—Audra ha m-m-muerto. —La voz de Bill sonó mecánica—. Lo sé.
—¡No sabes nada! —le espetó Beverly, con tanta furia que él se volvió a mirarla—. Sólo sabes que ha muerto mucha gente, en su mayoría, niños. —Se irguió frente a él con las manos en las caderas. Estaba manchada de mugre y tenía la cabellera apelmazada por el polvo. A Richie le pareció magnífica—. Y tú sabes quién lo hizo.
—Hi-i-ice mal en d-d-decirle ad-adónde venía. ¿Por qué no me…?
Las manos de Beverly se adelantaron bruscamente y lo sujetaron por la camisa. Richie, sorprendido, vio que lo sacudía.
—¡Basta! ¡Ya sabes a qué vinimos! Lo juramos y lo vamos a hacer. ¿Entiendes, Bill? Si ella ha muerto, está muerta y se acabó. ¡Pero Eso no ha muerto! Te necesitamos, ¿entiendes? ¡Te necesitamos! —Estaba llorando—. ¡Tienes que respondernos! O nos respondes como antes o nadie saldrá de aquí.
Él la miró por un largo rato sin decir nada. Richie se descubrió pensando: Vamos, Gran Bill, vamos, vamos…
Por fin, Bill los miró a todos y asintió.
—E-Eddie.
—Aquí estoy, Bill.
—¿T-t-todavía rec-recuerdas qué tubería es?
Eddie señaló más allá de Victor diciendo:
—Ésa. Parece bastante pequeña, ¿no?
Bill volvió a asentir.
—¿Podrás? ¿C-c-con el bra-brazo roto?
—Si es por ti, puedo, Bill.
El escritor sonrió: la sonrisa más cansada, más horrible que Richie había visto nunca.
—Llé-llévanos, E-Eddie. Acabemos con e-e-esto.
5
En los túneles, 4.55 h.
Mientras reptaba, Bill recordó el desnivel en que terminaba esa tubería. Aun así, el peldaño lo tomó por sorpresa. Sus manos, que se arrastraban por la superficie costrosa de la vieja tubería, volaron por el aire. Cayó hacia adelante y rodó instintivamente aterrizando sobre el hombro, que emitió un doloroso crujido.
—¡C-c-cuidado! —se oyó gritar—. ¡A-a-aquí está el esc-escalón! ¿Eddie?
—¡Aquí! —Eddie le rozó la frente—. ¿Me ayudas?
Rodeó a Eddie con los brazos y lo sacó de allí tratando de cuidar el brazo roto. El siguiente fue Ben; después, Bev; por fin, Richie.
—¿T-t-tienes c-c-cerillas, Ri-Richie?
—Yo sí tengo —dijo Beverly. Bill sintió que una mano tocaba la suya en la oscuridad y le ponía en ella un librillo de cerillas—. Son sólo ocho o diez, pero Ben tiene más. De la habitación.
Bill dijo:
—¿Las llevabas guardadas bajo el b-b-brazo, B-Bev?
—Esta vez, no. Lo siento.
Y lo rodeó con los brazos en la oscuridad. Él la estrechó con fuerza, cerrando los ojos, tratando de coger el consuelo que ella tanto deseaba darle.
La soltó con suavidad y encendió una cerilla. El poder de la memoria era grande: todos miraron de inmediato a la derecha. Allí estaban los restos de Patrick Hockstetter entre algunas cosas abultadas que en otro tiempo habían sido libros. Lo único reconocible era un semicírculo de dientes, dos o tres de ellos empastados.
Y algo más, a poca distancia. Un círculo reluciente, apenas visible a la luz vacilante de la cerilla.
Bill apagó esa cerilla y encendió otra para recoger aquel objeto.
—La alianza de Audra —dijo.
Su voz sonaba hueca, inexpresiva.
La cerilla se consumió entre sus dedos.
A oscuras, se puso el anillo.
—¿Bill? —inquirió Richie, vacilando—. ¿Tienes alguna idea de
6
En los túneles, 14.20 h.
cuánto tiempo llevaban caminando por los túneles, debajo de Derry, desde que dejaran atrás el cadáver de Patrick Hockstetter? Pero Bill estaba seguro de que, por su parte, jamás podría hallar el camino de regreso. No dejaba de pensar en lo que su padre le había dicho: Podrías caminar por allí semanas enteras. Si a Eddie le fallaba el sentido de la orientación, no haría falta que Eso los matara; vagarían hasta morir… O, si entraban en ciertas tuberías, hasta ahogarse como ratas en un tonel de agua de lluvia.
