It (Eso) – Stephen King

—¿Hacia el canal? —preguntó Eddie, temblando en brazos de Bill.

—¡Sí!

—A la derecha. Por donde está Patrick. —La voz de Eddie se endureció de pronto—. No me molesta mucho. Fue uno de los que me fracturó el brazo. Además, me escupió en la cara.

—Va-vamos —dijo Bill, echando un vistazo hacia la cloaca que acababan de abandonar—. ¡Fi-fila india! ¡Ma-ma-mantened cont-t-tacto, com-m-mo antes!

Avanzó a tientas arrastrando el hombro derecho por la untuosa superficie de porcelana, rechinando los dientes. No quería pisar a Patrick… ni meter el pie en él.

Se arrastraron junto a él, en la oscuridad, mientras las aguas fluían en derredor y la tormenta, afuera, traía a Derry una temprana oscuridad, una oscuridad que aullaba con el viento, tartamudeaba descargas eléctricas y crujía con árboles caídos que eran como gritos agónicos de enormes bestias prehistóricas.

3

Eso, mayo de 1985

Ahora volvían otra vez y aunque todo iba tal como Eso lo había previsto, también volvía algo que Eso no había previsto; ese miedo enloquecedor…, esa sensación de Otro. Eso odiaba el miedo; se habría vuelto contra él para devorarlo, si hubiera podido…, pero el miedo bailaba fuera de su alcance, burlón y sólo era posible matarlo mediante la muerte de todos ellos.

Sin duda, tanto temor carecía de motivos; ya eran más viejos y habían sido reducidos de siete a cinco. Cinco era un número de poder, pero no tenía la cualidad talismánica y mística del siete. El esbirro de Eso no había podido matar al bibliotecario, cierto, pero moriría después en el hospital, minutos antes de que la aurora tocara el cielo, Eso enviaría a un enfermero drogadicto para que terminase con él de una vez por todas.

Ahora, la mujer del escritor estaba con Eso, viva y sin vida al mismo tiempo. Su mente había quedado totalmente destruida por la primera visión de Eso tal como era, ya descartadas sus pequeñas máscaras y encantos. Y todos esos encantos eran sólo espejos, por supuesto, que devolvían al aterrorizado espectador las cosas peores que tenía en su propia mente heliografiando imágenes como un espejo devuelve un rayo de sol hacia un ojo desprevenido aturdiéndolo hasta la ceguera.

Ahora, la mente de la esposa del escritor estaba con Eso, en Eso, tras el final del macrouniverso, en la oscuridad, más allá de la Tortuga; en las tierras lejanas, más allá de todas las tierras.

Estaba en su ojo, estaba en su mente.

Estaba en los fuegos fatuos.

Oh, pero los encantos eran divertidos. Hanlon, por ejemplo. Aunque él no tenía un recuerdo consciente, su madre habría podido decirle de dónde venía el pájaro que vio en la fundación. A los seis meses, su madre lo había dejado durmiendo en la cuna, en el patio lateral, mientras iba al fondo para tender al sol sábanas y pañales. Sus gritos la hicieron volver a toda carrera. Un gran cuervo se había posado en el borde del cochecito y le estaba picoteando, como las bestias malignas de los cuentos de hadas. El bebé gritaba de dolor y espanto sin poder alejar al cuervo que había percibido la debilidad de su presa. La madre ahuyentó al ave de un puñetazo y al ver que Mikey sangraba por dos o tres heridas de los brazos, lo llevó al consultorio del doctor Stillwagon para aplicarle una antitetánica. Una parte de Mike no había olvidado jamás aquello: bebé pequeño, pájaro gigantesco. Cuando Eso se acercó a Mike, Mike volvió a ver el pájaro gigantesco.

Pero cuando su otro esbirro, el marido de la chica de antes, había traído a la mujer del escritor, Eso no se había puesto cara alguna; no tenía por qué vestirse cuando estaba en su casa. El esbirro le echó un solo vistazo y cayó muerto de espanto, con la cara gris y los ojos cargados de la sangre que le había brotado del cerebro en diez o doce lugares. La mujer del escritor había emitido un solo pensamiento, poderoso y horrorizado: OH, POR DIOS, ES HEMBRA; después, todo pensamiento cesó. Nadaba en los fuegos fatuos. Eso bajó de su sitio y se hizo cargo de sus restos físicos preparándolos para una comida posterior. Ahora, Audra Denbrough pendía a buena altura, en el medio de todo, entrecruzada de seda, con la cabeza caída contra el hombro, los ojos grandes y vidriosos, los pies apuntando hacia abajo.

