—Gracias, Be…
Pero Belch había desaparecido. El asiento del conductor estaba vacío. Sólo quedaba la gorra de béisbol con incrustaciones de musgo en la visera. Y una materia viscosa en el pomo de la palanca de cambios.
Henry miró fijo, con el corazón latiéndole dolorosamente en la garganta… y creyó oír algo que se movía en el asiento trasero. Bajó a toda prisa y estuvo a punto de caer al suelo. Al retirarse, cuidó de pasar bien lejos del Fury.
Le costaba caminar; cada paso le tiraba del vientre. Pero llegó a la acera y allí se quedó contemplando ese edificio de ocho pisos que, junto con la biblioteca, el Aladdin y el seminario, era uno de los pocos que recordaba con claridad. Casi todas las luces de los pisos superiores estaban apagadas, pero los globos de vidrio escarchado que flanqueaban la entrada principal lanzaban un suave fulgor en la oscuridad rodeados de un halo de humedad por la niebla baja.
Henry avanzó trabajosamente entre ellos abriendo una de las puertas con un golpe de hombro.
En el vestíbulo reinaba el silencio de la madrugada. Cubría el suelo una alfombra turca, ya descolorida. El cielo raso era un inmenso mural ejecutado en paneles rectangulares que mostraba escenas de los tiempos de los pioneros. Había sofás muy mullidos, sillones y una gran estufa de leña, por entonces apagada y silenciosa, con un tronco de abedul sobre la parrilla. Era un tronco de verdad; allí no había gas porque la chimenea del «Town House» no era sólo un detalle del decorado. Asomaban plantas de los tiestos planos. Las puertas dobles de vidrio que daban al bar y al restaurante estaban cerradas. En algún despacho había un televisor encendido con el volumen bajo.
Avanzó a pasos torpes por el vestíbulo. Tenía sangre en los pantalones y en la camisa, sangre acumulada en los pliegues de sus manos, sangre en las mejillas y en la frente, como pintura de guerra. Los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas. Cualquiera que lo hubiese visto habría huido a toda carrera entre gritos de espanto. Pero no había nadie.
Las puertas del ascensor se abrieron en cuanto él oprimió el botón SUBIR. Miró el papel que tenía en la mano y los botones del tablero. Tras un momento de deliberación, oprimió el seis y las puertas se cerraron. Hubo un leve zumbido de maquinaria y el aparato empezó a subir.
Será mejor que empiece por arriba y vaya bajando.
Se apoyó contra la pared posterior, con los ojos entrecerrados. El zumbido del ascensor lo tranquilizaba. Como el zumbido de la maquinaria en las estaciones de bombeo. Ese día no dejaba de acudirle a la memoria. Todo parecía casi predeterminado, como si todos ellos se limitaran a representar sus papeles. Vic y el viejo Belch habían actuado… bueno, casi como si estuviesen drogados. Recordó…
El ascensor se detuvo con una sacudida que provocó nuevas oleadas de dolor en su estómago. Las puertas se abrieron. Henry salió al pasillo silencioso. Allí había más plantas, plantas colgantes, de frondas largas. No quiso tocar ninguna de esas hojas verdes, chorreantes; le recordaban demasiado a las cosas que había visto colgar allá abajo, en la oscuridad. Volvió a mirar el papel. Kaspbrak estaba en el 609. Henry echó a andar en esa dirección deslizando una mano por la pared para apoyarse con lo que fue dejando un rastro de sangre en el empapelado (ah, pero se apartaba cada vez que llegaba a una de esas plantas araña; no quería contacto alguno con ésas). Su respiración era ronca y seca.
Allí estaba. Henry sacó la navaja de su bolsillo, se humedeció los labios con la lengua y llamó a la puerta. Nada. Volvió a golpear, ya con más fuerza.
—¿Quién es?
Soñoliento. Mejor. Estaría en pijama, despierto sólo a medias. Y cuando abriera la puerta, Henry le clavaría la navaja directamente en la base del cuello, en ese hueco vulnerable que hay debajo de la nuez de Adán.
—El botones, señor —dijo Henry—. Traigo un mensaje de su mujer.
¿Estaría casado ese Kaspbrak? A lo mejor había dicho una estupidez. Esperó, fríamente alerta. Por fin oyó pasos, un arrastrar de zapatillas.
—¿De Myra?
Parecía alarmado. Mejor. Más alarmado estaría dentro de algunos segundos. Un pulso latía sin cesar en la sien derecha de Henry.
—Creo que sí, señor. No tiene ningún nombre. Sólo dice que es su esposa.