Pero Eddie no parecía en absoluto preocupado. De vez en cuando pedía a Bill que encendiera una de las cerillas, cada vez más escasas; miraba en derredor, pensativo, y volvía a ponerse en marcha. Giraba a derecha e izquierda como si lo hiciera al azar. A veces, las galerías eran tan altas que Bill no podía tocar el techo ni siquiera estirando mucho el brazo. A veces tenían que arrastrarse durante cinco horribles minutos que les parecían cinco horas, tuvieron que avanzar como gusanos, arrastrándose sobre el vientre. Eddie iba delante; los otros le seguían, cada uno con la nariz en los talones del precedente.
Si había algo de lo que Bill estaba completamente seguro era de que habían llegado, de algún modo, a una sección fuera de uso dentro de la red cloacal. Todas las tuberías activas habían quedado mucho más atrás o mucho más arriba. El rugido del agua corriente se había reducido a un tronar lejano. Esas galerías eran más viejas; no estaban hechas de cerámica horneada, sino de algo parecido a arcilla que a veces supuraba un fluido de olor desagradable. El hedor del excremento humano (esos gases densos que habían amenazado con sofocarlos) había desaparecido, pero lo reemplazaba otra fetidez, amarilla y antigua, que resultaba peor.
A Ben le pareció el olor de la momia. Para Eddie, aquello olía a leproso. Richie lo comparó con una viejísima chaqueta de franela, ya enmohecida y en putrefacción; una chaqueta de leñador, muy grande, como para un personaje como Paul Bunyan, quizá. Para Beverly, eso olía como el cajón de los calcetines de su padre. En Stan Uris despertó un horrible recuerdo de su más temprana infancia, recuerdo extrañamente judío, considerando que él sólo tenía una difusa comprensión de su propio judaísmo: olía a arcilla mezclada con aceite y le hizo pensar en un demonio sin ojos ni boca llamado el Golem, un hombre de arcilla que los judíos renegados habían convocado en la Edad Media para que los salvara de los goyim que les robaban, violaban a sus mujeres y los expulsaban. Mike pensó en el olor seco de las plumas en un nido muerto.
Cuando llegaron, por fin, al final de la estrecha tubería, se deslizaron como anguilas por la curva superficie de otra que formaba un ángulo oblicuo con la anterior. Por fin descubrieron que podían ponerse de pie. Bill palpó las cabezas de las cerillas que restaban en la cajita: cuatro. Apretó los labios y decidió no decir a los otros que estaban a punto de quedarse sin luz. No lo haría mientras no fuera necesario.
—¿Có-có-cómo vais?
Respondieron con murmullos y él asintió en la oscuridad. No había pánico, nadie había llorado desde el arrebato de Stan. Eso estaba bien. Buscó las manos de sus compañeros y permanecieron un rato así, dando y recibiendo por medio del contacto. Bill sintió en eso una clara exaltación, la seguridad de que eran, en conjunto, algo más que la suma de sus siete individualidades. Habían sido resumados en un total más potente.
Encendió uno de los fósforos restantes y vieron un túnel estrecho que se estiraba hacia delante, en dirección descendente. La parte alta estaba festoneada de telarañas caídas. Algunas, rotas por el agua, pendían como sudarios. Al mirarlas, Bill sintió un escalofrío atávico. Allí el suelo estaba seco, pero cubierto de un musgo antiquísimo y por algo que podían tomar por hojas, hongos… o algún inimaginable tipo de excrementos. Más arriba vio un montón de huesos y algunos harapos verdes. Podía tratarse de un uniforme de trabajo. Bill imaginó a algún empleado del departamento de servicios públicos que se había perdido y, mientras vagaba por ahí, había sido descubierto…
La llama tembló. Bill inclinó la cabeza hacia abajo para que durara un poco más.
—¿S-s-sabes do-dónde estamos? —preguntó a Eddie.
Eddie señaló la dirección algo torcida del túnel.
—El canal está hacia allí, a menos de ochocientos metros, a menos que esto vaya en otra dirección. Ahora debemos de estar bajo Up-Mile Hill. Pero, Bill…
Bill dejó caer la cerilla, que le quemaba los dedos. Quedaron otra vez en la oscuridad. Alguien suspiró, Bill pensó que era Beverly. Pero antes de que la cerilla se apagara había visto preocupación en la cara de Eddie.
—¿Q-q-qué? ¿Qué pasa?
—Cuando digo que estamos debajo de Up-Mile Hill, lo digo en serio. Hace rato que vamos bajando. Nadie hizo nunca una cloaca a esta profundidad. Cuando se hace un túnel tan profundo es para una mina.
—¿A qué profundidad crees que estamos, Eddie? —preguntó Richie.
—A cuatrocientos metros. Tal vez más.
—Dios nos ampare —dijo Beverly.
—De cualquier modo, éstas no son cloacas —observó Stan, desde atrás—. Uno se da cuenta por el olor. Es feo, pero no es olor a cloaca.
