—¿Dónde cuernos está? —siseó.
—No lo sé —repitió Victor, con la misma voz inexpresiva. Parecía hipnotizado, como insolado, como si no estuviera allí—. Supongo que huyó. A estas horas podría estar en Old Cape.
—No —aseguró Henry—. Está escondida. Tienen un escondite y está allí. A lo mejor no es una casita en un árbol. A lo mejor es otra cosa.
—¿Qué cosa?
—¡No… sé! —gritó Henry.
Victor se echó hacia atrás.
Henry se detuvo en medio del Kenduskeag; el agua fría bullía sobre sus zapatillas. Miró en derredor. Sus ojos se fijaron en un cilindro que asomaba sobre el terraplén, corriente abajo, a unos seis metros de allí. Una estación de bombeo. Salió del agua y caminó hacia allí. Una especie de miedo insoslayable se asentaba en él. Tenía la sensación de que se le tensaba la piel, de que los ojos se le ensanchaban permitiéndole ver más y mejor. Casi sentía que el fino vello de sus orejas se agitaba, como algas marinas en la marea.
Un zumbido sordo brotaba de la estación de bombeo. Más allá se veía una tubería que asomaba por el terraplén, sobre el Kenduskeag, volcando una constante pulsación de aguas residuales que caía al arroyuelo.
Se inclinó sobre la tapa redonda del cilindro.
—¿Henry? —llamó Victor, nervioso—. ¿Qué haces, Henry?
Él no le prestó atención. Aplicó el ojo a uno de los agujeros de la tapa de hierro. No vio sino negrura. Cambió el ojo por la oreja.
Espera…
La voz brotó hacia él desde la negrura interior y Henry sintió que su temperatura corporal descendía a cero; sus venas y arterias se congelaron convertidas en tubos de cristal. Pero con esas sensaciones llegó un sentimiento casi desconocido: el amor. Sus ojos se dilataron. Una sonrisa payasesca le extendió los labios en un gran arco enervado. Era la voz de la luna. Eso estaba abajo, en la estación de bombeo… abajo, en los desagües.
Espera…, vigila…
Esperó, pero no hubo más: sólo el zumbido regular y soporífero de la maquinaria de bombeo. Fue a reunirse con Victor, que lo observaba con cautela. Sin prestarle atención, aulló llamando a Belch. El chico llegó enseguida.
—Vamos —dijo.
—¿Qué vamos a hacer, Henry? —preguntó Belch.
—Esperar. Vigilar.
Se arrastraron otra vez hacia el claro y allí se sentaron. Henry trató de separar sus calzoncillos de las pelotas doloridas, pero dolía demasiado.
—Pero, Henry, ¿qué…? —empezó Belch.
—¡Chist!
Belch, obedeciendo, guardó silencio. Henry tenía cigarrillos, pero no los ofreció. No quería que la putilla oliera el tabaco, si estaba cerca. Habría podido explicarlo, pero no había necesidad. La voz sólo le había dicho dos palabras que eran explicación suficiente. Los niñatos jugaban allí. Pronto llegarían los otros. ¿Por qué conformarse sólo con la putita, si podían agarrar a esas siete mierditas secas?
Esperaron y vigilaron. Victor y Belch parecían dormir con los ojos abiertos. La espera no fue larga, pero Henry tuvo tiempo de pensar en muchas cosas. Por ejemplo, cómo había encontrado la navaja, esa mañana. No era la misma que había utilizado al terminar las clases; ésa la había perdido. Y la nueva era mucho mejor.
Llegó por correo.
Más o menos.
Henry se recordó de pie en el porche mirando al destartalado buzón, tratando de comprender lo que veía. Estaba rodeado de globos. Había dos atados al gancho metálico donde el cartero solía colgar los paquetes. Los otros estaban atados al poste. Rojos, amarillos, azules, verdes. Era como si algún circo descabellado hubiera pasado sigilosamente por Witcham Street en lo más oscuro de la noche, dejando su señal.
Al aproximarse al buzón, vio que los globos tenían caras dibujadas: las caras de los mocosos que lo habían vuelto loco durante todo el verano, los que parecían burlarse de él a cada paso.
Miró fijamente esas apariciones, boquiabierto, y de pronto los globos estallaron, uno a uno. Eso le gustó; era como si estuviese reventándolos con el pensamiento, matándolos con la mente.