Hubo una pausa; luego un repiqueteo metálico, mientras Kaspbrak quitaba la cadena. Sonriente, Henry pulsó el botón de la navaja. Clic. La puso contra su mejilla, listo para actuar. Oyó que giraba el cerrojo. Un momento después hundiría la hoja en la garganta de ese pequeño imbécil. Esperó. Al abrirse la puerta, Eddie
10
Los Perdedores en grupo, 13.30 h.
vio que Stan y Richie salían del mercado de la avenida Costello, cada uno de ellos con un helado.
—¡Eh! —gritó—. ¡Eh, esperadme!
Se volvieron. Stan lo saludó con la mano. Eddie corrió para reunirse con ellos tan rápido como pudo. En verdad, no podía mucho porque tenía un brazo amurallado por el yeso y el tablero de parchís bajo el otro.
—¿Qué tal, Eddie? ¿Qué haces, chaval? —preguntó Richie, con su grandiosa voz de caballero sureño (ese que se parecía más al gallo Claudio que a ninguna otra cosa—. Ah, caramba… Ah, caramba… ¡El chaval tiene un brazo fracturado! Fíjate en esto, Stan: el chaval tiene un brazo fracturado. Ah, caramba. Haz un acto de humanidad y llévale ese tablero de parchís, pobre chaval.
—No me molesta, puedo llevarlo —dijo Eddie, algo sofocado—. ¿Me das un poco de tu helado?
—A tu madre no le parecería correcto, Eddie —observó Richie, melancólico. Empezó a lamer más rápido. Acababa de alcanzar la parte de chocolate del centro, su parte favorita—. ¡Por los gérmenes, chaval! Ah, caramba, ah, caramba… puedes pescar gérmenes si pones la boca donde la haya puesto otra persona.
—Me arriesgaré —decidió Eddie.
Richie, de mala gana, acercó su helado a la boca de Eddie… y lo retiró en cuanto el chico hubo dado un par de ávidas lametadas.
—Te doy el resto del mío, si quieres —ofreció Stan—. Todavía tengo el almuerzo en el estómago.
—Los judíos no comen mucho —dictaminó Richie—. Es parte de su religión.
Los tres iban caminando como buenos amigos hacia Kansas Street y Los Barrens. Derry parecía perdida en una profunda somnolencia de tarde calurosa. Casi todas las casas tenían las persianas bajas. Había juguetes abandonados en los jardines, como si sus propietarios hubieran sido llamados apresuradamente o puestos a dormir la siesta. Por el oeste retumbaban truenos.
—¿Es cierto? —preguntó Eddie a Stan.
—No. Richie te está tomando el pelo —dijo el chico—. Los judíos comemos tanto como cualquiera. —Señaló a Richie—. Como él.
—Mira que te portas mal con Stan —riñó Eddie al otro—. ¿Te gustaría que alguien inventara cosas sobre ti sólo porque eres católico?
—Oh, los católicos hacen muchas cosas raras —apuntó Richie—. Mi padre me dijo una vez que Hitler era católico, y Hitler mató a millones de judíos. ¿Verdad, Stan?
—Sí, creo que sí —dijo Stan. Parecía azorado.
—Mi madre se puso furiosa cuando mi padre me dijo eso —siguió Richie con una pequeña sonrisa reminiscente en la cara—. Completamente fu-rio-sa. Los católicos también tuvimos la Inquisición, eso que usaba el potro de tormento, arrancaban las uñas y todo eso. Supongo que todas las religiones son bastante raras.
—Yo creo lo mismo —dijo Stan, tranquilamente—. Nosotros no somos ortodoxos ni nada de eso. Es decir, comemos jamón y beicon. Apenas sé lo que significa ser judío. Nací en Derry y a veces vamos a la sinagoga de Bangor, en fechas como el Yom Kippur, pero… —Se encogió de hombros.
—¿Jamón? ¿Beicon? —Eddie estaba desconcertado. Él y su madre eran metodistas.
—Los judíos ortodoxos no comen esas cosas —explicó Stan—. La Torá dice algo sobre no comer nada que se arrastre por el lodo o camine por el fondo de las aguas. Se supone que el cerdo está prohibido y la langosta también. Pero mis padres los comen. Y yo también.
—Qué raro —dijo Eddie, estallando en una carcajada—. Nunca había sabido de una religión que te prohibiera comer cosas. Algún día te dirán qué clase de gasolina puedes comprar o no.
—Gasolina kosher —replicó Stan.
