It (Eso) – Stephen King

Eddie giró en redondo, encantado, como siempre, de oír la voz del Gran Bill. El chico venía pedaleando sobre Silver, por la esquina de la avenida Costello, ganando distancia con respecto a Mike, aunque la Shwinn de Mike era casi nueva.

—¡Hai-oh Silver! ¡ARRREEEE! —chilló Bill.

Y llegó hasta ellos a casi treinta kilómetros por hora entre el rugido de los naipes sujetos al guardabarros trasero. Pedaleó hacia atrás, aplicó los frenos y se deslizó admirablemente hacia el lado.

—¡Bill Tartaja! —dijo Richie—. ¿Cómo estás, chaval? Ah, caramba, ah, caramba. ¿Cómo estás, chaval?

—M-m-muy bien. ¿Hab-béis v-visto a Ben o a Be-Beverly?

Mike se reunió con ellos, con la cara cubierta de sudor.

—¿Me puedes decir qué velocidad alcanza esa bicicleta?

Bill se echó a reír.

—N-n-no lo sé. Es rá-rápida.

—No los he visto —respondió Richie—. Probablemente están allá abajo, cantando a dos voces. Shi-bum, chi-bum… iá-da-da-da-da-da-da…

Stan Uris fingió vomitar.

—Es pura envidia —dijo Richie a Mike—, porque los judíos no saben cantar.

—B-b-b-b…

—Bip-bip, Richie —le ayudó Richie.

Y todos rieron.

Echaron a andar hacia Los Barrens; Mike y Bill iban empujando sus bicicletas. Al principio la conversación fue animada, pero luego decayó. Eddie, mirando a Bill, le notó una expresión intranquila; se le ocurrió que también a él le estaba afectando tanto silencio. Richie lo había dicho en broma, pero en verdad parecía que todo Derry había ido a pasar el día a la playa, a cualquier parte. No circulaba un solo coche por la calle; no había una sola anciana que llevara su carrito de la compra lleno de provisiones.

—De veras que todo está demasiado tranquilo, ¿no? —se arriesgó a decir.

Pero Bill se limitó a contestar con un gesto afirmativo.

Cruzaron Kansas Street hacia el lado de Los Barrens. Entonces vieron a Ben y a Beverly que corrían hacia ellos, gritando. Eddie quedó espantado por el aspecto de Beverly, habitualmente tan pulcra y limpia, siempre con el pelo lavado y recogido en una cola de caballo. Estaba llena de manchas que parecían toda la suciedad del universo, con los ojos dilatados y enloquecidos, un arañazo en una mejilla, los vaqueros emplastados de basura y la blusa en jirones.

Ben venía tras ella, bufando, con el vientre bamboleante.

—No se puede ir a Los Barrens —jadeó Beverly—. Los chicos… Henry…, Victor…, están por allá abajo… La navaja…, tiene una navaja.

—T-t-tranquila —dijo Bill, haciéndose cargo de todo inmediatamente, como de costumbre, sin esfuerzo y casi sin darse cuenta.

Echó un vistazo a Ben, que llegaba a toda carrera con las mejillas encendidas y el voluminoso pecho muy agitado.

—Ella dice que Henry se ha vuelto loco, Gran Bill —dijo Ben.

—Al diablo, ¿eso quiere decir que antes era cuerdo? —preguntó Richie y escupió por entre los dientes.

—Cá-cá-cállate, Ri-Richie —dijo Bill. Volvió a fijar su atención en Beverly—. Cu-cuenta.

Eddie deslizó la mano en el bolsillo y tocó el inhalador. No sabía de qué se trataba todo eso, pero ya estaba seguro de que no era nada bueno.

Beverly, obligándose a hablar con toda la calma posible, logró contar una versión corregida de la historia; esa versión empezaba con Henry, Victor y Belch alcanzándola en la calle, omitiendo lo de su padre; eso la avergonzaba de un modo horrible.

Cuando terminó, Bill guardó silencio por un momento, con las manos en los bolsillos y el mentón gacho, el manillar de Silver apoyado contra el pecho. Los otros esperaban, echando frecuentes miradas a la barandilla que cerraba el borde del terraplén. Bill pensó por largo rato sin que nadie lo interrumpiera. De pronto, sin esfuerzo alguno, Eddie se dio cuenta de que ése podría ser el último acto. Eso era lo que hacía sentir el silencio del día, ¿no? La impresión de que toda la ciudad se había marchado dejando sólo las cáscaras de los edificios vacíos.

Richie estaba pensando en la foto del álbum de George que de pronto había cobrado vida.

Beverly pensaba en su padre, en su mirada vacía.

Mike pensaba en el pájaro.

Ben pensaba en la momia y en un olor a canela muerta.

Stan Uris pensaba en vaqueros negros y chorreantes, en manos blancas como papel arrugado, también chorreantes.

—Va-va-vamos —dijo Bill, por fin—. Bajemos.