El buzón se abrió solo. Henry se acercó para mirar dentro. Aunque el cartero no llegaba allí hasta media tarde, no le sorprendió ver allí un paquete plano, rectangular. Lo sacó. La dirección decía: Sr. Henry Bowers, Unidad Nº 2, Derry, Maine. Y hasta tenía una especie de remitente: Sr. Robert Gray, Derry, Maine.
Abrió el paquete dejando que el papel cayese junto a sus pies. Dentro había una caja blanca. La abrió. Y en un lecho de algodón blanco encontró la navaja. La llevó al interior de la casa.
Su padre yacía en su jergón en la habitación que ambos compartían, rodeado de latas de cerveza vacías, con el vientre abultado por encima de sus calzoncillos amarillentos. Henry se arrodilló a su lado y escuchó los ronquidos y soplidos de su respiración, observando el modo en que sus labios se abultaban y ahuecaban a cada aliento.
Apoyó el extremo de la navaja contra el flaco cuello de su padre. El hombre se movió un poquito y volvió a caer en su sueño de cerveza. Henry mantuvo la navaja así unos cinco minutos, con los ojos distantes y pensativos, mientras acariciaba, con la yema del pulgar, el botón plateado de la empuñadura. La voz de la luna le habló, susurrando como el viento de primavera, que es cálido pero con una fría navaja escondida en medio. Zumbaba como un nido de papel lleno de avispas alborotadas, parloteaba como un político ronco.
Todo lo que la voz dijo, a Henry le pareció muy bueno. Así que oprimió el botón plateado. Adentro se oyó un clic al soltarse el resorte. Quince centímetros de acero penetraron en el cuello de Butch Bowers, tan fácilmente como los dientes de un tenedor en un pollo bien cocido. La punta de la hoja asomó por el otro lado, chorreando sangre.
Butch abrió los ojos. Los clavó en el cielo raso. Su boca se abrió de pronto. De las comisuras manó un hilo de sangre que corrió por las mejillas, hacia el lóbulo de las orejas. Empezó a gorgotear. Una gran burbuja de sangre se formó entre los labios flojos y estalló. Una de sus manos trepó hasta la rodilla de Henry y la apretó convulsivamente. Al chico no le molestó. A su debido tiempo, la mano cayó. Los gorgoteos cesaron un momento después. Butch Bowers había muerto.
Henry extrajo la navaja, la limpió en la sábana sucia y empujó la hoja hacia dentro hasta que el resorte volvió a chasquear. Miró a su padre sin mayor interés. La voz le había enumerado los trabajos del día mientras permanecía arrodillado junto a Butch, con la navaja contra su cuello. La voz le había explicado todo. Así que fue a la habitación vecina para telefonear a Belch y Victor.
Y allí estaban los tres, y aunque todavía le dolían terriblemente las pelotas, el cuchillo formaba un bulto reconfortante en el bolsillo de su pantalón. Tenía el presentimiento de que pronto empezarían los navajazos. Los niñatos bajarían hasta allí para retomar sus estúpidos juegos de niños y entonces empezarían los navajazos. La voz de la luna se lo había dicho mientras él estaba arrodillado junto a su padre. Durante el trayecto hasta el centro él no había podido apartar la vista de ese pálido disco fantasmal que pendía del cielo. En realidad, había un hombre en la luna: una cara espectral, horripilante, llena de destellos, con cráteres por ojos y una sonrisa siniestra que parecía llegarle casi a los pómulos. La luna le habló
(aquí abajo flotamos Henry, todos flotamos, tú también flotarás)
durante toda la caminata hasta la ciudad. Mátalos a todos, Henry, había dicho la voz fantasmal de la luna. Y Henry comprendía. Henry sentía que podía secundar esas emociones. Los mataría a todos, a sus torturadores. Entonces, esas otras sensaciones (de que estaba perdiendo el mando, de que se acercaba inexorablemente a un mundo más grande, donde no podía dominar como había dominado en el patio de la escuela, de que, en ese mundo más grande, el gordo, el negro y el tartamudo podrían crecer, de algún modo, mientras que él sólo acumularía años) desaparecerían.
Los mataría a todos y entonces las voces, las que le hablaban desde dentro y la de la luna, lo dejarían en paz. Después de matarlos a todos, volvería a su casa y se sentaría en el porche trasero, con la espada japonesa de su padre cruzada en el regazo. Bebería una lata de cerveza. Escucharía la radio, también, pero no un partido de béisbol. El béisbol era cosa de viejos. Él escucharía rock and roll. Aunque Henry no lo sabía (de cualquier modo, no le habría importado), en ese único tema estaba de acuerdo con los Perdedores: el rock and roll era bueno. Tengo una polla en el granero, qué granero, cuál granero, mi granero. Entonces todo estaría bien. Todo estaría bien, todo sería lo máximo y cualquier cosa que ocurriese después no importaría. La voz se encargaría de todo; él lo presentía. Si uno cuidaba de Eso, Eso cuidaba de uno. Así habían sido siempre las cosas en Derry.
