Sí.
Cuando llegaran allí, Eso los arrojaría, aullantes y demenciales, a los fuegos fatuos.
2
En los túneles, 14.15 h.
Bev y Richie tenían unas diez cerillas, entre ambos, pero Bill no permitió que las utilizaran. Por el momento, al menos, había una vaga penumbra en los desagües. No era gran cosa, pero le permitía ver a un metro veinte hacia adelante; mientras pudiera seguir así, ahorrarían las cerillas.
Supuso que esa poca luz provenía de ventilaciones en las aceras, allá arriba, y quizá de los agujeros redondos para ventilación que tenían las tapas de ingreso. Resultaba extraño pensar que estaban debajo de la ciudad, pero a esas alturas lo estaban, sin duda.
El agua se había vuelto más profunda. En tres ocasiones dejaron atrás animales muertos: una rata, un gatito, algo brillante e hinchado que parecía una marmota. Bill oyó que uno de los otros murmuraba, asqueado, al navegar junto a ellos.
El agua por la que se iban arrastrando era relativamente tranquila, pero todo eso terminaría muy pronto: no mucho más adelante se oía un bramido hueco, incesante, que iba cobrando volumen hasta convertirse en un rugido monocorde. La tubería se desviaba en ángulo hacia la derecha. Cuando giraron en el recodo, se encontraron con tres desagües que vertían agua en aquélla por donde caminaban. Estaban alineadas verticalmente, como las lentes de un semáforo y allí terminaba el tubo que les había servido de entrada. La luz había aumentado, marginalmente; Bill levantó la vista y vio que estaban en un tubo de piedra, cuadrado, de unos cuatro o cinco metros de altura. Allá arriba se veía una rejilla de alcantarilla. El agua caía a baldes sobre ellos, como en una ducha primitiva.
Bill investigó las tres tuberías, desolado. La más alta estaba arrojando agua casi limpia, aunque traía hojas, colillas, envolturas de golosinas, cosas así. La del medio traía aguas residuales. Y de la más baja brotaba un torrente pardo grisáceo, lleno de bultos.
—¡E-e-eddie!
Eddie se puso a su lado, con el pelo planchado contra la cabeza. Su yeso era una masa empapada y chorreante.
—¿Por d-dónde?
Si uno quería saber cómo construir algo, se lo preguntaba a Ben. Si uno quería saber por dónde ir, se lo preguntaba a Eddie. Era algo sobre lo que el grupo no hablaba, pero todos lo sabían. Cuando uno estaba en un vecindario desconocido y quería volver a un sitio familiar, Eddie podía llevarlo a uno de regreso, girando a derecha e izquierda con invariable confianza, hasta que uno se veía reducido a seguirlo con la esperanza de que todo resultara bien… y, al parecer, siempre era así. Cierta vez, Bill había contado a Richie que, cuando había comenzado a jugar con Eddie en Los Barrens, tenía siempre miedo de perderse; Eddie, nunca. Con sus indicaciones los dos salían siempre donde él había previsto. «Si me perdiera en el Amazonas y Eddie estuviera conmigo, no me preocuparía en absoluto —había dicho Bill a Richie—. Él sabe. Mi padre dice que algunas personas son así, como si tuvieran una brújula en la cabeza».
—¡No te oigo! —gritó Eddie.
—Pppregunté por d-d-dónde.
—¿Por dónde qué? —Eddie sujetaba el inhalador con la mano sana. Bill se dijo que no parecía un chico, sino una rata ahogada.
—¿Por d-dónde seguimos?
—Bueno, eso depende de a dónde queramos ir —dijo Eddie.
Bill lo habría cogido por el pescuezo de buen grado, aunque la pregunta era muy lógica. Eddie contemplaba las tres tuberías, vacilante. Por todas ellas podrían pasar, pero la última parecía bastante estrecha.
Bill indicó a los otros que formaran círculo.
—¿D-dónde d-d-diablos está E-e-eso? —preguntó.
—En el medio de la ciudad —respondió Richie, de inmediato—. Bien en el medio de la ciudad. Cerca del canal.
Beverly asintió con la cabeza. Ben y Stan hicieron lo mismo.
—¿M-m-mike?
—Sí. Está cerca del canal. O debajo de él.
Bill volvió a mirar a Eddie.
—¿P-p-por cuál?
Eddie señaló, con desgana, la tubería inferior. El corazón de Bill dio un vuelco, pero eso no le extrañó.
—Por ahí.
—Oh, Dios —protestó Stan, amargado—. Por ahí baja la mierda.
—No sab… —comenzó Mike, pero se interrumpió. Inclinó la cabeza como si escuchara. Sus ojos parecían alarmados.
