—Lléva-llévanos, B-Ben —repitió Bill, desde atrás.
Todos bajaron al Kenduskeag siguiéndole hacia la izquierda del claro que ya no existía. El ruido de agua corriente se hacía cada vez más audible, pero estuvieron a punto de caer al río antes de verlo: el follaje había formado una muralla enmarañada en el borde del terraplén. El filo de tierra se rompió bajo los talones de Ben. Bill tuvo que sujetarlo por el cuello de la ropa.
—Gracias —dijo él.
—De nada. En los v-viejos ti-tiempos me hab-b-brías arrast-t-trado con-contigo. ¿P-p-por allí?
Ben asintió y los condujo a lo largo de la ribera luchando con los matorrales y los espinos. Cuánto más fácil era aquello cuando sólo se medía un metro cuarenta y se podía pasar por debajo de casi todas las marañas (tanto las mentales como las del camino), con sólo agachar la cabeza. Bueno, todo cambiaba. Nuestra lección de hoy, niños —pensó Ben—, es la siguiente: cuanto más cambian las cosas, más cambian. Quienquiera que haya dicho que cuanto más cambian las cosas, más siguen siendo lo mismo, sufría, obviamente, de un retraso mental grave. Porque…
Su pie se enganchó en algo y cayó con un golpe seco. Estuvo a punto de darse con la cabeza contra el cilindro de la estación de bombeo. Estaba casi completamente cubierto por un arbusto de moras. Al levantarse, se dio cuenta de que se había arañado la cara y las manos con las espinas en dos docenas de lugares.
—Que sean tres docenas —dijo, sintiendo que la sangre le corría en hilos delgados por las mejillas.
—¿Qué? —preguntó Eddie.
—Nada. —Se agachó para ver qué lo había hecho tropezar. Una raíz, probablemente.
Pero no era una raíz: era la tapa de hierro. Alguien la había sacado.
Por supuesto —pensó Ben—. La sacamos nosotros, hace veintisiete años.
De inmediato se dio cuenta de que era una idea loca, aun antes de haber visto las marcas de metal brillante a través del herrumbre, en surcos paralelos. Aquel día, la bomba no había estado funcionando. Tarde o temprano, alguien tenía que haber ido a repararla y no habría dejado de poner la tapa en su sitio.
Se incorporó. Los cinco se reunieron alrededor del cilindro y miraron hacia el interior. Se oía el leve ruido del agua que goteaba. Eso era todo. Richie había llevado todas las cerillas que había encontrado en la habitación de Eddie. Encendió toda una caja y la arrojó adentro. Por un momento vieron la cobertura interior del cilindro y el bulto silencioso de la bomba. Eso era todo.
—Tal vez no funciona desde hace tiempo —dijo Richie, intranquilo—. No tiene por qué haber pasado justamente hoy.
—Ha sido hace muy poco —apuntó Ben—. Desde la última lluvia, por lo menos.
Tomó otra caja de cerillas, encendió una y señaló las raspaduras nuevas.
—Ab-b-b-ajo hay algo —dijo Bill, mientras Ben apagaba la cerilla.
—¿Qué? —preguntó Ben.
—N-n-no sé. Pa-pa-parecía una co-correa. T-t-tú y Ri-Richie, ayudadme a d-darle la vu-vuelta.
Aferraron la tapa y la volvieron como a una moneda gigantesca. Esa vez fue Beverly quien encendió la cerilla mientras Ben levantaba cautelosamente el bolso oculto bajo la tapa. Lo mostró sosteniéndolo por la correa. Beverly iba a sacudir la cerilla cuando vio la cara de Bill y quedó petrificada hasta que la llama le tocó la punta de los dedos. Entonces la dejó caer con una leve exclamación.
—¿Qué pasa, Bill?
Los ojos de Bill parecían haber adquirido mucho peso. No podían apartarse de ese raído bolso de cuero y de su larga correa. De pronto recordó hasta el nombre de la canción que estaban emitiendo por radio en la tienda donde se lo había comprado a Audra. Era Sausalito Summer Nights. La rareza suprema. Su boca se había quedado sin saliva; la lengua y la cara interior de las mejillas parecían de cromo. Oyó los grillos, vio las luciérnagas, olió el verdor que crecía alrededor, y pensó: Es otra triquiñuela, otra ilusión; ella está en Inglaterra y esto es sólo un golpe bajo porque Eso está asustado, oh, sí. Tal vez Eso no se siente tan seguro como cuando nos convocó para que volviéramos y en realidad, Bill, piensa bien: ¿cuántos bolsos de cuero con correas largas habrá en el mundo? ¿Un millón? ¿Diez millones?