—Bill… —dijo Ben, con cara preocupada—. Beverly dijo que Henry estaba realmente loco. Que tenía intención de matar…

—N-no es d-d-de e-ellos —dijo Bill, señalando la verde daga de Los Barrens, a la derecha y por debajo de ellos: las malezas, los bosquecitos, los cañaverales y el destello del agua—. N-no es prop-propiedad de e-e-ellos. —Miró a sus compañeros, ceñudo—. E-estoy cansado de q-q-que me as-asusten. En la pelea a pedradas los derrotamos y si hay que derrotarlos o-o-otra vez, l-l-lo haremos.

—Pero, Bill —dijo Eddie—, ¿y si no se trata sólo de ellos?

Bill se volvió hacia él y el chico quedó realmente impresionado al verlo tan cansado y ojeroso. En la cara de Bill había algo que lo asustaba, pero sólo mucho, mucho después, en su edad adulta, cuando se deslizaba hacia el sueño tras la reunión en la biblioteca, comprendió qué era ese algo: era la cara de un niño llevado al borde de la locura, la cara de un niño que no estaba, en último término, más cuerdo ni más al mando de sus propias decisiones que el propio Henry. Sin embargo, el Bill esencial estaba aún allí, mirando por esos ojos perseguidos, asustados: un Bill enfadado y decidido.

—¿Y? —dijo—, ¿Y q-q-qué, si n-n-no?

Nadie le respondió. Sonó un trueno, ya más cerca. Eddie miró el cielo y vio llegar nubes de tormenta por el oeste. Iba a llover «hierros de punta», como decía a veces su madre.

—A-a-ahora os di-d-diré qué v-v-vamos a hac-c-c-cer —manifestó Bill, mirándolos a todos—. Ninguno est-t-tá ob-obligado a ac-c-compañarme, si no q-q-quiere. C-c-cada uno d-d-decide.

—Yo te acompaño, Gran Bill —dijo Richie, en voz baja.

—Yo también —dijo Ben.

—Por supuesto —dijo Mike, encogiéndose de hombros.

Beverly y Stan estuvieron de acuerdo. Eddie fue el último.

—Me parece que tú no, Eddie —dijo Richie—. Tu brazo no parece estar… muy de maravillas.

Eddie miró a Bill.

—Q-q-quiero que v-v-venga —decidió Bill—. C-c-caminarás co-conmigo, E-Eddie. Yo t-t-te cuidaré.

—Gracias, Bill —repuso Eddie. Aquélla cara cansada, medio enloquecida, le parecía, de pronto, adorable; adorable y muy amada. Experimentó un vago asombro. Creo que moriría por él, si me lo pidiera. ¿Qué clase de poder es ése? Si sirve para que tengas una cara como la de Bill ahora, a lo mejor no es tan bonito tener ese poder.

—Sí, porque Bill tiene el arma decisiva —apuntó Richie—. La bomba odorífera.

Levantó el brazo izquierdo y sacudió la otra mano bajo el sobaco descubierto. Ben y Mike rieron un poquito. Eddie sonrió.

Resonó otra vez el trueno, esa vez tan cerca que todos dieron un salto y se amontonaron. Se estaba alzando viento que sacudía la basura junto a la acera. La primera nube oscura navegó contra el disco difuso del sol y las sombras de los chicos se derritieron. Era un viento frío que heló el sudor en el brazo sano de Eddie. Eddie se estremeció.

Bill miró a Stan y dijo algo peculiar:

—¿Has tr-raído tu li-libro de p-pájaros, Stan?

El chico se dio una palmadita en el bolsillo trasero. Bill volvió a mirar al grupo.

—Ba-bajemos —ordenó.

Descendieron por el terraplén en fila india, exceptuando a Bill, que lo hizo junto a Eddie, como había prometido. Dejó que Richie llevara a Silver, empujándola; cuando llegaron al fondo dejó la bicicleta en su lugar acostumbrado, bajo el puente. Luego todos formaron un grupo cerrado y avanzaron mirando alrededor.

La tormenta que se aproximaba no causó oscuridad, ni siquiera penumbra. Pero la cualidad de la luz había cambiado; las cosas se destacaban en una especie de relieve acerado, como en los sueños: sin sombras, claramente cinceladas. Eddie sintió horror y aprensión al comprender por qué ese tipo de luz le parecía familiar: era la misma que recordaba haber visto en la casa de Neibolt Street.

Un relámpago tatuó las nubes, tan fuerte que los hizo cerrar los ojos, frunciendo el rostro. Eddie se cubrió la cara con una mano y se descubrió contando: «Uno…, dos…, tres…». Y entonces se oyó el trueno, en un solo ladrido, como la explosión de un M-80. Todos apretaron más el grupo.

—Esta mañana no se pronosticaba lluvia —dijo Ben, intranquilo—. El diario anunciaba caluroso y seminublado.

Mike había estudiado el cielo cuando él y Bill habían salido de casa de los Denbrough después de comer. Allá arriba, las nubes eran veleros de fondos negros, altos y pesados que navegaban velozmente por la neblina azul que cubría el cielo de horizonte a horizonte.

