lleno de humo verde. Movió los dedos, y los dedos que tenía a la vista se movieron también. Eran los suyos, tal como había sospechado. Y entonces se dio cuenta de que no estaba viendo sólo sus dedos, sino también sus huesos. ¡Los huesos de su pie! Cruzó el dedo gordo sobre el segundo, como para ahuyentar la mala suerte y los dedos fantasmales de la pantalla hicieron una X que no era blanca, sino verde. Vio…
En ese momento su madre lanzó un chillido, un ruido de pánico que perforó el silencio del local como una hoz disparada del mango, como una bola de fuego, como la fatalidad a caballo. Eddie apartó su rostro sobresaltado del visor y la vio corriendo hacia él, en medias, con el vestido volando hacia atrás. Volteó una silla y una de esas cosas para medir el pie, que siempre hacían cosquillas, salió disparada por el aire. Su amplio busto palpitaba. Su boca era una O escarlata, redonda de horror. Todas las caras se volvieron para seguirla.
—¡Eddie, sal de ahí! —aullaba—. ¡Sal de ahí, que esas máquinas provocan el cáncer! ¡Bájate de ahí! ¡Eddie, Eddieeee…!
Él retrocedió como si la máquina se hubiera puesto súbitamente al rojo vivo. En su sobresalto olvidó los tres escalones que tenía atrás. Sus talones encontraron el vacío tras el peldaño superior y quedó suspendido cayendo lentamente hacia atrás mientras sus brazos giraban como aspas, perdiendo la lucha por mantener el equilibrio.
¿No había pensado, con una especie de descabellada alegría? Me voy a caer. Voy a descubrir qué siente uno al caerse y golpearse la cabeza. ¡Qué bien! ¿No había pensado eso? O era sólo el hombre que imponía sus ideas adultas a lo que había pensado… o tratado de pensar la mente infantil, siempre rugiente de suposiciones confusas e imágenes percibidas a medias, imágenes que perdían sentido por su misma brillantez.
De cualquier modo, la pregunta era puramente hipotética. No se había caído. Su madre había llegado a tiempo. Su madre lo había sujetado. Había estallado en lágrimas, pero sin llegar al suelo.
Todo el mundo los miraba. Eso lo recordaba bien. Recordaba al señor Gardener recogiendo el aparato de medir zapatos y verificando su funcionamiento para ver si estaba bien, mientras otro vendedor enderezaba la silla caída y hacía un gesto de divertido disgusto, antes de volver a su neutral y agradable cara de dependiente. Pero sobre todo recordaba las mejillas húmedas de su madre y su aliento caliente, agrio. La recordaba susurrándole al oído, una y otra vez: «No hagas eso nunca más, no lo hagas nunca más, nunca más». Era el cántico con que su madre ahuyentaba los problemas. Lo mismo había cantado un año antes, al descubrir que la canguro había llevado a Eddie a la piscina pública, un sofocante día de verano. Por entonces apenas comenzaba a ceder la epidemia de polio que había aterrorizado a todos al iniciarse la década. Su madre lo había sacado a rastras de la piscina diciéndole que no debía hacer eso nunca más, nunca más, mientras los otros niños los miraban como ahora los dependientes y los clientes. Y su aliento había tenido el mismo olor agrio.
Su madre lo había sacado a rastras de la zapatería gritando a los dependientes que si a su niño le pasaba algo, les entablaría juicio a todos. Eddie pasó el resto de la mañana entre un surgir y desaparecer de lágrimas aterrorizadas; ese día, el asma le molestó mucho. Por la noche, aún estaba despierto varias horas después de lo acostumbrado, preguntándose qué era exactamente el cáncer, si era peor que la polio, si uno se moría de eso, cuánto tardaba y cuánto dolía antes de morir. También se preguntó si después iría al infierno.
El peligro había sido grave. De eso estaba seguro.
Y lo sabía porque su madre se había asustado mucho.
Muchísimo.
—Marty —dijo, a través de ese abismo de años—, ¿me das un beso?
Ella le dio un beso, y lo abrazó con tanta fuerza que le hizo crujir los huesos de la espalda. Si estuviéramos en el agua —pensó Eddie—, conseguiría que nos ahogáramos.
—No temas —le susurró al oído.
—¡No puedo evitarlo! —gimió ella.