Más, probablemente. Pero sólo uno como ése. Lo había comprado para Audra en una marroquinería de Burbank mientras una radio, en la trastienda, emitía Sausalito Summer Nights.
—¿Bill?
La mano de Beverly en su hombro, sacudiéndolo. Muy lejos. Veintisiete leguas bajo el mar. ¿Cómo se llamaba el grupo que cantaba Sausalito Summer Nights? Richie lo sabría.
—Yo también lo sé —dijo Bill, tranquilamente, ante la cara asustada de Richie. Y sonrió—. Era Diesel. ¿Qué te parece esa memoria absoluta?
—Bill, ¿qué pasa? —susurró Richie.
Bill soltó un alarido. Arrancó las cerillas de la mano de Beverly, encendió una y tomó bruscamente el bolso que Ben sostenía.
—Coño, Bill, ¿qué…?
Corrió la cremallera del bolso y lo vació. Lo que cayó era Audra a tal punto que, por un momento, ni siquiera pudo volver a gritar. Entre los pañuelos de papel, las barras de chicle y los artículos de maquillaje, vio un paquete de caramelos de menta… y la polvera con piedras preciosas que Freddie Firestone le había regalado al firmarse el contrato de El desván.
—Ahí ab-b-bajo está m-m-mi mujer —dijo.
Y cayó de rodillas para guardar las cosas en el bolso. Sin siquiera darse cuenta, se apartó con la mano un mechón de pelo que ya no existía.
—¿Tu esposa? ¿Audra? —Beverly parecía horrorizada. Tenía los ojos desorbitados.
—S-s-su bolso. Sus c-c-cosas…
—Por Dios, Bill —murmuró Richie—. Eso no puede ser, lo sab…
Bill había encontrado la billetera de lagarto y la enseñó, abierta. Richie encendió otra cerilla y se encontró mirando una cara que había visto en cinco o seis películas, la fotografía del carnet de conducir no era atractiva, pero ofrecía una prueba concluyente.
—P-p-pero He-e-enry ha muerto y Victor y B-b-belch… ¿Quién la atrapó? —Se levantó, mirando en redondo con febril intensidad—. ¿Quién la atrapó?
Ben le puso una mano en el hombro.
—Será mejor que bajemos a averiguarlo, ¿no?
Bill lo miró, como si no estuviera seguro de quién era ese hombre. Por fin sus ojos se aclararon.
—S-sí —dijo—. ¿E-Eddie?
—Lo siento, Bill.
—¿Pu-puedes s-s-subir?
—No sería la primera vez.
Bill se agachó y Eddie le ciñó el cuello con el brazo derecho. Ben y Richie lo alzaron hasta que pudo rodearle la cintura con las piernas. Mientras, Bill pasaba torpemente una pierna sobre el borde del cilindro. Ben vio que Eddie tenía los ojos fuertemente cerrados… y por un instante creyó oír el ruido de la carga de caballería más fea del mundo al abrirse paso por entre los matorrales. Se volvió, casi esperando que los tres aparecieran entre la niebla y los espinos, pero sólo se oía la brisa, cada vez más fuerte, haciendo repiquetear los bambúes a unos cuatrocientos metros de allí. Sus antiguos enemigos habían desaparecido en su totalidad.
Bill se aferró del tosco borde de cemento y fue bajando a tientas, peldaño a peldaño. Eddie lo estaba ahogando. Su bolso, por Dios, ¿cómo vino a parar su bolso aquí? No importa. Pero si estás ahí, Dios, y si recibes súplicas, haz que esté bien, que no sufra por lo que Bev y yo hicimos esta noche ni por lo que yo hice un verano, cuando era niño… ¿y fue el payaso? ¿Fue Bob Gray el que la atrapó? Porque en ese caso no sé si el mismo Dios puede ayudarla.
—Tengo miedo, Bill —dijo Eddie, con voz débil.
El pie de Bill tocó agua fría, estancada. Descendió a ella, recordando la sensación y el olor a humedad, recordando la claustrofobia que ese lugar le había hecho experimentar… Y a propósito, ¿qué les había ocurrido? ¿Cómo se las habían arreglado en aquellos desagües y túneles? ¿Dónde habían ido, exactamente, y cómo habían logrado salir? Aún no recordaba nada de todo eso; no podía pensar sino en Audra.
—Yo t-t-también.
Se agachó un poco, haciendo una mueca al sentir el agua fría en los pantalones y en los testículos, para que Eddie pudiera bajar. Ambos se irguieron en el agua, hundidos hasta la pantorrilla, para observar a los otros, que ya bajaban por los peldaños.
XXI. DEBAJO DE LA CIUDAD
1
Eso, agosto de 1958
Había ocurrido algo nuevo.
Por primera vez en la eternidad, algo nuevo.
Antes del universo había sólo dos cosas. Una era Eso; la otra, la Tortuga. La Tortuga era una cosa vieja y estúpida que nunca salía de su caparazón. Eso pensaba que quizás había muerto, que estaba muerta desde hacía un billón de años, más o menos. Aunque así no fuera, seguía siendo una cosa vieja y estúpida; aunque la Tortuga hubiera vomitado el universo entero, eso no quitaba que fuera estúpida.
Eso había llegado hasta allí mucho después de que la Tortuga se retirara a su caparazón; allí, a la Tierra, donde había descubierto una profundidad de imaginación que era casi nueva, casi para tener en cuenta. Esa cualidad de imaginación hacía de la comida algo muy excitante. Sus dientes desgarraban carnes tensadas por terrores exóticos y voluptuosos miedos; soñaban con bestias nocturnas y cieno móvil; contra su voluntad, consideraban abismos infinitos.
Con esa sabrosa comida, Eso existía en un simple círculo de despertar para comer y dormir para soñar. Había creado un sitio a su imagen y semejanza y lo contemplaba con favor desde los fuegos fatuos que eran sus ojos. Derry era su corral de matanza; el pueblo de Derry, su ganado. Las cosas habían seguido.
Y entonces… esos niños.
Algo nuevo.
Por primera vez en la eternidad.
Al irrumpir Eso en la casa de Neibolt Street con intención de matarlos a todos, vagamente intranquilo por no haber podido hacerlo hasta entonces (y aquella intranquilidad, por cierto, había sido la primera novedad) había ocurrido algo totalmente inesperado, completamente inconcebible. Y Eso había sentido dolor, dolor, un gran dolor aullante en todas las formas que tomaba. Y por un momento, también había sentido miedo porque lo único que tenía en común con la vieja Tortuga estúpida y la cosmología del macrouniverso, fuera del diminuto huevo de ese universo, era justamente eso: todas las cosas vivientes deben regirse por las leyes de la forma que habitan. Por primera vez, Eso comprendió que, quizá, su capacidad de variar su forma podía ser una desventaja, a la vez que una ventaja. Hasta entonces nunca había sentido dolor ni miedo y por un momento temió morir… oh, su cabeza se había llenado de un gran dolor blanco como la plata y Eso había rugido y gemido y aullado, y los niños, de algún modo, habían escapado.
Pero ahora regresaban. Habían entrado a sus dominios bajo la ciudad: siete niños tontos que avanzaban a tientas, sin luces ni armas. Ahora los mataría, sin duda.
Eso había hecho un gran autodescubrimiento: no quería cambios ni sorpresas. No quería ninguna cosa nueva, nunca más. Sólo quería comer, dormir, soñar y volver a comer.
Después del dolor y de ese miedo breve, brillante, había surgido una emoción nueva (todas las emociones genuinas eran nuevas para él, aunque Eso era un gran mimo de las emociones): la cólera. Mataría a los niños porque, por una casualidad asombrosa, le habían hecho daño. Pero antes los haría sufrir porque por un breve instante le habían hecho sentir miedo.
Venid a mí, entonces —pensaba Eso, escuchando sus pasos—. Venid a mí, niños, y veréis cómo flotamos aquí abajo… cómo flotamos todos.
Sin embargo, había un pensamiento que se insinuaba, por mucho que Eso intentara alejarlo de sí. Era éste, simplemente: si todas las cosas fluían de Eso (tal como había sido desde que la Tortuga había vomitado el universo y quedado desmayada dentro de su caparazón), ¿cómo era posible que alguna criatura de este mundo o cualquier otro lo burlara o lo hiriera, aunque sólo fuera nimia y brevemente? ¿Cómo era posible semejante cosa?
Así, una última novedad había venido a Eso, no ya emoción, sino fría especulación: ¿y si Eso no era lo único, como siempre había creído?
¿Y si había Otro?
¿Y si, más aún, esos niños eran agentes de ese Otro?
¿Y si…, y si…?
Eso empezó a temblar.
El odio era nuevo. El dolor era nuevo. El ver burlados sus propósitos era nuevo. Pero lo más horriblemente nuevo era ese miedo. No el miedo a los niños, porque eso había pasado, sino el miedo de no ser lo único.
No, no había ningún Otro. No podía ser. Tal vez por el hecho de ser niños, su imaginación tenía cierto poder primitivo que Eso había subestimado por un momento. Pero ahora que regresaban, Eso los dejaría venir. Vendrían y Eso los arrojaría, uno a uno, en el macrouniverso…, en los fuegos fatuos de sus ojos.