—Viene muy rápido —comentó—. Nunca vi una tormenta tan rápida.

Como para confirmarlo, reventó otro trueno.

—V-v-vamos —dijo Bill—. Po-pongamos el p-p-parchís de E-E-Eddie en la ca-casita.

Echaron a andar por el sendero que habían abierto en las semanas transcurridas desde el incidente del dique. Bill y Eddie abrían la marcha, rozando con los hombros las anchas hojas verdes de los arbustos; los otros los seguían. El viento envió otra ráfaga que hizo susurrar los árboles y los matorrales. Más adelante, los bambúes repiqueteaban misteriosamente como tambores en una leyenda de la selva.

—¿Bill? —dijo Eddie, en voz baja.

—¿Qué?

—Yo creía que esto pasaba sólo en las películas, pero… —Rió un poco—. Tengo la sensación de que alguien está observándome.

—Oh, e-e-están allí, c-c-claro —dijo Bill.

Eddie miró a su alrededor, nervioso y apretó un poco más su tablero de parchís. Luego

11

La habitación de Eddie, 3.05 h.

abrió la puerta a un monstruo salido de una historieta de terror.

Ante sí tenía una aparición cubierta de sangre que sólo podía ser Henry Bowers. Parecía un cadáver vuelto de la tumba. Su cara era una helada máscara de brujo que representaba el odio y el asesinato. Tenía la mano derecha a la altura de la mejilla. Aun mientras Eddie abría mucho los ojos y comenzaba a tomar su primer aliento espantado, la mano se disparó hacia adelante haciendo centellear la hoja como si fuera de seda.

Sin pensar (no había tiempo; si se hubiese detenido a pensar habría muerto), Eddie dio un empujón a la puerta para cerrarla. El canto de la hoja dio contra el antebrazo de Henry desviando la trayectoria de la navaja que quedó a dos centímetros del cuello de Eddie.

Se oyó un crujido: el del brazo de Henry, apretado contra el marco. El hombre soltó un grito apagado y abrió la mano. La navaja cayó ruidosamente al suelo. Eddie le dio una patada arrojándola bajo el televisor.

Henry aplicó todo su peso contra la puerta. Pesaba unos cuarenta y cinco kilos más que Eddie, que se vio empujado hacia atrás como un muñeco hasta que sus rodillas chocaron contra la cama y cayó en ella. Henry entró en la habitación y cerró tras de sí echando el cerrojo, mientras su víctima se incorporaba con los ojos muy abiertos. La garganta ya empezaba a silbarle.

—Bueno, marica —dijo Henry.

Sus ojos bajaron momentáneamente al suelo buscando la navaja. No la vio. Eddie buscó a tientas en la mesita de noche y encontró una de las dos botellas de agua Perrier que había pedido antes. Era la que estaba llena; había bebido el contenido de la otra antes de ir a la biblioteca porque tenía los nervios destrozados y una fuerte acidez estomacal. El agua Perrier era muy buena para la digestión.

Cuando Henry, descartando la navaja perdida, echó a andar hacia él, Eddie manoteó por el cuello la botella verde, en forma de pera, y la estrelló contra el borde de la mesita. El agua mineral siseó en la superficie empapando casi todos los botes de píldoras que allí había.

Henry tenía la camisa y los pantalones pesados de sangre, fresca o medio seca. Su mano derecha pendía en un ángulo extraño.

—Grandísimo marica —dijo—. Ya te enseñaré yo a tirar piedras.

Se abalanzó sobre la cama y trató de agarrar a Eddie, que apenas comprendía lo que estaba ocurriendo. Sólo habían pasado cuarenta segundos desde que había abierto la puerta. Alzó la mano con el cuello de botella rota. El vidrio desgarró una lonja en la mejilla derecha de Henry y le perforó el ojo del mismo lado.

El demente soltó un grito afónico y se tambaleó hacia atrás. Un ojo pendía, suelto, en la cuenca, dejando escapar un fluido blanco amarillento. Su mejilla vertía sangre como una alegre fuente. El grito de Eddie sonó más potente. Se levantó de la cama y fue hacia Henry, quizá para ayudarlo (no estaba seguro), pero el herido volvió a arrojarse contra él. Eddie blandió la botella rota como si fuera una espada de esgrima; esa vez las puntas de vidrio verde penetraron profundamente en la mano izquierda de Henry aserrándole los dedos. Fluyó otra vez la sangre fresca. El loco emitió un sonido denso, ronco, casi como si se despejara la garganta y lanzó un manotazo. Eddie cayó hacia atrás y se golpeó contra el escritorio. Su brazo izquierdo quedó torcido a su espalda y recibió todo el peso de la caída. El dolor fue una llamarada súbita, mareante. Sintió que el hueso cedía a la altura de su vieja fractura y tuvo que apretar los dientes para contener el alarido.

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