Una sombra bloqueó la luz.
Henry Bowers estaba de pie ante él balanceándose atrás, hacia delante. Le fallaron las rodillas. Su mano izquierda goteaba sangre sobre la pechera de la bata que Eddie se había puesto.
El caído, al ver que las rodillas de Bowers se desencajaban del todo, apoyó contra el cuerpo el fragmento de botella con las puntas hacia arriba y la tapa contra su esternón. Henry cayó como un árbol, ensartándose en el vidrio. Eddie sintió que se le rompía en la mano; un nuevo relámpago de dolor rechinante le estremeció el brazo izquierdo, todavía torcido bajo el cuerpo. Algo caliente cayó sobre él en una cascada; tanto podía ser de Henry como la suya propia.
Bowers se retorcía como una trucha en tierra. Sus zapatos marcaron un ritmo casi sincopado en la alfombra. Eddie percibió su aliento hediondo. Lo vio ponerse rígido y rodar sobre sí con la botella grotescamente asomada en su parte media, la tapa hacia el techo, como si hubiera brotado allí.
—Gug —dijo Henry.
Nada más. Clavó la vista en el techo. Eddie pensó que había muerto.
Luchando contra las oleadas de vértigo que trataban de cubrirlo y mantenerlo en el suelo, se incorporó sobre las rodillas y logró ponerse de pie. Se renovó el dolor de su brazo roto, que se balanceaba delante del cuerpo, y eso le despejó un poco la cabeza. Sibilante, luchando por respirar, avanzó hacia la mesita de noche. Recogió su inhalador, que estaba en un charco de agua gasificada; se lo llevó a la boca y apretó el gatillo. El sabor lo hizo estremecer, pero tomó otra bocanada. Después miró el cadáver tendido en la alfombra. ¿Era posible que ése fuera Henry? Lo era, sin duda. Envejecido, con más gris que negro en el pelo cortado a lo militar, ya gordo, pálido y fofo, pero era Henry. Y estaba muerto. Por fin, Henry…
—Gug —dijo Henry repentinamente y se incorporó.
Sus manos se alzaron en zarpazos, como buscando asideros que sólo él podía ver. El ojo vaciado goteaba; el párpado inferior sobresalía sobre la mejilla como por un extraño embarazo. Miró en torno a sí, vio a Eddie acurrucado contra la pared y trató de levantarse.
Abrió la boca y despidió un torrente de sangre. Henry volvió a caer.
Con el corazón a toda marcha, Eddie manoteó el teléfono y no logró sino arrojarlo a la cama. Lo puso precipitadamente en su sitio y marcó el 0. El teléfono sonó una y otra vez.
Vamos —pensó Eddie—, qué están haciendo allá abajo, ¿rascándose? ¡Vamos, por favor, contestad ese maldito teléfono!
Sonaba y sonaba. Eddie no apartaba la vista de Henry temiendo que tratara de levantarse en cualquier momento. Cuánta sangre, por Dios, cuánta sangre.
—Recepción —dijo una voz soñolienta y resentida.
—Llame a la habitación del señor Denbrough —pidió Eddie—. Es urgente.
Con el otro oído estaba atento a las habitaciones contiguas. ¿Habrían hecho mucho ruido? ¿Y si alguien llamaba a la puerta para preguntar si tenía algún problema?
—¿Está seguro de que quiere llamar a esta hora? —preguntó el empleado—. Son las tres y diez de la madrugada.
—¡Sí, quiero llamar! —respondió Eddie, casi a gritos.
La mano que sostenía el auricular temblaba convulsivamente. En el otro brazo cantaba todo un nido de avispas. ¿Henry se había movido otra vez? No, seguro que no.
—De acuerdo —dijo el empleado—. No se ponga nervioso, amigo.
Se oyó un chasquido; luego, el áspero zumbar de un teléfono interno.
Vamos, Bill, vamos, ati…
De repente se le ocurrió un pensamiento horriblemente posible: ¿Y si Henry había visitado antes a Bill? ¿O a Richie? ¿A Ben, a Bev? ¿Y si Henry había hecho una visita a la biblioteca? Tenía que haber estado antes en otra parte; si alguien no hubiera ablandado a Henry, habría sido Eddie quien yaciera muerto en el suelo con una navaja brotándole del pecho, tal como la botella brotaba de su vientre. ¿Y si Henry había visitado primero a todos los otros, sorprendiéndolos medio dormidos, como a él? ¿Y si todos estaban muertos? Esa idea era tan horrible que Eddie tuvo ganas de aullar.
—Por favor, Bill —susurró—, por favor, contesta.
Alguien levantó el teléfono. La voz de Bill, extrañamente cautelosa, dijo:
—¿Ho-o-ola?
—Bill —dijo Eddie, casi balbuceando—. Bill, gracias a Dios.