Pero había que acabar con esos niñatos, acabar pronto, acabar ese mismo día. Así se lo había dicho la voz.
Henry sacó del bolsillo la navaja nueva, la admiró, la hizo girar de un lado a otro apreciando los guiños del sol sobre la superficie cromada. Entonces Belch lo tomó del brazo, siseando:
—Mira eso, Henry. ¡Por todos los diablos! ¡Mira eso!
Henry miró y sintió que la clara luz del entendimiento rompía sobre él: una sección cuadrada del suelo se estaba levantando como por arte de magia dejando al descubierto una creciente tajada de sombras bajo ella. Por un momento sintió una sacudida de terror al pensar que allí podría estar el dueño de la voz… porque estaba seguro de que Eso vivía debajo de la ciudad. Entonces oyó el chirriar de la tierra en las bisagras y comprendió. Si no habían podido hallar la casa del árbol era porque no existía.
—Por Dios, estuvimos encima de ellos —gruñó Victor.
En cuanto apareció la cabeza de Ben en la escotilla cuadrada, en el centro del claro, Victor hizo ademán de lanzarse a la carga. Henry lo sujetó.
—¿No los vamos a agarrar, Henry? —preguntó Victor, mientras Ben salía.
—Los agarraremos —aseguró Henry, sin apartar los ojos de ese odiado gordo. Otro que pateaba las pelotas. Te voy a patear las pelotas tan arriba que vas a usarlas de pendientes, maldito gordo. Ya verás—. No te preocupes.
El gordo estaba ayudando a la putilla a salir del agujero. Ella miró a su alrededor y, por un momento, Henry tuvo la impresión de que le estaba mirando a los ojos. Pero su vista pasó de largo. Los dos hablaron en murmullos y luego se abrieron paso por la densa maleza. En un segundo habían desaparecido.
—Vamos —dijo Henry, cuando el ruido de las ramas rotas y movidas se redujo hasta hacerse casi inaudible—. Los seguiremos. Pero a distancia y en silencio. Quiero atraparlos a todos juntos.
Los tres cruzaron el claro, como soldados de patrulla, caminando agachados y mirando hacia todos lados. Belch se detuvo a observar la casita subterránea y sacudió la cabeza, admirado.
—Pero si estuve sentado encima de ellos —comentó.
Henry le hizo señas de que lo siguiera, impaciente.
Tomaron el sendero, porque así harían menos ruido. Estaban a medio camino hacia Kansas Street cuando la putita y el gordo, de la mano (ay qué bonito, ¿verdad?, pensó Henry, en éxtasis) emergieron casi directamente frente a ellos.
Por suerte, estaban de espaldas al grupo de Henry y ninguno de los dos se volvió. Henry, Victor y Belch quedaron petrificados. Luego se ocultaron entre las sombras, al lado del sendero. Pronto Ben y Beverly eran sólo dos camisas entrevistas por entre una maraña de matojos. Los tres reanudaron la persecución… cautelosamente. Henry volvió a sacar la navaja y
9
Henry consigue coche: 2.30 h.
oprimió el botón cromado del mando. La hoja salió bruscamente. La contempló, soñador, a la luz de la luna. Le gustaba el brillo de las estrellas en la hoja. No tenía idea de la hora porque la realidad iba y venía.
Un ruido se clavó en su conciencia y comenzó a crecer. Era un motor de automóvil. Se acercaba. Los ojos de Henry se ensancharon en la oscuridad. Apretó la navaja con más fuerza esperando a que el coche pasara.
No fue así. Se detuvo junto a la acera tras el seto del seminario, con el motor en marcha. Henry hizo una mueca (el vientre se le estaba poniendo duro como una tabla; la sangre que manaba lentamente entre sus dedos tenía la consistencia de la savia de arce justo antes de que uno retire los grifos del árbol a principios de la primavera) y se puso de rodillas para espiar por entre las ramas del seto. Vio los faros delanteros y la silueta de un coche. ¿Policía? Su mano apretó la navaja y se aflojó, apretó y aflojó.