It (Eso) – Stephen King

Por un momento tuvo miedo. Eso era como una de las descabelladas experiencias astrales que él solía leer en los semanarios; esas experiencias en que el espíritu abandona el cuerpo para entrar en el de otra persona. La forma de su cuerpo le parecía distinta, como si no fuera Tom sino

(Henry)

otra persona, alguien más joven. Empezó a luchar por salir del sueño y de pronto una voz le habló, tranquilizadora, susurrándole al oído: No importa cuándo es esto, no importa quién eres lo que importa es que Beverly está allí, está con ellos, mi buen amigo. ¿Y sabes una cosa? Ha hecho algo mucho peor que fumar a escondidas. ¿Sabes qué? ¡Ha estado follando con su viejo amigo, Bill Denbrough! ¡Sí, de veras! ¡Ella y ese maldito tartamudo! Y…

¡Es mentira! —trató de gritar—. ¡No puede haberse atrevido a…!

Pero sabía que no era mentira. Ella le había pegado con un cinturón en las

(me pateó en las)

pelotas. Y huyó. Y ahora lo había engañado, esa

(putilla)

maldita zorra lo había engañado, oh amigos y vecinos, qué paliza iba a recibir. Primero ella y después Denbrough, su amigo, el novelista. Y si alguien trataba de interponerse, tendría también su parte en la acción.

Apuró el paso, aunque ya se estaba quedando sin aliento. Hacia delante vio otro círculo luminoso cabeceando en la oscuridad: otro globo de luna. Oía las voces de la gente, allí delante, y el hecho de que fuesen voces infantiles no le importó. Tal como esa otra voz decía; no importaba dónde, cuándo ni quién. Beverly estaba allí y ¡oh, vecinos y amigos…!

—Vamos, chicos, moveos —dijo.

Ni siquiera importaba que su voz no fuera su propia voz, sino la de un niño.

Entonces, al aproximarse al globo de luna, miró hacia atrás por primera vez y vio a sus compañeros. Los dos estaban muertos. A uno le faltaba la cabeza. El otro tenía la cara abierta por, al parecer una garra enorme.

—No podemos correr más, Henry —dijo el de la cara abierta.

Sus labios se movieron en dos pedazos, grotescamente desconectados. Y fue entonces cuando Tom hizo pedazos el sueño con un grito y volvió en sí vacilando al borde de algo que parecía un gran espacio vacío.

Trató de no perder el equilibrio, pero lo perdió y cayó al suelo. A pesar del alfombrado, el golpe disparó un estallido de dolor en su rodilla herida. Tuvo que ahogar otro grito contra el antebrazo.

¿Dónde estoy? ¿Dónde coño estoy?

Cobró conciencia de una luz blanca, débil, pero clara. Por un momento espantoso creyó que estaba otra vez en el sueño, que era la luz de esos globos ridículos. Entonces recordó que había dejado la puerta del baño parcialmente abierta con el tubo fluorescente encendido. Siempre dejaba la luz encendida cuando estaba fuera de su casa; así se ahorraba golpearse las piernas contra los muebles si tenía que levantarse a orinar.

Eso puso la realidad en su sitio. Todo había sido un sueño, un sueño descabellado. Estaba en un hotel llamado Holiday Inn. Eso era Derry, Maine. Había seguido a su mujer hasta allí y, en medio de una pesadilla de locos, se había caído de la cama. Eso era todo, en resumen.

Eso no fue una simple pesadilla.

Dio un respingo, como si esas palabras hubieran sido pronunciadas dentro de su oído y no de su propia mente. No parecía, en absoluto, su voz interior; era fría, extraña… pero también hipnótica y creíble.

Se levantó lentamente, buscó el vaso de agua en la mesita de noche y se lo bebió. Deslizó las manos temblorosas por su pelo. El reloj de la mesilla anunciaba las tres y diez.

Vuelve a dormir. Espera a la mañana.

Aquella voz extraña respondió: Pero mañana habrá gente, demasiada gente. Además, esta vez puedes ganarles de mano. Esta vez puedes bajar el primero.

¿Bajar? Pensó en su sueño: el agua, la oscuridad chorreante.

La luz se hizo más intensa. Giró la cabeza contra su voluntad, pero sin poder impedirlo. Se le escapó un juramento. Había un globo atado al pomo de la puerta del baño. Flotaba en el extremo de un cordel de un metro, más o menos. El globo relumbraba, lleno de luz blanca, fantasmal; parecía un fuego fatuo, entrevisto en un pantano, soñadoramente suspendido entre árboles cargados de musgo. En la suave superficie henchida del globo se veía una flecha, roja como la sangre.

Señalaba la puerta que daba al pasillo.

No importa quién soy yo —dijo la voz, tranquilizadora. Y Tom notó que ya no venía de su propia cabeza ni de su oído, sino del globo, del centro de esa luz blanca, extraña y encantadora—. Lo único que importa es que conduciré todo a tu satisfacción, Tom. Me encargaré de que ella reciba una paliza; quiero que todos reciban una paliza. Se han cruzado en mi camino demasiado. Esta vez no lo toleraré… y ya es tarde para ellos. Escucha, Tom, escucha con atención. Ahora, todos juntos…, seguimos la pelota que va rebotando…

Tom escuchaba. La voz del globo explicó.

Explicó todo.

Cuando acabó, estalló en un definitivo destello de luz. Y Tom empezó a vestirse.

2

Audra

Audra también tenía pesadillas.

Despertó sobresaltada y se incorporó en la cama con la sábana enrollada a la cintura; sus pechos menudos se movían a impulsos de la respiración agitada.

Su sueño, como el de Tom, había sido una experiencia confusa, inquietante. Como Tom, había tenido la sensación de ser otra persona…, o, antes bien, de que su conciencia estaba depositada (y parcialmente sumergida) en otro cuerpo y otra mente. Había estado en un sitio oscuro, con varias personas más, rodeada de una opresiva sensación de peligro. Iban deliberadamente hacia ese peligro y ella quería gritarles que se detuvieran, pedirles que le explicaran lo que estaba pasando, pero la persona con quien ella se había hundido parecía saberlo y considerar que era necesario.

También tenía conciencia de que los perseguían. Y de que sus perseguidores los estaban alcanzando poco a poco.

En su sueño estaba Bill, pero seguramente ella tenía en la mente su comentario con respecto a la niñez olvidada, porque en su sueño Bill era sólo un niño de diez o doce años. ¡Aún no había perdido el pelo! Ella iba de su mano y sentía que lo amaba mucho. Su voluntad de seguir se basaba en la férrea seguridad de que Bill los protegería, a ella y a todos; de que Bill, el Gran Bill, los sacaría de todo eso, de algún modo, para devolverlos a la luz del día.

Oh, pero estaba tan aterrorizada…

Llegaron a un sitio donde se abrían varios túneles y Bill los miró a todos, uno por uno. Un niño que tenía el brazo enyesado (el yeso relumbraba en la oscuridad con una blancura fantasmagórica) alzó la voz:

—Por allí, Bill. Por la del fondo.

—¿S-s-seguro?

—Sí.

Y así habían seguido por ese túnel y habían encontrado una puerta, una diminuta puerta de madera de apenas metro y medio de altura, como las de los cuento de hadas. En esa puerta había una marca. No pudo recordar cómo era la marca, que extraña runa o símbolo. Pero aquello había provocado y concentrado todo su terror, obligándola a arrancarse de aquel otro cuerpo, de aquella niña, quienquiera

(Beverly-Beverly)

que hubiese sido. Despertó sentada en una cama extraña, sudorosa, con los ojos desorbitados, jadeando como si acabase de correr una carrera. Sus manos volaron a las piernas, casi esperando encontrarlas mojadas y frías por el agua en que había estado caminando mentalmente. Pero estaba seca.

Luego vino la desorientación. Aquello no era su casa de Topanga Canyon ni la que habían alquilado en Fleet. Era la nada, el limbo amueblado con una cama, un tocador, dos sillas y un televisor.

—Oh, Dios, vamos, Audra…

Se frotó encarnizadamente la cara con las manos y aquella especie de vértigo mental cedió un poco. Estaba en Derry. Derry, Maine, el sitio en que había crecido su marido en una niñez que aseguraba no recordar. No le era un sitio familiar ni particularmente agradable por la sensación que le causaba, pero al menos tampoco le resultaba extraño. Estaba allí porque allí estaba Bill y al día siguiente iría a verlo al hotel «Town House». Y aquella cosa terrible que estaba mal allí, aquello a lo que se referían esas cicatrices nuevas en las manos de él, fuera lo que fuese, lo enfrentarían juntos. Ella le llamaría para decirle que estaba allí; luego se reuniría con él. Después…, bueno…

En realidad, no tenía idea de lo que podía venir después. El vértigo, la sensación de estar en un sitio que era, en verdad, la nada, la amenazaba otra vez. A los diecinueve años había hecho una gira con una pequeña compañía teatral: cuarenta representaciones, no tan maravillosas, de Arsénico y encaje antiguo, en otras tantas poblaciones pequeñas y no tan maravillosas, en cuarenta y siete días no tan espléndidos. Empezaron por el Teatro-comedor Peabody, en Massachusetts, para terminar en Play It Again Sam, en Sausalito. Y en algún punto intermedio, en alguna ciudad del Medio Oeste, como Ames, Iowa, o Grand Isle, Nebraska, o quizá Jubilee, Dakota del Norte, había despertado así, en medio de la noche, asustada por la desorientación, sin saber en qué ciudad estaba, qué día era ni por qué estaba allí, dondequiera que fuese. Hasta su nombre le resultaba irreal.

Y esa sensación volvía ahora. Su mal sueño se prolongaba en la vigilia haciéndole experimentar un horror alucinante de caída libre. La ciudad parecía haberla envuelto como una pitón y la sensación que le provocaba no tenía nada de agradable. Se descubrió lamentando no haber seguido el consejo de Freddie. Habría debido quedarse.

Su mente se fijó en Bill aferrándose a la idea de él tal como una mujer que se estuviera ahogando se aferraría a un madero, a un salvavidas, a cualquier cosa que

(aquí abajo todos flotamos, Audra)

flotara.

La recorrió un escalofrío; cruzó los brazos sobre los pechos desnudos, estremecida, y vio que tenía la piel de gallina. Por un momento le pareció que una voz había hablado dentro de su cabeza, como si allí hubiera una presencia extraña.

¿Me estaré volviendo loca? Dios mío, ¿es eso?

No —respondió una parte de su mente—. Es sólo desorientación… causada por el viaje… y la preocupación por tu marido. Nadie habla dentro de tu cabeza. Nadie…

—Aquí abajo todos flotamos, Audra —dijo una voz desde el baño. Era una voz real, real como las casas. Y astuta. Astuta, sucia, maligna—. Tú también flotarás.

La voz emitió una risita, que bajó de tono hasta parecer un burbujeo en un desagüe tapado. Audra gritó… y se cubrió la boca con las manos.

—No he oído eso.

Lo dijo en voz alta. Desafiando a la voz a contradecirla. No pasó nada. La habitación estaba silenciosa. En algún lugar, lejos, un tren silbó en la noche.

De pronto sintió tal necesidad de Bill que le pareció imposible esperar a que amaneciera. Estaba en un cuarto de motel, exactamente igual a otros treinta y nueve, pero aquello era demasiado. Todo. Cuando una empieza a oír voces, todo es demasiado. Demasiado escalofriante. Le parecía estar deslizándose otra vez hacia la pesadilla de la que acababa de escapar. Se sentía asustada y terriblemente sola. Peor aún —pensó—. Me siento muerta. De pronto, su corazón se detuvo por dos segundos haciéndole soltar una tos sobresaltada. Tuvo un instante de claustrofobia dentro de su propio cuerpo y se preguntó si ese terror no tenía, después de todo, una raíz estúpida y vulgarmente física. Si no estaría a punto de sufrir un ataque al corazón. O si no lo había tenido ya.

Su corazón se asentó, pero intranquilo.

Audra encendió el velador y miró su reloj. Las tres y doce. Él estaría durmiendo, pero eso no le importaba; ya no importaba sino oír su voz. Quería terminar la noche con él. Si Bill estaba a su lado, su reloj físico se ajustaría al de él, asentándose, y no habría pesadillas. Él vendía pesadillas a los otros (ésa era su profesión), pero a ella no le había dado otra cosa que paz. Por fuera de esa nuez extraña, fría, incrustada en la imaginación de Bill, él parecía creado y planeado para la paz. Tomó la guía amarilla y buscó el número del «Town House».

—Hotel «Town House».

—Por favor, ¿quiere llamar a la habitación del señor Denbrough? El señor William Denbrough.

—Pero ¿ese hombre nunca recibe llamadas de día? —dijo el empleado.

Antes de que ella pudiera preguntar qué quería decir con eso, había hecho la conexión. El teléfono sonó una, dos, tres veces. Ella lo imaginó dormido, completamente arrebujado bajo las mantas, salvo la coronilla; imaginó una mano que salía, buscando a tientas el teléfono. Se lo había visto hacer en otras ocasiones y una sonrisita cariñosa afloró a sus labios. Desapareció cuando el teléfono sonó por cuarta vez… por quinta y sexta. Antes de que terminara el séptimo timbrazo, la conexión se cortó.

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