—¿Qué…? —interrogó Bill.
Pero Mike se cruzó los labios con un dedo. Ahora Bill también lo oía: chapoteos. Se acercaban. Gruñidos y palabras sofocadas. Henry no había renunciado.
—Rápido —indicó Ben—. Vamos.
Stan volvió la vista hacia atrás. Después miró la más baja de las tres tuberías. Apretó los labios y asintió.
—Vamos —dijo—. La mierda se lava.
—¡Stan el galán acaba de soltarse uno bueno! —exclamó Richie—. ¡Juaca juaca jua…!
—Richie, ¿quieres callarte? —siseó Beverly.
Bill abrió la marcha por la tubería haciendo muecas por el olor. Era olor a cloaca, era mierda, pero había también otro olor, ¿verdad? Más bajo, más vital. Si el gruñido de un animal pudiera tener olor (y Bill se dijo que era posible, si el animal en cuestión había estado comiendo ciertas cosas), ése habría sido el subolor que percibían. Vamos en la dirección correcta, sí. Eso ha estado aquí… y durante mucho tiempo.
Cuando hubieron avanzado cinco o seis metros, notaron que el aire se había puesto rancio y malsano. Bill avanzaba lentamente, pisando cosas que no eran barro. Miró sobre el hombro y dijo:
—T-t-tú ven d-d-detrás de m-mí, E-E-Eddie. T-t-te voy a ne-necesitar.
La luz se evaporó hasta un gris muy pálido; se mantuvo así por poco tiempo y luego desapareció, dejándolos en
(del cielo azul a)
la negrura. Bill avanzaba arrastrando los pies entre el hedor con la sensación de estar atravesándolo físicamente. Iba con una mano tendida hacia adelante; parte de él esperaba encontrar, en cualquier momento, pelaje áspero y ojos verdes abiertos en la oscuridad. El fin llegaría en una llamarada de dolor, cuando Eso le arrancara la cabeza.
La oscuridad estaba llena de sonidos, todos amplificados y resonantes.
Bill oía los pies de sus amigos que se arrastraban tras los suyos; a veces, algún murmullo. Había gorgoteos y extraños gruñidos metálicos. En una ocasión, un torrente de agua asquerosamente tibia le pasó entre las piernas haciéndolo vacilar sobre los talones, mojado hasta los muslos. Eddie le manoteó frenéticamente la espalda de la camisa, hasta que el pequeño torrente cedió. Richie, desde el extremo de la fila, aulló con lamentable buen humor:
—Creo que acaba de mearnos el alegre gigante verde, Bill.
Bill oía correr el agua o los desechos en borbotones canalizados por la red de tuberías menores que, seguramente, corría sobre su cabeza. Recordó la conversación sostenida con su padre sobre las cloacas de Derry y creyó saber qué era ese tubo: servía para recibir el exceso que se presentaba durante las lluvias torrenciales y la temporada de inundaciones. Todo lo de arriba saldría de Derry, arrojado al arroyo Torrault y al río Penobscot. A la ciudad no le gustaba bombear su mierda al Kenduskeag porque de ese modo el canal apestaría. Pero las aguas residuales iban al Kenduskeag y cuando eran demasiado abundantes para las tuberías comunes, se producía un desborde… como el que acababan de recibir. Y si se había producido uno, podía haber otro. Levantó la vista, intranquilo. No veía nada, pero estaba seguro de que había rejillas en el arco superior de la tubería y, quizá, también a los lados. En cualquier momento podía haber…
No se dio cuenta de que había llegado al final del tubo hasta que cayó fuera de él y se tambaleó hacia delante, moviendo los brazos en círculo en un inútil esfuerzo por mantener el equilibrio. Cayó de bruces en una masa semisólida, unos treinta centímetros por debajo de la galería de la que acababa de salir. Algo repulsivo corrió sobre su mano, chillando. Bill dio un grito y se incorporó apretando la mano cosquilleante contra el pecho, consciente de que una rata acababa de correr sobre ella. Sentía aún el tacto repugnante de esa cola pelada.
Trató de levantarse y se golpeó la cabeza en lo alto de la nueva tubería. Fue un golpe duro y Bill cayó otra vez de rodillas; grandes flores rojas estallaron en la oscuridad, ante sus ojos.
—¡C-c-cuidado! —se oyó gritar. Sus palabras retumbaron huecamente—. ¡Aquí hay un escalón! ¡Edd-eddie! ¿Dónde estás?
