It (Eso) – Stephen King

Ben no respondió. Pensaba. Las cosas habían cambiado, ¿no? Cuando uno estaba dentro de los cambios costaba verlos. Había que retroceder para percibirlos. Al menos, había que hacer el intento.

Al terminar las clases Henry le daba miedo, pero sólo porque era más grande y porque era un matón de los que atrapan a los más pequeños, les tiran del pelo y los sueltan llorando. Eso era todo. Después, Ben había recibido esos tajos en la barriga. Después, la batalla a pedradas, en la que Henry había arrojado los M-80 a la cabeza de la gente; con esas cosas se podía matar a alguien. Había empezado a cambiar…, parecía casi perseguido por fantasmas. Uno siempre tenía que estar cuidándose de él, como de los tigres y las serpientes en la selva.

Pero uno se iba acostumbrando al punto en que ya no parecía anormal. Claro que Henry estaba loco, sí. Ben lo sabía desde el último día de clases, aunque se negaba a creerlo o recordarlo. Era ese tipo de cosas que uno no quiere creer ni recordar. Y de pronto, una idea, una idea tan fuerte que era casi una certidumbre, entró en su mente ya completa, fría como el barro de otoño: Eso está utilizando a Henry. Tal vez también a los otros, pero a los otros los utiliza por medio de Henry. Y si eso es así, entonces Beverly ha de tener razón. No se trata de tirones de pelo o de golpes en la nuca durante la hora de estudio, cuando la señora Douglas lee en su escritorio. No se trata de un simple empujón en el patio para que uno se caiga y se despelleje la rodilla. Si Eso lo está utilizando, Henry usará el cuchillo.

—Una vieja los vio cuando trataban de pegarme —estaba diciendo Beverly—. Y Henry quiso atacarla. Rompió el faro trasero de su coche de una patada.

Eso alarmó a Ben más que todo lo anterior. Como casi todos los chicos, comprendía instintivamente que los niños viven por debajo de la línea visual (y por lo tanto, por debajo de la línea mental) de casi todos los adultos. Si un adulto iba por la calle pensando en sus cosas de adultos sobre el trabajo, los compromisos y las cuentas del coche, nunca prestaba atención a los chicos que jugaban en la acera. Los gamberros como Henry podían lastimar bastante a los otros chicos, siempre que se mantuvieran por debajo de esa línea visual. A lo sumo, algún adulto podría decirles «Vamos, pórtate bien», y seguía caminando sin detenerse a comprobar si el gamberro se portaba bien o no. Así que el gamberro esperaba a que el adulto girara en la esquina… y volvía a lo suyo. Al parecer, los mayores pensaban que la vida de verdad sólo empezaba cuando uno llegaba al metro y medio de estatura.

Si Henry había perseguido a una anciana, eso era cruzar la línea visual. Y eso, como ninguna otra cosa, sugería que Henry estaba loco de verdad.

Beverly leyó en su cara que él le creía y sintió un gran alivio. No tendría que contarle lo del señor Ross, que se había limitado a plegar su diario para entrar en su casa. No quería contarle eso. Le daba demasiado miedo.

—Subamos Kansas Street —dijo Ben, abriendo abruptamente la trampilla—. Prepárate para correr.

Se levantó en la abertura y miró en derredor. El claro estaba silencioso. Se oía el rumor del Kenduskeag a poca distancia, trinos de pájaros, el tum-tud, tum-tud de una locomotora diesel que resoplaba en los patios del ferrocarril. No oyó nada más y eso lo puso nervioso. Habría preferido oír las maldiciones de Henry, Victor y Belch entre los matorrales, junto al arroyo. Pero no se oía nada.

—Vamos —dijo.

Y ayudó a Beverly a subir. Ella también miró alrededor, intranquila, apartándose el pelo con las manos. Ante el roce grasiento, hizo una mueca de disgusto. Él le tomó la mano y ambos avanzaron por entre las hierbas hacia Kansas Street.

—Será mejor que no utilicemos el sendero.

—Nada de eso —dijo ella—. Tenemos que darnos prisa.

—Bueno —asintió él.

Tomaron el sendero y echaron a andar hacia Kansas Street. Una vez, Beverly tropezó con una piedra y

7

Terrenos del Seminario Teológico, 2.17 h.

cayó pesadamente en la acera plateada por la luna. Se le escapó un gruñido y, con él, una larga cinta de sangre que salpicó el pavimento resquebrajado. A la luz de la luna parecía negra como sangre de escarabajo. Henry la miró por un largo instante, aturdido, y levantó la cabeza para mirar a su alrededor.