—Yo prefiero la cloaca —confesó Ben—. Esto huele a…
Un grito les llegó flotando desde la boca de la tubería que acababan de dejar y erizó el pelo en la nuca de Bill. Los siete se amontonaron, abrazándose.
—…veréis hijos de puta, ya veréis…
—Henry —susurró Eddie—. Oh, Dios mío, todavía nos sigue…
—No me sorprende —comentó Richie—. Hay gente demasiado estúpida como para echarse atrás.
Oyeron un débil jadeo, rozar de zapatos, susurro de ropas.
—Ya veréis…
—Va-Va-Vamos —dijo Bill.
Iniciaron el descenso por la tubería caminando en parejas a excepción de Mike, que cerraba la fila: Bill y Eddie, Richie y Bev, Ben y Stan.
—¿A q-q-qué dist-distancia estará He-e-enry?
—No lo sé, Gran Bill —dijo Eddie—. Con tantos ecos… —Bajó la voz—. ¿Has visto ese montón de huesos?
—S-s-sí —dijo Bill, bajando también la voz.
—Tenía un cinturón para herramientas. Creo que era un tío del departamento de aguas.
—Yo t-también.
—¿Cuánto tiempo hará que…?
—N-n-no sé.
Eddie, en la oscuridad, cerró su mano sana sobre el brazo de Bill.
Habían pasado, tal vez, quince minutos, cuando oyeron que algo venía hacia ellos, en la oscuridad.
Richie se detuvo, petrificado y frío de pies a cabeza. De pronto volvía a tener tres años. Al oír ese movimiento difuso, chapoteante, que se acercaba a ellos con un murmullo como de ramas susurrantes, supo qué era aun antes de que Bill encendiese la cerilla.
—¡El ojo! —gritó—. ¡Oh, Dios mío, es el ojo ambulante!
Por un momento, los otros no supieron con certeza qué era lo que veían. Beverly tuvo la impresión de que su padre la había encontrado, aun allí abajo, y Eddie vio la imagen fugaz de Patrick Hockstetter vuelto a la vida. Pero el grito de Richie, su certeza, congeló la forma para todos ellos. Vieron lo que Richie veía.
Un ojo gigantesco llenaba el túnel. La vidriosa pupila negra medía más de medio metro de diámetro. El iris tenía un tono rojizo, como cieno. La córnea era abultada, membranosa, entrecruzada de venas rojas que palpitaban sin cesar. Era un espanto gelatinoso, sin párpado ni pestañas, que se movía sobre un lecho de tentáculos. Esos seudópodos tanteaban la superficie rugosa del túnel y se hundían en ella como dedos. A la luz moribunda de la cerilla, Bill creyó ver un ojo que se arrastraba sobre dedos de pesadilla.
Los miraba con febril avaricia.
La cerilla se apagó.
En la oscuridad, Bill sintió que esos tentáculos acariciaban sus tobillos, sus piernas…, pero no pudo moverse. Tenía el cuerpo petrificado. Sintió que Eso se aproximaba, sintió el calor que irradiaba el monstruo y hasta oyó el pulso de sangre que mojaba sus membranas. Imaginó la viscosidad que sentiría cuando Eso lo tocara, pero aun así no pudo gritar. Aun cuando los tentáculos se le deslizaron por la cintura y se engancharon en las presillas de sus vaqueros para arrastrarlo hacia delante no pudo gritar ni debatirse. Una mortífera somnolencia parecía haber inundado todo su cuerpo.
Beverly sintió que uno de los tentáculos se le deslizaba alrededor de la oreja y se tensaba como un nudo corredizo. Hubo una llamarada de dolor y se vio arrastrada hacia delante retorciéndose y gimiendo como si una vieja maestra, perdida ya la paciencia, se la llevara a la parte trasera del aula, donde la obligaría a sentarse en un banquillo con orejas de burro. Stan y Richie trataron de retroceder, pero toda una selva de tentáculos invisibles ondulaba y susurraba junto a ellos. Ben rodeó a Beverly con un brazo y trató de retenerla. Ella se aferró a sus manos con la fuerza del pánico.
—Ben… Ben… Eso me tiene agarrada…
—No, nada de eso… Espera…, tiraré…
Tiró con toda su fuerza. Beverly dio un grito con la oreja atravesada por el dolor: estaba perdiendo sangre. Un tentáculo, seco y duro, rozó la camisa de Ben, se detuvo y se retorció en un doloroso nudo contra su hombro.
Bill estiró una mano que golpeó contra un engrudo blando, mojada. ¡El ojo! —gritó su mente—. ¡Oh, buen Dios, tengo la mano en el ojo! ¡La mano en el ojo!