Y se rió solo. Ni Richie ni Eddie comprendieron la broma.
—Tienes que admitir, Stanny, que es bastante curioso —señaló Richie—. ¡Mira que no poder comer jamón sólo porque eres judío!
—¿Te parece? —comentó Stan—. ¿Tú comes carne los viernes?
—¡No, por Dios! —protestó Richie, espantado—. Los viernes no se puede comer carne, porque… —Sonrió un poquito—. Oh, bueno, ya entiendo lo que quieres decir.
—¿Es cierto que los católicos van al infierno si comen carne en viernes? —preguntó Eddie, fascinado. Ignoraba que, dos generaciones atrás, en su propia familia polaca había sido de devotos católicos polacos que no comían carne los viernes, así como no salían desnudos a la calle.
—Bueno, te lo explicaré, Eddie —dijo Richie—. No creo que Dios me envíe al horno sólo por olvidarme y comer un sándwich de mortadela un viernes, pero ¿para qué correr el riesgo? ¿Me explico?
—Sí, pero parece tan…
Tan estúpido, iba a decir. Pero entonces recordó algo que la señora Portleigh les había contado en la escuela dominical, cuando él era pequeño. Según la señora Portleigh, un niño malo había robado, cierta vez, un poco del pan de la comunión; cuando pasaron la bandeja, él lo cogió y lo guardó en el bolsillo. Lo llevó a su casa y lo arrojó en el inodoro para ver qué pasaba. De inmediato (según contaba la señora Portleigh a sus pequeños fieles), el agua del inodoro se tiñó de rojo brillante. Era la sangre de Cristo, decía ella, y había aparecido para demostrar a ese niño que había cometido algo muy malo llamado sacrilegio. De ese modo le advertía que, al arrojar el cuerpo de Cristo al inodoro, había puesto su alma inmortal en peligro de condenación.
Hasta ese momento, a Eddie le había gustado mucho la comunión, que sólo tomaba desde el año anterior. Los metodistas utilizaban zumo de uvas en vez de vino y representaban el cuerpo de Cristo con trozos de pan fresco. A él le agradaba la idea de tomar alimento y bebida como rito religioso. Pero tras el cuento de la señora Portleigh, su respeto religioso por el rito se oscureció convirtiéndose en algo más potente, algo horrible. El solo hecho de tomar el trozo de pan requería valor; siempre temía experimentar una descarga eléctrica o, peor aún, que el pan cambiara súbitamente de color en su mano, convertido en un coágulo de sangre y una voz descarnada comenzara a vociferar, en la iglesia: ¡Indigno, indigno, condenado al infierno! Con frecuencia, después de haber tomado la comunión, se le cerraba la garganta y empezaba a respirar con trabajo. Con impaciencia llena de pánico, esperaba a que acabara la bendición para correr al vestíbulo y usar su inhalador.
No debes ser tan tonto —se dijo, años después—. Eso era sólo un cuento. Y la señora Portleigh no era ninguna santa. Mamá dice que era divorciada y que jugaba a la ruleta en Bangor. Mamá dice que los verdaderos cristianos no apuestan, que dejan eso para los paganos y los católicos.
Todo era muy lógico, pero no le aliviaba la mente. El cuento del pan de la comunión que convirtió el agua del inodoro en sangre seguía preocupándolo, carcomiéndolo; hasta perdía el sueño. Una noche se le ocurrió que, si había un modo de dejar todo eso atrás, de una vez por todas, era tomar un trozo de ese pan, arrojarlo al inodoro y ver qué pasaba.
Pero ese experimento estaba muy fuera del alcance de su valor. Su mente racional no podía contra la siniestra imagen de la sangre que esparcía su nube acusadora y condenatoria en el agua. No podía contra el encantamiento mágico: Éste es mi cuerpo; toma y come; ésta es mi sangre, vertida por ti y por muchos otros.
No, nunca había hecho el experimento.
—Creo que todas las religiones son extrañas —dijo, por fin.
Pero poderosas —agregó su mente—, casi mágicas. ¿O eso también era blasfemia? Pensó en lo que había visto en Neibolt Street; por primera vez notaba un descabellado paralelo: después de todo, el hombre-lobo había salido del inodoro.
—Caray, parece que todo el mundo duerme —dijo Richie, arrojando el palito del helado a la alcantarilla—. ¿Alguna vez habéis visto tanta quietud? Se diría que todo el mundo fue a pasar el día a la playa.
—¡Eh, ch-ch-chicos! —gritó Bill Denbrough, desde atrás—. ¡E-e-esperad!