—¡Aquí! —Una mano de Eddie le rozó la nariz—. Ayúdame a salir, Bill, que no veo nada. Está…
Se oyó un enorme y acuoso ker… washhh, Beverly, Mike y Richie gritaron al unísono. A la luz del día, la armonía casi perfecta de los tres habría sido divertida; allí abajo, en la oscuridad de las cloacas, resultaba aterrorizante. De pronto, los tres cayeron dando tumbos. Bill sujetó a Eddie en un abrazo de oso tratando de protegerle el brazo.
—Oh, Dios, creí que me ahogaba —gimió Richie—. Nos ha empapado… Maldita sea, una lluvia de mierda. Ésta sí que es buena. La escuela tendría que organizar excursiones por aquí, Bill. Podríamos convencer al señor Carson de que las dirigiera…
—Y después la señorita Jimmison podría dar una conferencia sobre higiene y salud —agregó Ben, con voz estremecida.
Todos rieron, con voces chillonas. Al apagarse la carcajada, Stan rompió bruscamente en lágrimas angustiadas.
—Tranquilo —dijo Richie, apoyando un brazo torpe en sus hombros pegajosos—. Nos vas a hacer llorar a todos, macho.
—¡Estoy bien! —aseguró Stan, en voz alta, sin dejar de llorar—. No me importa mucho el miedo, pero detesto estar así de sucio. Detesto no saber dónde estoy…
—¿S-s-servirán de a-a-algo las cerillas, t-t-todavía? —preguntó Bill a Richie.
—Di las mías a Bev.
Bill sintió que una mano tocaba la suya en la oscuridad y le ponía una cajita de cerillas que parecía seca.
—Las guardé bajo el brazo —dijo ella—. Tal vez se enciendan. Prueba.
Bill arrancó una cerilla y la encendió. La cabecita se encendió con un chasquido. Bill, al levantarla, vio que sus amigos estaban amontonados; la breve luz les hizo arrugar la cara. Estaban mojados y sucios de excrementos; se les veía muy jóvenes y muy asustados. Hacia atrás se extendía la galería por la que habían venido. Ahora estaban en una aún más estrecha que corría en línea recta hacia ambos lados con el fondo cubierto de un sedimento asqueroso. Y…
Ahogó una exclamación y sacudió la cerilla, porque ya le quemaba los dedos. Le llegaban ruidos de agua en rápida corriente, goteos y, de vez en cuando, un torrente, cuando las válvulas de desagüe se ponían en funcionamiento enviando más aguas residuales al Kenduskeag que ahora estaba mucho atrás, sólo Dios sabía cuánto. Aún no se oía a Henry y los otros.
—A mi d-d-derecha ha-a-ay un mu-mu-muerto —musitó—. A un-n-nos t-t-tres me-metros d-d-de nos-s-sotros. Puede s-s-ser P-P-P-P…
—¿Patrick? —preguntó Beverly, con voz que temblaba al borde de la histeria—. ¿Es Patrick Hockstetter?
—S-s-sí. ¿Q-qui-quieres que en-en-encienda otra ce-ce-cerilla?
Eddie dijo:
—Es preciso, Bill. Si no veo cómo corre la tubería, no sabré por dónde ir.
Bill encendió la cerilla. A su luz, todos vieron aquella cosa verde e hinchada que había sido Patrick Hockstetter. El cadáver les sonreía en la oscuridad con hórrida camaradería, pero sólo tenía media cara; las ratas de la cloaca se habían llevado el resto. Lo rodeaban los libros del curso de verano, hinchados por la humedad hasta parecer diccionarios.
—Cielos —dijo Mike, ronco, desorbitado.
—Los oigo otra vez —dijo Beverly—. A Henry y a los otros.
La acústica debió llevar su voz hasta ellos, porque Henry vociferó en las cloacas y por un momento fue como si los tuvieran allí mismo.
—Os vamos a coger…
—¡Ya podéis venir! —gritó Richie, con un destello febril en los ojos—. ¡Sigue adelante, talón de plátano! ¡Esta piscina parece la de la Asociación Cristiana de Jóvenes! Sigue…
Un alarido llegó por la tubería, tan lleno de loco terror y de tormento que a Bill se le cayó la cerilla. El brazo de Eddie se enroscó a él y él lo abrazó a su vez, sintiéndolo temblar como un cable. Stan Uris se apretó a él por el lado opuesto. Ese alarido seguía y seguía. Por fin se oyó un ruido obsceno, denso, como una bofetada, y el grito se cortó.
—Algo se ha apoderado de uno de ellos —jadeó Mike, horrorizado—. Algo… algún monstruo. Bill, tenemos que salir de aquí…, por favor…
Bill oyó que los restantes (uno o dos; con esa acústica era imposible determinarlo) avanzaban a tropezones por la tubería, hacia ellos.
—¿P-p-por d-dónde, E-Eddie? —preguntó, apresurado—. ¿Sa-sa-sabes?