It (Eso) – Stephen King

Ella se humedeció los labios con la lengua. Bill la miraba fijamente. Ben y Richie se habían vuelto hacia ella. Empezó a sentir verdadera inquietud.

—Antes dígame quién es usted —contraatacó—. No es el señor Hanlon.

—Soy Andrew Rademacher, jefe de policía de Derry —dijo la voz—. En este momento el señor Hanlon está en el hospital municipal. Fue atacado y gravemente herido hace un rato. Bien, ¿quiere decirme quién es usted? Necesito su nombre.

Pero ella apenas oyó la última parte. El espanto la recorría en oleadas elevándola cada vez más, vertiginosamente, como si la sacara de ella misma. Se le aflojaron el vientre, las ingles y las piernas. Así debe de ser —pensó—, cuando la gente se orina por causa de un susto. Claro. Uno pierde control de esos músculos…

—¿En qué estado se encuentra? —se oyó preguntar, con voz de papel.

Un segundo después, Bill estaba a su lado poniéndole una mano en el hombro. Y Ben y Richie. Sintió un arrebato de gratitud hacia ellos. Estiró la mano libre y Bill se la tomó. Richie puso su mano sobre la de Bill. Ben agregó la suya. Eddie, que se había acercado, las coronó con su mano sana.

—Quiero que me diga quién es usted, por favor —insistió Rademacher, enérgico.

Por un momento, la ovejita miedosa que llevaba dentro, criada por su padre y atendida por su esposo, estuvo a punto de responder: «Soy Beverly Marsh y estoy en el hotel «Town House». Por favor, envíe al señor Nell. Aquí hay un muerto que es aún medio niño y tenemos mucho miedo».

Pero dijo:

—Temo…, temo no poder decírselo. Al menos, por el momento.

—¿Qué sabe usted de esto?

—Nada —dijo, asustada—. ¿Por qué se le ocurre que debo saber algo? ¡Por Dios!

—¿Usted tiene por costumbre llamar a la biblioteca a las tres de la mañana? —observó Rademacher—. Déjese de tonterías, señorita. Se trata de un ataque, y por lo que hemos visto, bien podría ser asesinato antes del amanecer. Se lo preguntaré otra vez: ¿Quién es usted y qué sabe de esto?

Ella cerró los ojos apretando la mano de Bill con todas sus fuerzas y volvió a preguntar:

—¿Tan grave está como para morir? ¿No dice eso sólo para asustarme? Por favor, dígame si va a morir.

—Está muy malherido. Y si eso no la asusta, señorita, debería hacerlo. Ahora dígame su nombre y por qué…

Como en un sueño, ella vio que su mano flotaba por el espacio y colgaba el auricular en su sitio. Miró a Henry y sintió un impacto tan firme como una bofetada fría. Uno de los ojos del cadáver se había cerrado. El otro, el destrozado, supuraba tan desnudamente como antes.

Henry parecía estar haciéndole un guiño.

4

Richie llamó al hospital mientras Bill llevaba a Beverly a la cama, donde se sentó con Eddie. Tenía la mirada perdida en el espacio. Quiso llorar, pero no había lágrimas. La única sensación de la que cobró inmediata y fuerte conciencia fue el deseo de que alguien cubriera a Henry Bowers. Ese guiño no le gustaba nada.

En un instante aturdidor, Richie se convirtió en periodista del Derry News. Tenía entendido que el señor Michael Hanlon, jefe de bibliotecarios de la ciudad, había sido atacado mientras trabajaba, a altas horas de la noche. ¿Qué declaraciones podía hacer el hospital sobre el estado del señor Hanlon?

Escuchó, asintiendo.

—Comprendo señor Kerpaskian… ¿Su apellido se escribe las dos veces con K? Sí. Muy bien. Y usted es…

Escuchó, ya tan convencido de su propio papel que hizo garabatos con un dedo, como si escribiera en una libreta.

—Ajá…, ajá…, sí. Sí, comprendo. Bueno, lo que hacemos habitualmente, en casos como éste, es citarlo como «una fuente». Después, más adelante, podemos… ajá… ¡Perfecto! —Richie rió sonoramente y se secó el sudor de la frente con la manga. Escuchó otra vez—. Muy bien, señor Kerpaskian. Sí, voy a… Sí, lo tengo: K-E-R-P-A-S-K-I-A-N. Judío checo, ¿verdad? ¡No me diga! Qué… qué original. Sí, lo haré. Buenas noches. Gracias.

Colgó y cerró los ojos.

—¡Dios! —exclamó en voz baja y gruesa—. ¡Dios, Dios, Dios!

Hizo ademán de arrojar el teléfono al suelo, pero dejó caer la mano. Se quitó las gafas y las limpió con la chaqueta del pijama.

—Está con vida, pero en grave estado —dijo a los otros—. Henry lo trinchó como a un pavo de Navidad. Una de las puñaladas le cortó la arteria femoral; ha perdido toda la sangre que se puede perder sin morir. Parece que pudo aplicarse una especie de torniquete; de lo contrario lo habrían encontrado muerto.

Beverly se echó a llorar, como una criatura, con las manos pegadas a la cara. Por un momento, sus sollozos y la respiración sibilante de Eddie fueron los únicos ruidos en la habitación.

—Mike no fue el único trinchado como un pavo de Navidad —dijo Eddie, por fin—. Henry parecía venir de la guerra.

—¿Todavía quieres ir a la policía, Bev?

Había pañuelos de papel en la mesita de noche, pero convertidos en una masa empapada, en medio de un charco de agua Perrier. Beverly fue al baño, dando un rodeo al pasar junto a Henry. Tomó una esponja y la empapó de agua fría. Surtió un efecto delicioso contra su cara hinchada y caliente. Se sintió capaz de pensar otra vez con claridad; con racionalidad no: con claridad. De pronto estaba segura de que la racionalidad los mataría si trataban de usarla en esas circunstancias. Ese policía: Rademacher. Tenía sospechas. ¿Y por qué no? Nadie llama a una biblioteca a las tres y media de la madrugada. Había supuesto cierta culpabilidad. ¿Qué supondría si se enteraba de que ella había llamado desde una habitación donde había un cadáver en el suelo, con una botella rota clavada en las entrañas? ¿Que ella y otros cuatro desconocidos habían vuelto el día anterior a la ciudad para una pequeña reunión y que ese tío había pasado por casualidad? ¿Habría creído ella misma en semejante historia, en la situación inversa? ¿Quién podía creerla? Naturalmente, podían apuntalar el relato agregando que habían vuelto para acabar con el monstruo que vivía en las cloacas de la ciudad. Eso agregaría, sin duda, una nota de convincente realismo.

Salió del baño y miró a Bill.

—No —dijo—, no quiero ir a la Policía. Creo que Eddie tiene razón: podría pasarnos algo, algo concluyente. Pero no es ésa la verdadera razón. —Miró a los otros cuatro—. Lo juramos —dijo—. Todos juramos. El hermano de Bill…, Stan…, todos los otros… y ahora Mike. Estoy dispuesta, Bill.

Él miró a los otros.

Richie asintió:

—Está bien, Gran Bill. Intentémoslo.

Ben dijo:

—Las posibilidades parecen más escasas que nunca. Ya faltan dos.

Bill no dijo nada.

—Bueno —agregó Ben—, ella tiene razón. Lo juramos.

—¿E-e-eddie?

Eddie sonrió débilmente.

—Parece que tendréis que bajarme otra vez por esa escalerilla. Si es que todavía sigue allí.

—Esta vez no habrá nadie que tire piedras —apuntó Beverly—. Los tres han muerto.

—¿Lo hacemos ahora, Bill? —preguntó Richie.

—S-s-sí —respondió Bill—. C-creo que es ho-o-ra.

—¿Puedo decir algo? —preguntó Ben, abruptamente.

Bill lo miró con una sonrisa.

—L-l-lo que qui-quieras.

—Vosotros sois los mejores amigos que he tenido. No importa qué resulte de esto. Sólo quería… deciros eso.

Los miró a todos y ellos le devolvieron la mirada con solemnidad.

—Me alegro de haberos recordado —agregó.

Richie resopló. Beverly soltó una risita. Un momento después, todos reían, mirándose como antes, a pesar de que Mike estaba en el hospital, agonizando, tal vez ya muerto, a pesar de que Eddie tenía (otra vez) el brazo roto, a pesar de que era la hora más oscura de la madrugada.

—Qué habilidad para expresarte tienes, Parva —dijo Richie, riendo y limpiándose los ojos—. El escritor debería haber sido él, Gran Bill.

Bill, todavía sonriendo un poco, concluyó:

—Y con ese comentario…

5

Fueron en la limusina que Eddie había pedido prestada. Richie iba al volante. La niebla se había vuelto más espesa; pendía en la calle como humo de cigarrillo sin llegar a las lámparas de alumbrado. Arriba, las estrellas eran fragmentos de hielo, estrellas de primavera…, pero Bill, que torcía la cabeza hacia la ventanilla medio abierta, creyó oír un tronar de verano a la distancia. En algún punto del horizonte, alguien estaba ordenando lluvia.

Richie conectó la radio. Se oyó a Gene Vincent cantar Be-Bop-A-Lula. Dio un manotazo a otro botón y sintonizó a Buddy Holly. Un tercer intento sacó a Eddie Cochran cantando Summertime Blues.

—Me gustaría ayudarte, hijo, pero eres demasiado joven como para votar —dijo una voz grave.

—Apaga, Richie —pidió Beverly, con suavidad.

Él estiró la mano hacia el botón, pero sus dedos quedaron petrificados.

—¡No cambiéis la sintonía, que sigue el «Show de los Muertos» de Richie Tozier! —gritó la voz riente del payaso, sobre el chascar de dedos y acordes de la guitarra de Eddie Cochran—. No toquéis el dial, mantened sintonizado este montón de rock. Han desaparecido de las estanterías, pero no de nuestros corazones. Y vosotros seguís viniendo. ¡Venid, venid todos! ¡Aquí emitimos todos los éxitos! ¡Tooodos los éxitos! Y si no me creéis, escuchad al disc-jockey invitado de esta mañana. ¡Georgie Denbrough! ¡Cuéntales, Georgie!

De pronto, el hermano de Bill gimió por radio:

—Tú me enviaste a la calle y Eso me mató. Yo creía que estaba en el sótano, Gran Bill, creía que estaba en el sótano, pero estaba en la cloaca. Estaba en la cloaca y me mató. Tú dejaste que me matara, Gran Bill, dejaste que…

Richie apagó la radio tan violentamente que el botón salió disparado y pegó contra la esterilla del suelo.

—La verdad es que, en provincias, el rock da asco —dijo, con voz no muy firme—. Beverly tiene razón. Mejor apagamos, ¿no?

Nadie respondió. Bill estaba muy pálido, silencioso y pensativo. Cuando el trueno volvió a murmurar hacia el oeste, todos lo oyeron.

6

En Los Barrens

El viejo puente, el de siempre.

Richie estacionó junto a él. Todos bajaron y se acercaron a la barandilla (la vieja barandilla, la de siempre) para mirar abajo.

Los mismos Barrens, los de siempre.

No parecían tocados por los últimos veintisiete años; para Bill, la autopista elevada, único detalle nuevo, parecía irreal, algo tan efímero como un paisaje falso proyectado en una pantalla trasera para ambientar la escena de una película. Los arbustos y los matorrales centelleaban entre la niebla. Bill pensó: Creo que a esto nos referimos cuando hablamos de la persistencia del recuerdo, a esto o a algo parecido, algo que se ve en el momento debido y desde el ángulo debido, imágenes que activan la emoción como el motor de un avión de propulsión. Uno lo ve con tanta claridad que cuanto haya pasado mientras tanto, desaparece. Si es el deseo lo que cierra el círculo entre el mundo y la necesidad, el círculo está cerrado.

—Va-va-vamos —dijo.

Y pasó sobre la barandilla. Todos lo siguieron por el terraplén, esparciendo arena y grava. Cuando llegaron al fondo, Bill verificó la posición de Silver y se rió de sí mismo. Silver estaba apoyada contra la pared, en el garaje de Mike. Al parecer, no desempeñaba papel alguno en todo eso. Aunque resultaba extraño, considerando el modo en que había reaparecido.

—Llé-llévanos —ordenó a Ben.

Cuando Ben lo miró, él le leyó el pensamiento en los ojos: Han pasado veintisiete años, Bill; no sueñes. Pero el arquitecto hizo una señal de asentimiento y abrió la marcha por la maleza.

El camino que ellos abrieron se había cerrado desde hacía mucho tiempo. Tuvieron que abrirse paso entre marañas de espinos y hortensias silvestres, tan fragantes que sofocaban. Los grillos cantaban, soñolientos, alrededor. Unas cuantas luciérnagas, que habían llegado temprano a la fértil fiesta del verano, perforaban la oscuridad. Bill se dijo que aún habría niños que jugasen allí, pero ellos habían abierto sus propios caminos secretos.

Llegaron al claro donde habían hecho la casita del club, pero ya no había claro alguno. Los matorrales y ciertos pinos deslucidos lo habían reclamado para sí.

—Mirad —susurró Ben.

Y cruzó el claro (en la memoria aún estaba allí, simplemente cubierto por otra de esas transparencias). Tiró de algo: era la puerta de caoba que habían encontrado en los bordes del vertedero y que había servido de trampilla para la casita. Había sido arrojada a un lado, pero parecía no haber sido tocada en diez o doce años. Las enredaderas se habían atrincherado sólidamente en su superficie sucia.

—Déjala, Parva —murmuró Richie—. Es vieja.

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