Pero aún había poder en ellos. Aunque disminuido, estaba allí. Cuando eran niños, contra todas las posibilidades, contra todo lo que cabía esperar, contra todo lo que podía ser, habían logrado herirla gravemente, casi la habían matado, obligándola a huir hacia lo hondo de la tierra donde se había acurrucado, doliente, odiando y temblando, en un charco de su propia sangre extraña.

Y allí tenía otra cosa nueva: por primera vez en su infinita historia, Eso necesitaba hacer planes; por primera vez se descubría con miedo de coger de Derry lo que deseaba. ¡De Derry, su coto de caza privado!

Eso siempre se había alimentado bien de niños. A muchos adultos podía utilizarlos sin que se supieran utilizados, y Eso también había utilizado como alimento a algunos de los más ancianos con el correr de los años. Los adultos tenían sus propios terrores y se les podían activar las glándulas para que todos los elementos químicos del miedo inundaran el cuerpo y salaran la carne. Pero sus miedos eran, casi siempre, demasiado complejos. Los miedos de los niños solían ser más simples y más poderosos. Los miedos infantiles, con frecuencia, se convocaban con una sola cara… y si hacía falta un cebo, ¿a qué niño no le gustaba un payaso?

Eso comprendía, vagamente, que esos niños se las habían arreglado para volver contra su propio ser las mismas armas que Eso utilizaba. Que, por coincidencia (a propósito no, sin duda, ni guiados por la mano de ningún otro), por la unión de siete mentes extraordinariamente imaginativas, Eso había sido puesta en una zona de gran peligro. Cualquiera de los siete, a solas, le habría servido de alimento. Si no se hubieran reunido, por casualidad, Eso los habría elegido uno a uno, atraído por la calidad de sus mentes, tal como un león se siente atraído hacia determinada aguada por el olor de las cebras. Pero juntos habían descubierto un alarmante secreto que ni siquiera Eso conocía: que la fe tenía dos filos. Si hay diez mil campesinos medievales que crean los vampiros al creerlos reales, puede haber uno (probablemente un niño) que imagine la estaca necesaria para matarlo. Pero una estaca es sólo estúpida madera; la mente es la maza que la clava en su sitio.

Pero Eso había acabado por escapar hundiéndose profundamente en la tierra, y los niños, exhaustos, aterrorizados, habían preferido no seguirla cuando estaba en su condición más vulnerable. Habían preferido creerla muerta o agonizando, para poder retirarse.

Eso sabía de su juramento y tenía la certeza de que volverían, tal como el león sabe que la cebra volverá a la aguada. Por eso había empezado a hacer planes aún mientras caía en la somnolencia. Despertaría en salud, renovada…, pero por entonces, la infancia de aquellos siete estaría consumida como una vela gorda. El antiguo poder de su imaginación reunida sería débil y apagado. Ya no imaginarían pirañas en el Kenduskeag ni creerían que si se mata una luciérnaga con la luz encendida sobre la camisa, esa noche se nos incendia la casa. En, cambio, creerían en las pólizas de seguro, en una cena con vino escogido, bueno, pero no demasiado pretencioso, como un Pouilly-Fuissé’83 y déjelo respirar, ¿eh, camarero? Creerían que el Rolaid consume cuarenta y siete veces su peso en ácidos estomacales excesivos. Creerían en la televisión pública, en la utilidad del ejercicio para prevenir los ataques cardíacos y en la ventaja de no comer carnes rojas para evitar el cáncer de colon. Creerían en los sexólogos, cuando se tratara de follar agradablemente y en los predicadores a la antigua cuando quisieran sentirse redimidos. De año en año, sus sueños serían más pequeños. Y cuando Eso despertara, los llamaría, sí, para que volvieran porque el miedo era fértil, su vástago era la ira y la ira pedía venganza.

Eso los llamaría para matarlos.

Pero ahora, al saber que se acercaban, el miedo había vuelto. Eran adultos y estaban debilitados en su imaginación, pero no tanto como Eso había pensado. Eso había percibido un aumento ominoso en el poder del grupo, una vez reunidos, y se había preguntado, por primera vez, si acaso no habría cometido un error.