—¿Eddie? —La voz de Bill se tornó momentáneamente débil; hablaba con otra persona; le estaba diciendo quién llamaba—. ¿Qué p-p-pasa, Eddie?
—Henry Bowers. —Eddie volvió a mirar el cadáver. ¿Había cambiado de posición? Esa vez no le fue tan fácil convencerse de que seguía igual—. Estuvo aquí… y lo he matado, Bill. Tenía una navaja. Creo… —Bajó la voz—. Creo que es la misma navaja de aquel día. El día en que bajamos a las cloacas. ¿Recuerdas?
—Re-recuerdo —dijo Bill, lúgubre—. Escúchame, Eddie. Quiero que…
12
Los Barrens, 13.55 h.
… v-v-vayas a de-decirle a B-b-en que v-v-venga.
—De acuerdo —respondió Eddie.
Y se quedó atrás de inmediato. Ya se estaban aproximando al claro. Retumbaban los truenos en el cielo cubierto, los matorrales suspiraban a impulsos de la brisa, cada vez más fuerte.
Ben se reunió con él cuando llegaba al claro. La trampilla del club estaba abierta; era un imposible cuadrado de negrura dentro del verde. El ruido del río sonaba muy claro y Bill tuvo, de pronto, una certeza descabellada: que estaba percibiendo ese sonido, experimentando ese lugar, por última vez en toda su infancia. Aspiró muy hondo oliendo la tierra, el aire y el hollín distante del vertedero que echaba humo como un volcán malhumorado, no decidido a entrar en erupción. Vio una bandada de pájaros que pasaba junto al puente del ferrocarril, rumbo a Old Cape. Levantó la vista hacia las nubes hirvientes.
—¿Qué pasa? —preguntó Ben.
—¿P-p-por qué n-no tratan d-de cog-gernos? —preguntó Bill—. E-están a-a-a-aquí. E-e-eddie est-estaba en lo ci-cierto. L-l-lo siento.
—Sí —confirmó Ben—. A lo mejor son tan estúpidos que creen que vamos a volver a la casita. Entonces nos tendrían atrapados.
—P-p-puede ser —dijo Bill.
Y se sintió súbitamente furioso, impotente por su tartamudez. Eso le impedía hablar deprisa. Tal vez, de cualquier modo, no habría podido decir lo que deseaba: que le parecía poder ver las cosas con los ojos de Henry Bowers; que él y Henry, aunque en bandos opuestos, peones dominados por fuerzas adversarias, habían llegado a intimar.
Henry quería que ellos presentaran pelea.
Eso quería que ellos presentaran pelea.
Y perecieran.
Una helada explosión de luz blanca pareció llenarle la cabeza. Serían víctimas del asesino que acechaba en Derry desde la muerte de George, los siete. Tal vez los cadáveres aparecieran, tal vez no. Todo dependía de que Eso pudiera o quisiera defender a Henry… y, en menor grado, a Belch y a Victor. Sí. Para el mundo exterior, para el resto de esta ciudad, seremos víctimas del asesino. Y es correcto, aunque parezca curioso; es correcto. Eso quiere que muramos. Henry es la herramienta para conseguirlo, para que Eso no tenga que dar la cara. Creo que yo seré el primero, Beverly y Richie podrían mantener unidos a los otros o Mike, pero Stan está asustado y Ben lo mismo, aunque me parece que él es más fuerte que Stan. Y Eddie tiene un brazo fracturado. ¿Por qué los traje aquí abajo? Cielos, ¿por qué?
—¿Bill? —inquirió Ben, ansioso.
Los otros se reunieron con ellos junto a la casita. Volvió a estallar un trueno; los matorrales susurraban con más intensidad. Los cañaverales repiqueteaban en la mortecina luz de la tormenta.
—Bill…
—Ahora, Richie.
—¡Chist!
Los otros, intranquilos, guardaron silencio bajo su mirada ardorosa, como perseguida por fantasmas. Bill miraba fijamente los matorrales, el sendero que serpenteaba por entre ellos rumbo a Kansas Street. De pronto, su mente subió otro punto como hacia un plano superior. Ya no tartamudeaba en su cerebro; era como si sus pensamientos volaran llevados por una loca intuición… como si todo viniera a él.
George en un extremo. Yo y mis amigos en el otro. Y entonces todo cesará
(otra vez)
otra vez, sí, otra vez, porque esto ha ocurrido antes y siempre debe haber un sacrificio al final, alguna cosa terrible que le ponga fin, no sé cómo sé todo esto pero lo sé… y ellos…, ellos…
—Permiten q-q-que pase —murmuró Bill, mirando con ojos muy abiertos aquel sendero que parecía una cola de cerdo—. Se-se-seguro.
—¿Bill? —preguntó Bev, suplicante.
Tenía a Stan a un lado, menudo y pulcro, con su camisa azul y sus pantalones chinos. Al otro, a Mike, que miraba a Bill intensamente, como si le leyera los pensamientos.
Todos permiten que pase, siempre es así y la cosa se acalla, todo sigue, Eso… Eso…
(duerme)
Duerme…, o hiberna como un oso…, y luego todo vuelve a empezar, y ellos lo saben…, la gente sabe…, sabe que debe ser así para que ESO pueda existir.
—L-l-l…
¡Oh Dios por favor por favor golpea exhausto el poste por favor déjame decir esto tosco y recto e insiste oh, Dios oh Jesús OH POR FAVOR NECESITO HABLAR!
—Os tra-traje aq-aquí p-p-porque n-no hay ni-ni-ningún l-lugar s-s-s-seguro —dijo. La saliva se le escapaba de los labios; se la limpió con el dorso de la mano—. D-d-d-Derry es Eso. ¿C-comprendéis? —Los fulminó con la mirada; ellos se apartaron un poco ante esos ojos brillantes, aterrorizados—. D-D… ¡Derry es Eso! P-podemos ir a c-c-cualquier pa-parte… c-c-cuando E-E-Eso n-n-nos atr-rape, n-nadie v-v-verá nnnada, na-na-nadie oirá nad-nada, na-nadie se d-d-dará cu-cu-cuenta. —Los miró, casi suplicante—. ¿C-c-comp-comprendéis cómo es? S-s-ssólo nos qu-queda t-t-tratar de te-te-terminar con l-l-lo que emp-empezamos.
Beverly vio al señor Ross levantarse y, mirándola, plegar su diario para entrar, sencillamente, en la casa. Nadie verá nada, nadie oirá nada, nadie se dará cuenta. Y mi padre
(quítate los pantalones)
había querido matarla.
Mike recordó su almuerzo con Bill. La madre de su amigo, perdida en su propio mundo de sueños, como si no viera a ninguno de los dos, se había quedado leyendo una novela de Henry James mientras los chicos hacían sándwiches para devorarlos de pie ante la mesa. Richie recordó la casa de Stan, limpia, pero completamente desierta. Stan se había llevado una pequeña sorpresa pues su madre casi siempre estaba en casa a la hora del almuerzo y, en las pocas ocasiones en que se ausentaba, no olvidaba dejar una nota diciendo a dónde podría buscarla. Faltaba el coche; eso era todo. «Probablemente fue de compras con su amiga Debora», comentó Stan, con el ceño algo fruncido mientras se dedicaba a preparar sándwiches de huevo. Richie lo había olvidado hasta ese momento. Eddie pensó en su madre, que lo había visto salir con su tablero de parchís sin repetir ninguna de las advertencias acostumbradas: «Ten cuidado, Eddie, busca refugio si llueve, no vayas a jugar brusco, Eddie». No le había preguntado si llevaba el inhalador, no le había indicado a qué hora debía regresar a casa ni lo había prevenido contra «esos chicos rudos con los que vas». Simplemente había seguido mirando su telenovela como si él no existiera.
Como si él no existiera.
Una versión del mismo pensamiento pasó por la mente de los seis: en algún momento, entre la mañana y la hora del almuerzo, habían dejado de existir convertidos en simples fantasmas.
Fantasmas.
—Bill —dijo Stan, ásperamente—, ¿y si cruzamos? ¿Por Old Cape?
Bill meneó la cabeza.
—N-n-no creo. Q-q-qued-quedaríamos at-t-t-trapados en el ba-bambú…, el p-p-pantano… o hab-habría p-p-pirañas de v-v-verdad en el K-K-kend-d-d-duskeag… O a-a-algo a-así.
Cada uno imaginó el mismo fin a su modo. Ben vio arbustos que, de pronto, se convertían en plantas carnívoras. Beverly vio sanguijuelas voladoras, como las que habían salido de aquella vieja nevera. Stan vio que la tierra lodosa del cañaveral vomitaba los cadáveres vivientes de niños atrapados en la famosa ciénaga. Mike Hanlon imaginó pequeños reptiles con horribles dientes aserrados que brotaban súbitamente por la grieta de un árbol hendido, atacándolos para hacerlos pedazos. Richie vio el Ojo Reptante que caía sobre ellos desde el puente de ferrocarril. Y Eddie imaginó al grupo trepando por el terraplén de Old Cape, sólo para encontrarse, al llegar a la cima, con el leproso cuya piel floja hervía de escarabajos y gusanos.
—Si pudiéramos salir de la ciudad… —murmuró Richie.
Hizo una mueca dolorida, mientras un trueno le gritaba su furiosa negativa desde el cielo. Llovió otro poco. Por el momento, apenas eran chubascos, pero pronto se iniciaría algo más serio, verdaderos torrentes. La calinosa paz del día ya había desaparecido por completo, como si nunca hubiera existido.