—Lo sé —replicó él. Y notó entonces que, a pesar de aquel abrazo capaz de romper costillas, el asma se le había aliviado. Ya no sonaba esa nota sibilante en su respiración—. Lo sé, Marty.
El taxista hizo sonar otra vez el claxon.
—¿Me llamarás? —preguntó ella, trémula.
—Si puedo, sí.
—Eddie, ¿no puedes decirme de qué se trata, por favor?
Suponiendo que él se lo dijera, ¿serviría para tranquilizarla?
Esta noche recibí una llamada de Mike Hanlon, Marty, y hablamos un rato, pero todo cuanto dijimos puede resumirse en dos cosas: «Empezó otra vez», dijo Mike, y «¿Vendrás?». Y ahora tengo fiebre, Marty, sólo que esta fiebre no la puedes bajar con aspirina, y tengo una dificultad para respirar que ese maldito chisme no me soluciona, porque el problema no está en la garganta ni en los pulmones, sino alrededor del corazón. Volveré si puedo, Marty, pero me siento como si estuviera de pie ante la boca de una vieja mina, llena de derrumbes al acecho, de pie allí, despidiéndome de la luz del sol.
¡Sí, seguro que sí! Con eso la dejaría muy tranquila.
—No —respondió—, creo que no puedo decirte de qué se trata.
Y antes de que ella pudiera decir algo más, antes de que pudiera volver a empezar («¡Eddie, bájate de ese taxi, que te puede dar cáncer!»), se alejó a grandes pasos, cada vez más apresurados. Cuando llegó al coche, estaba casi corriendo.
Myra seguía de pie en el umbral cuando el taxi retrocedió hasta la calle, y seguía allí cuando salieron hacia la ciudad. Una gran sombra negra de mujer, recortada contra la luz que brotaba de la casa. Eddie la saludó con la mano y creyó que ella hacía lo mismo.
—¿Adónde lo llevo, amigo? —preguntó el conductor.
—A Penne Station —dijo Eddie y aflojó la mano que apretaba el inhalador. Su asma se había ido a rondar adonde quiera que fuese en el intermedio de sus ataques a los tubos bronquiales.
Pero cuatro horas después tuvo más necesidad que nunca de su inhalador, al salir de una siesta liviana, en una sacudida espasmódica. El hombre de traje sentado al otro lado del pasillo, bajó el periódico y lo miró con una curiosidad levemente aprensiva.
«¡He vuelto, Eddie! —chilló el asma, alegremente—. ¡He vuelto, y, no sé, pero a lo mejor esta vez llegue a acabar contigo! ¿Por qué no? Alguna vez tiene que pasar, ¿verdad? ¡No puedo seguir jodiéndote eternamente!».
El pecho de Eddie se hinchaba y crujía. Buscó a tientas su inhalador, lo apuntó hacia su garganta y oprimió el gatillo. Luego volvió a recostarse en el alto asiento, estremecido, esperando el alivio. Pensaba en el sueño del que acababa de despertar. ¿Sueño? Por Dios, si sólo fuera eso… Temía que fueran recuerdos y no sueños. Había visto una luz verde, como la que brillaba dentro del aparato de rayos X de la zapatería, y un leproso putrefacto perseguía a un muchachito llamado Eddie Kaspbrak, que gritaba a todo pulmón, por unos túneles bajo tierra. Corría y corría…
(Corre bastante rápido, había dicho el entrenador Black a su madre y corría muy rápido con esa cosa podrida siguiéndolo; oh, sí, bien puedes creerlo y apostar tu pellejo).
En ese sueño tenía once años y había olido algo como la muerte del tiempo y alguien había encendido un fósforo y al bajar la vista había visto la cara descompuesta de un niño llamado Patrick Hockstetter, desaparecido en julio de 1958, y los gusanos entraban y salían de sus mejillas y ese horrible olor a gas le salía de adentro y en el sueño, que era más recuerdo que sueño, había mirado a un lado y había visto dos textos escolares hinchados de humedad y cubiertos de moho. Si estaban así era porque allí abajo había una humedad horrible. Cómo pasé mis vacaciones: composición de Patrick Hockstetter. «Las pasé en un túnel, muerto. Mis libros se llenaron de moho y se hincharon hasta parecer catálogos de grandes almacenes». Eddie abrió la boca para gritar y fue entonces cuando los escabrosos dedos del leproso se deslizaron por su mejilla y se le hundieron en la boca, y fue entonces cuando despertó con esa sacudida y se encontró, no en las cloacas de Derry, Maine, sino en un vagón de tren cruzando Rhode Island a toda velocidad bajo una enorme luna blanca.