Pero, ¿por qué ese pesimismo? El dado estaba echado y no todos los presagios eran malos. El escritor estaba medio loco por su mujer y eso era bueno. Porque el escritor era el más fuerte, el que, de algún modo, había estado adiestrando su mente para esa confrontación durante todos esos años. Y cuando el escritor estuviera muerto, con las tripas fuera del cuerpo, cuando el precioso «Gran Bill» hubiera muerto, los otros serían prontamente suyos.

Eso comería bien… y después, quizá volvería a hundirse en la tierra. Para dormitar. Por un rato.

4

En los túneles, 4.30 h.

—¡Bill! —gritó Richie, en la tubería resonante.

Avanzaba a toda prisa, pero eso no bastaba. Recordó que, de niños, habían caminado por allí medio agachados, alejándose de la estación de bombeo. Ahora se arrastraba; el tubo le parecía imposiblemente estrecho. Las gafas se le deslizaban hacia la punta de la nariz. Él no hacía sino subirlas otra vez. Bev y Ben venían tras él.

—¡Bill! —aulló otra vez—. ¡Eddie!

—¡Aquí estoy! —le llegó la voz de Eddie, desde delante.

—¿Dónde está Bill?

—Más adelante. —Ya lo tenía cerca. Richie, más que verlo, sintió su presencia allí delante—. ¡No quiso esperar!

La cabeza de Richie golpeó a Eddie en la pierna. Un momento después, Bev chocó de cabeza contra el trasero de Richie.

—¡Bill! —gritó el disc-jockey. La tubería canalizó su grito y se lo devolvió, haciéndole doler los oídos—. ¡Espéranos, Bill! Tenemos que estar juntos, ¿no lo sabes?

Débilmente, entre ecos, Bill gritó.

—¡Audra, Audra! ¿Dónde estás?

—¡Maldición, Gran Bill! —exclamó Richie quedamente. Se le cayeron las gafas. Las buscó a tientas con una maldición y volvió a ponérselas, chorreantes—. ¡Sin Eddie te vas a perder, pedazo de idiota! ¡Espera! ¡Espéranos! ¿Me oyes, Bill? ¡ESPÉRANOS, MALDITA SEA!

Hubo un torturante momento de silencio. Al parecer, nadie respiraba. Richie no oía más que el goteo distante. En ese momento la tubería estaba seca, a excepción de algún charco estancado.

—¡Bill! —Se pasó una mano temblorosa por el pelo luchando por contener las lágrimas—. ¡Vamos, hombre, por favor! ¡Espéranos! ¡Por favor!

Más débil aún llegó la voz de Bill.

—Estoy esperando.

—Menos mal —murmuró Richie. Dio una palmada al trasero de Eddie—. Sigue.

—No sé si podré ir mucho más allá con un solo brazo —dijo Eddie, como pidiendo disculpas.

—Sigue igual.

Y Eddie volvió a gatear.

Bill, ojeroso y casi exhausto, los esperaba en el tubo de cloaca donde se alineaban tres tuberías como lentes de semáforos. Allí había espacio suficiente y todos se pusieron de pie.

—Allá —dijo Bill—. C-Criss. Y B-B-Belch.

Miraron. Beverly soltó un gemido y Ben la rodeó con un brazo. El esqueleto de Belch Huggins, vestido con harapos enmohecidos, parecía más o menos intacto. Lo que restaba de Victor estaba sin cabeza. Bill miró al otro lado del tubo y vio una calavera sonriente.

Allí estaba el resto de él. Deberíamos haberlo dejado en paz, pensó Bill, estremecido.

Esa parte del sistema cloacal había quedado en desuso. A Richie, el motivo le resultó bastante obvio: la planta de tratamiento de desperdicios se había hecho cargo de todo eso. En algún momento, mientras ellos estaban muy ocupados aprendiendo a afeitarse, a fumar, a conducir, a follar un poco, todas esas cosas buenas, había surgido a la existencia el Departamento de Protección Ambiental. Y el DPA había decidido que no debían vaciarse las cloacas, ni siquiera el agua residual, en los ríos y los arroyos. Esa parte del sistema cloacal había quedado, por lo tanto, en seco, criando moho, y los cadáveres de Victor Criss y Belch Huggins se enmohecían al mismo tiempo. Como los Niños Salvajes de Peter Pan, Victor y Belch no habían crecido. Aquéllos eran esqueletos de niños, con restos de camisetas y vaqueros. El musgo había cubierto los costillares y la hebilla del cinturón de Victor.

—Los atrapó el monstruo —dijo Ben, suavemente—. ¿Recordáis? Oímos lo que ocurrió.

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