En Kansas Street reinaba el silencio de la madrugada; las casas estaban cerradas y a oscuras, salvo algunos faroles.

Ah, allí había una reja de alcantarilla.

A la reja de hierro, alguien había atado un globo con una cara sonriente. El globo se bamboleaba a impulsos de la brisa ligera.

Henry volvió a levantarse sujetándose el vientre con una mano pegajosa. El negro se la había dado buena, pero Henry se la había dado mejor. Sí, señor. Por lo que al negro concernía, Henry estaba seguro de haber hecho algo muy bueno.

—Ese chico puede darse por muerto —murmuró Henry, mientras pasaba, a tropezones, junto al globo. Otro poco de sangre le untó la mano—. Ese chico está bien listo. Lo liquidé, al degenerado. Y los voy a liquidar a todos. Así aprenderán a no tirar piedras.

El mundo se mecía en oleadas lentas, enormes, como las que se veían por televisión al comenzar cada capítulo de Hawai 5-0.

(anótalos Dano, jajá, Jack Lord qué bueno. Jack Lord qué bueno).

Y Henry podía Henry podía Henry casi podía

(oír el ruido que hacían esos chicos de Oahu al levantarse enroscarse y sacudir)

(sacudir sacudir sacudir)

(la realidad del mundo. Teatro de misterio. ¿Te acuerdas del Teatro de misterio? Al principio se oía una risa de loco. Parecía la de Patrick Hockstetter. Qué degenerado de mierda, ese chico. Terminó liquidado y por lo que a mí

concernía, eso era

(mucho mejor que bueno, eso era PERFECTO, LO MÁXIMO)

(bueno chicos adelante no os echéis atrás ahora, chicos buscad una buena ola y

(arrojad

(arrojadarrojadarrojad

(una ola y deslizaos con la tabla hacia el lado conmigo arrojad

(la línea arrojad el mundo pero conservad)

Un oído dentro de la cabeza. Y ese oído seguía percibiendo el ruido Ka-spannng; un ojo dentro de la cabeza: seguía viendo la cabeza de Victor que se elevaba en el extremo de ese resorte, con los párpados, las mejillas y la frente tatuados con rosetas de sangre.

Henry miró a su izquierda, y vio que las casas habían sido reemplazadas por un seto alto, negro. Sobre él se veía la mole estrecha, sombríamente victoriana del Seminario Teológico. Ni una sola ventana dejaba pasar la luz. El seminario había despedido a su última promoción en junio de 1974. Ese verano había cerrado sus puertas y, a partir de entonces, lo que por él caminaba, caminaba a solas… y sólo con autorización de las parlanchinas mujeres que se daban el nombre de Sociedad Histórica de Derry.

Llegó al camino que llevaba a la puerta principal. Estaba cerrado por una gruesa cadena de la que pendía un letrero metálico: PROHIBIDA LA ENTRADA – POLICÍA DE DERRY.

Los pies de Henry se enredaron en la huella y volvió a caer, pesadamente, ¡wac!, a la acera. Más arriba, un coche giró por Kansas Street, desde Hawthorne. Sus faros delanteros bañaron la calle. Henry contuvo el mareo lo bastante como para distinguir las luces del techo: era un coche de la policía.

Pasó a rastras bajo la cadena y siguió como un cangrejo hacia la izquierda hasta quedar oculto tras el seto. El rocío nocturno le pareció maravilloso contra la cara. Permaneció boca abajo, humedeciéndose las mejillas y bebiendo lo que podía.

El coche policial pasó flotando, sin aminorar la marcha.

De pronto encendió las luces de emergencia lavando la oscuridad con erráticas pulsaciones de luz azul. No hacía falta la sirena en esas calles desiertas. Pero Henry oyó que el motor se ponía a toda marcha. Los neumáticos arrancaron un grito de sorpresa al pavimento.

Me han descubierto, balbuceó su mente… y entonces notó que el coche se alejaba por Kansas Street. Un momento después, un gorjeo endiablado llenó la noche dirigiéndose hacia él desde el sur. Imaginó un enorme gato negro, sedoso, que avanzaba a saltos en la oscuridad, todo ojos verdes y pelaje sedoso: Eso con otra forma, viniendo en su busca, viniendo para devorarlo.

Poco a poco (y sólo a medida que el ruido se iba alejando) comprendió que se trataba de una ambulancia; iba en la misma dirección tomada por el coche de policía. Se tendió en el césped mojado, estremecido: tenía frío. Hizo esfuerzos

(rock and roll tengo una polla en el granero qué granero mi granero)

por no vomitar. Temía que, si vomitaba, se le escaparían todas las tripas… y todavía le faltaba ajustar cuentas con cinco de ellos.

Ambulancia y patrullero. ¿Adónde van? A la biblioteca, por supuesto. El negro. Pero llegan tarde. Lo liquidé. Será mejor que apaguen la sirena, chicos, porque él ya no oye. Está más muerto que mi abuela. Está…

Pero, ¿estaba muerto?

Henry se humedeció los labios despellejados con la lengua árida. Si el negro hubiese muerto, no se oirían sirenas en la noche. No, a menos que el negro los hubiese llamado. Entonces era posible —sólo posible— que el negro no estuviera muerto.

—No —susurró Henry.

Se puso de espaldas y miró el cielo, a los millones estrellas. Eso había llegado desde allí, él lo sabía. Desde algún lugar del cielo… Eso

(vino del espacio exterior con hambre de mujeres terráqueas vino a robar a todas las mujeres y a violar a todos los hombres dice Frank ¿no querrás decir robar a todos los hombres y violar a todas las mujeres? ¿Quién dirige este espectáculo pedazo de mamón tú o Jesse? Victor solía contar eso y era muy)

vino de los espacios entre las estrellas. Sólo mirar ese cielo estrellado le daba escalofríos; era demasiado grande, demasiado negro. Era demasiado posible imaginarlo rojo como la sangre, era demasiado posible imaginar una Cara que se formaba en líneas de fuego…

Cerró los ojos, estremecido, con los brazos cruzados sobre el vientre y pensó: El negro está muerto. Alguien nos oyó pelear y llamó a la policía, nada más.

Entonces, ¿para qué la ambulancia?

—Basta, basta —gruñó Henry.

Sentía otra vez la misma rabia desconcertada; recordó cuántas veces lo habían derrotado en los viejos tiempos, viejos tiempos que ahora parecían tan próximos y vitales. Recordó que, cuantas veces había creído tenerlos agarrados, se le habían escapado de entre los dedos, de algún modo. Así había sido aquella última tarde, cuando Belch vio a la putilla corriendo por Kansas Street hacia Los Barrens. Henry lo recordaba muy bien, oh, sí. Cuando a uno le dan una patada en los huevos, eso no se olvida. Y aquel verano había pasado muchas veces, aquel verano.

Henry hizo un esfuerzo hasta sentarse, haciendo una mueca ante la profunda puñalada de dolor que le atravesó las entrañas.

Victor y Belch lo habían ayudado a bajar a Los Barrens caminando tan rápido como se lo permitía el dolor en las ingles y en la raíz del vientre. Había llegado el momento de acabar con aquello. Siguieron el sendero hasta un claro del que partían cinco o seis caminos como hilos de una telaraña. Sí, allí habían jugado algunos chicos; no hacía falta ser detective para darse cuenta. Había envolturas de caramelos y un rollo de fulminantes usados, varias tablas y un poco de serrín, como si hubieran construido algo.

Henry recordaba haberse detenido en el centro del claro estudiando los árboles en busca de una casita. En cuanto la encontrara, treparía. Y la chica estaría allí, aterrorizada, y él utilizaría la navaja para cortarle el cuello y le sobaría las tetitas hasta que dejaran de moverse.

Pero no había podido descubrir ninguna casita en los árboles; tampoco Belch ni Victor. A su garganta subió la familiar frustración. Dejaron a Belch para que custodiara el claro mientras él y Victor bajaban al río. Allí tampoco había señales de ella. Recordaba haberse agachado para coger una piedra y

8

Los Barrens, 12.55 h.

la arrojó al agua, furioso y desconcertado.

—¿Adónde coño ha ido? —inquirió, volviéndose hacia Victor.

Victor movió lentamente la cabeza.

—No lo sé —dijo—. Estás sangrando.

Henry bajó la mirada y vio una mancha oscura, del tamaño de una moneda, en la entrepierna de sus vaqueros. El dolor se había reducido a una palpitación sorda, pero los calzoncillos le apretaban demasiado. Se le estaban hinchando las pelotas. Sintió otra vez esa furia dentro de él, algo así como una cuerda anudada alrededor de su corazón. Ella le había hecho eso.

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