El hombre sentado al otro lado del pasillo vaciló. Estuvo a punto de no hablar, pero lo hizo.
—¿Se siente bien, señor?
—Oh, sí —respondió Eddie—. Me dormí y tuve un mal sueño. Y eso me activó el asma.
—Comprendo.
El periódico volvió a subir. Eddie vio que se trataba de aquel diario que su madre solía llamar El Jew York Times.[11] Miró por la ventana; el paisaje dormía, iluminado sólo por la luna. Aquí y allá se veían casas, a veces en grupos, la mayoría a oscuras, algunas iluminadas. Pero las luces parecían pequeñas y falsamente burlonas comparadas con el fantasmal fulgor de la luna.
Creyó que le hablaba la luna —pensó, de pronto—. Henry Bowers. Por Dios, qué loco estaba. Se preguntó dónde estaría Henry Bowers en la actualidad. ¿Muerto? ¿En la cárcel? ¿Vagando por planicies desiertas en el medio del país como un virus incurable, bebiendo en las horas profundas y aturdidas de la madrugada, o tal vez matando a los estúpidos que se detenían ante su pulgar estirado para pasar los dólares de sus billeteras a la propia?
Posible, posible.
¿En algún asilo del Estado? ¿Mirando la luna que estaba casi llena? ¿Hablando con ella, escuchando respuestas que sólo él podía oír?
Esto último parecía aún más posible. Eddie se estremeció. Por fin estoy recordando mi niñez, pensó. Estoy recordando cómo pasé mis vacaciones en aquel año sombrío y muerto de 1958. Presintió que ahora podría fijar casi cualquier escena de ese verano con sólo desearlo, pero no lo deseaba. Oh, Dios, si pudiera olvidarlo todo otra vez…
Apoyó la frente contra el sucio vidrio de la ventanilla apretando el inhalador en la mano como si fuera un objeto religioso, mientras la noche se hacía pedazos alrededor del tren.
Rumbo al norte, pensó. Pero era un error.
No iba rumbo al norte. Porque aquello no era un tren. Era una máquina del tiempo. Al norte no, hacia atrás. Hacia atrás en el tiempo.
Creyó oír a la luna murmurar.
Eddie Kaspbrak oprimió su inhalador con fuerza y cerró los ojos para combatir un vértigo repentino.
5
Beverly Rogan recibe una paliza
Cuando sonó el teléfono, Tom estaba casi dormido. Forcejeó a medias para levantarse inclinándose en esa dirección y entonces sintió uno de los pechos de Beverly que se le apoyaba contra el hombro, al estirarse ella para atender. Se dejó caer de nuevo en la almohada preguntándose, adormilado, quién podía llamar a esa hora de la noche a su número privado, que no figuraba en el listín. Oyó que Beverly decía «Hola» y volvió a quedarse dormido. Había acabado prácticamente con docena y media de cervezas mientras miraba el partido de béisbol. Estaba hecho un asco.
En ese momento, la voz de Beverly, aguda y curiosa (¿Queeeé?) le perforó el oído como un punzón de hielo. Abrió otra vez los ojos. Cuando trató de incorporarse, el cordón del teléfono se le hundió en el gordo cuello.
—Sácame de aquí esa porquería, Beverly —dijo.
Ella se apresuró a levantarse y caminó alrededor de la cama sosteniendo el cordón en alto. Su pelo era de color rojo intenso, flotaba sobre el camisón en ondas naturales casi hasta la cintura. Pelo de prostituta. Sus ojos no buscaron, balbuceantes, la cara de Tom para averiguar cuál era su estado emocional y a Tom Rogan no le gustó eso. Se incorporó. Comenzaba a dolerle la cabeza. Mierda. Probablemente le había estado doliendo antes, pero mientras uno dormía no se daba cuenta.
Entró en el baño, orinó tres horas seguidas, según le pareció y luego decidió, puesto que estaba levantado, tomar otra cerveza para tratar de anular la maldición de la inminente resaca.
Al cruzar el dormitorio rumbo a la escalera con los calzoncillos blancos que flameaban como velas bajo su considerable tripa (parecía más un estibador que el gerente general de Beverly Fashions, S.A.), miró por encima del hombro y gritó, fastidiado: