Miró bajo el puente desvencijado con la esperanza de ver allí a Silver colgando de costado, pero no estaba. Había un depósito con las armas de juguete que ya nadie se molestaba en llevar a casa y eso era todo. Echó a andar por el camino, miró hacia atrás… y allá estaban: Belch y Victor prestaban apoyo a Henry, de pie los tres en el borde del terraplén, como centinelas indios en una película de Randolph Scott. Henry estaba horriblemente pálido. La señaló con un dedo. Victor y Belch empezaron a ayudarlo a descender. Sus talones hacían volar tierra y grava.
Beverly los miró por un largo instante, casi hipnotizada. Luego volvió a correr cruzando el hilo de agua que se deslizaba bajo el puente, sin reparar en las piedras de Ben; sus zapatillas despedían lágrimas de agua. Corrió por la senda, jadeando. Sentía temblar los músculos de las piernas. Ya no le quedaba mucho. La casita. Si lograba llegar hasta allí, quizás estuviera a salvo.
Corrió por el sendero abierto; las ramas castigaban sus mejillas, imponiéndoles aún más color. Una le golpeó en el ojo haciéndola lagrimear. Se desvió a la derecha avanzando a tumbos por entre la maleza y llegó al claro. Tanto la trampilla como el ventanuco estaban abiertas; desde dentro surgía música de rock and roll. Al oír sus pasos, Ben Hanscom asomó la cabeza. Tenía una caja de caramelos de menta en una mano y una revista de Archie en la otra.
Echó un vistazo a Beverly y quedó boquiabierto. En otras circunstancias, eso habría sido casi divertido.
—Bev, ¿qué diablos…?
Ella no se molestó en responder. Atrás, no mucho más atrás, se oía ruido de ramas rotas o flexionadas; de pronto, un juramento sordo. Al parecer, Henry estaba volviendo a la vida. Por lo tanto, Beverly se limitó a correr hacia la trampilla. Su cabellera volaba tras ella enredada de hojas verdes, ramitas y basura recogidos al pasar bajo el camión.
Ben la vio llegar como un regimiento aerotransportado y desapareció tan rápidamente como había surgido. Cuando Beverly saltó, la sujetó con torpeza.
—Cierra todo —jadeó ella—. ¡Date prisa, Ben, por el amor de Dios! ¡Ya vienen!
—¿Quiénes?
—Henry y sus amigos. Henry se ha vuelto loco. Tiene un cuchillo…
Bastó eso para Ben. Dejó caer sus caramelos y su revista para cerrar atropelladamente la trampilla. La cara superior estaba cubierta de hierba que el pegamento especial seguía sosteniendo bastante bien. Algunos trozos se habían aflojado, pero eso era todo. Beverly se alzó de puntillas para cerrar el ventanuco. Quedaron en la oscuridad.
Buscó a tientas a Ben y lo abrazó con la fuerza del pánico. Al cabo de un momento él también la abrazó. Ambos estaban de rodillas. Con súbito horror, Beverly se dio cuenta de que la radio de Richie seguía sonando en la oscuridad: Era Little Richard cantando The girl cant help it.
—Ben…, la radio…, van a oírla…
—¡Mierda!
Ben la empujó con su carnosa cadera y la radio cayó al suelo. Little Richard les informó, con su acostumbrado y ronco entusiasmo, que la chica no podía evitar que los hombres se detuvieran a mirarla. El coro atestiguó que, en efecto, no podía. Ben ya estaba jadeando. Ambos parecían un par de locomotoras de vapor. De pronto se oyó crunch… y silencio.
—Oh, diablos —protestó Ben—. La he aplastado. A Richie le va a dar un ataque.
La buscó a tientas en la oscuridad. Ella sintió que una mano le tocaba un pecho y se apartaba súbitamente, como ante una quemadura. Lo buscó con la mano, encontró su camisa y lo atrajo hacia sí.
—Beverly, ¿qué…?
—¡Chist!
Él guardó silencio. Se sentaron juntos, abrazados, mirando hacia arriba. La oscuridad no era tan perfecta; había una estrecha línea de luz por un costado de la trampilla. Otras tres recortaban el estrecho ventanuco. Una de ellas era bastante amplia, al punto de permitir la caída de un rayo de sol en la casita. Ella rezó para que los otros no la vieran.
Los oía aproximarse. Al principio no distinguió las palabras. Cuando llegó a escucharlas, apretó a Ben con más fuerza.
—Si escapó por los cañaverales será fácil seguirle el rastro —estaba diciendo Victor.
—Suelen jugar por aquí —replicó Henry. Hablaba con voz tensa, emitiendo las palabras a pequeños borbotones, como con gran esfuerzo—. Es lo que dijo Boogers Taliendo. Y el día de aquella pelea a pedradas venían de aquí.
—Sí, juegan a vaqueros y cosas así —dijo Belch.
De pronto se oyeron pasos retumbando justo encima de ellos. La trampilla, cubierta de hierba, vibró hacia arriba y hacia abajo. Un poco de tierra cayó sobre la cara de Beverly, vuelta hacia arriba. Uno de ellos, dos, quizá los tres estaban de pie sobre la casita. Beverly tuvo un calambre estomacal y se mordió los labios para ahogar un grito. Ben le puso una manaza en la mejilla y le apretó la cara contra el brazo mientras miraba hacia arriba, a la espera de lo peor. Tal vez ya lo sabían y aquello era un juego.
—Tienen un escondite —decía Henry—. Me lo dijo Boogers. Una casita en un árbol o algo así.
—Pues si les gustan los árboles, les voy a dar leña —dijo Victor.
Ante eso, Belch soltó un atronador rebuzno de risa.
Tump, tump, tump, por arriba. La tapa se movía un poco más a cada paso. Tenían que darse cuenta; la tierra no cedía de ese modo.
—Vamos a buscar por el río —dijo Henry—. Apostaría a que está allá abajo.
—De acuerdo —dijo Victor.
Tump, tump. Se iban. Bev dejó escapar un suspiro de alivio por entre los dientes apretados. Y de pronto Henry dijo:
—Quédate a custodiar el sendero, Belch.
—Bien —dijo Belch.
Y empezó a pasearse, ida y vuelta. A veces cruzaba justamente por la tapa. Seguía cayendo tierra. Ben y Beverly se miraban las caras tensas y sucias. La chica notó entonces que no había sólo olor a humo en la casita; a ese se estaba mezclando la fetidez del sudor y la basura. Soy yo, pensó, horrorizada. Y a pesar del olor se abrazó a Ben con más fuerza. De pronto, su corpulencia le resultaba agradable y consoladora. Se alegró de que hubiera mucho para abrazar. Quizá, al terminar las clases, Ben no hubiera sido más que un gordo asustado, pero ahora era mucho más que eso; había cambiado, como todos ellos. Si Belch los descubría allá abajo, Ben era capaz de darle una buena sorpresa.
—Si les gustan los árboles les voy a dar leña —repitió Belch y rió entre dientes. La risa de Belch Huggins era un sonido grave, de duende—. Si les gustan los árboles les voy a dar leña. Eso es bueno. ¡Ja! Muy bueno.
Beverly notó entonces que el torso de Ben se sacudía en movimientos bruscos y breves; parecía estar soltando el aire en pequeñas bocanadas. Por un momento pensó, alarmada, que estaba llorando; al mirarlo mejor, se dio cuenta de que forcejeaba para no reír. Los ojos del chico, desbordando lágrimas, se encontraron con los suyos, rodaron cómicamente y se desviaron. A la escasa luz que entraba por las rendijas, ella vio que su compañero tenía la cara casi amoratada por el esfuerzo de contener la risa.
—Si les gustan los árboles, les doy leña, leñita, leña —dijo Belch.
Y se sentó pesadamente en el centro mismo de la trampa. Entonces el techo se estremeció de un modo alarmante. Bev oyó que uno de los soportes emitía un crujido bajo, pero inquietante. Esa trampilla estaba pensada para sostener el peso de la hierba, pero no los setenta y dos kilos de Belch Huggins.
Si no se levanta pronto acabará en nuestro regazo, pensó Beverly, y la histeria de Ben empezó a contagiársele. Trataba de salir, hirviendo, en bufidos y relinchos. Se imaginó de pronto abriendo un resquicio en el ventanuco para sacar la mano y administrar un buen pellizco al culo de Belch, que seguía murmurando y riendo bajo el sol alto. Sepultó la cara contra el pecho de Ben en un último esfuerzo por no soltar la carcajada.
—Chist —susurró Ben—. Por amor de Dios, Bev…
Crrrac, más audible esa vez.
—¿Resistirá? —murmuró ella.
—Puede, si Belch no se tira un pedo.
Un momento después, Belch hizo exactamente eso: soltó un fuerte trompetazo que pareció durar al menos tres segundos. Los chicos se estrecharon más aún sofocando mutuamente las risitas frenéticas. A Beverly le dolía tanto la cabeza que temió tener un ataque.
Entonces, débilmente, oyó que Henry llamaba a Belch.
—¿Qué? —vociferó éste, levantándose con un par de patadas que hicieron caer más tierra sobre Ben y Beverly—. ¿Qué, Henry?
Henry gritó algo más, de lo cual Beverly sólo pudo distinguir las palabras orilla y matojos.
—¡Allá voy! —bramó Belch.
Sus pies cruzaron la tapa por última vez. Se oyó un último crujido, mucho más fuerte y una astilla de madera aterrizó en el regazo de Bev, que la recogió, extrañada.
—Cinco minutos más —dijo Ben, susurrando—. Habría bastado con eso.
—¿Oíste cuando soltó eso? —preguntó Beverly, riendo otra vez.
—Parecía la Tercera Guerra Mundial —confirmo Ben, riendo también.
Fue un alivio desahogarse. Rieron como posesos tratando de no levantar la voz.
Por fin, sin saber que iba a decir eso (y no porque tuviera alguna relación con lo que estaba pasando, por cierto), Beverly dijo:
—Gracias por el poema, Ben.
Ben dejó de reír inmediatamente y la miró con gravedad, cauteloso. Sacó un pañuelo sucio del bolsillo y se limpió la cara lentamente.
—¿Qué poema?
—El haiku. El haiku de la postal. Lo enviaste tú, ¿no es cierto?
—No —dijo Ben—, yo no te envié ningún haiku. Si un chico como yo…, si un gordo como yo hiciera algo así, la chica se reiría de él.
—Yo no me reí. Me pareció muy hermoso.
—Yo no sabría escribir nada hermoso. Tal vez haya sido Bill. Yo no.
—Bill sabe escribir —reconoció ella—, pero jamás escribirá algo tan bonito. ¿Me prestas tu pañuelo?
Se lo dio. Beverly empezó a limpiarse la cara lo mejor que pudo.
—¿Cómo supiste que era mío? —preguntó él, por fin.
—No lo sé. Me di cuenta.
La garganta de Ben se movió convulsivamente. Se miró las manos.
—No lo escribí en serio.
Ella lo miró con gravedad.
—Espero que eso no sea cierto. Porque si es cierto, me vas a arruinar el día. Y te diré que ya lo tengo bastante arruinado.
Él siguió mirándose las manos. Por fin dijo, en voz apenas audible:
—Bueno, es que te amo, Beverly, pero no quiero que eso arruine nada.
—No tiene por qué arruinar nada —respondió ella, abrazándolo—. En este momento necesito todo el amor posible.
—Pero a ti te gusta Bill.
—Puede ser —respondió ella—, pero eso no importa. Tal vez importaría un poquito si fuésemos mayores. Pero todos vosotros me gustáis mucho. Vosotros sois mis únicos amigos. Yo también te amo, Ben.
—Gracias —dijo él. Hizo una pausa, lo intentó y logró decirlo. Hasta pudo mirarla a los ojos mientras lo decía—: Lo escribí yo, sí.
Por un rato guardaron silencio. Beverly se sentía a salvo. Protegida. Las imágenes de la cara de su padre y del cuchillo de Henry parecían menos vívidas y amenazadoras cuando estaba así, junto a Ben. Era difícil definir esa sensación de amparo; no lo intentó, pero mucho más adelante reconocería la fuente de esa fuerza: estaba en brazos de un hombre capaz de morir por ella sin vacilar. Era algo que Beverly sabía, simplemente: estaba en el olor que brotaba de esos poros, algo completamente primitivo a lo que sus propias glándulas podían responder.
—Los otros iban a volver —dijo Ben, de pronto—. ¿Y si Henry los atrapa?
Beverly enderezó la espalda dándose cuenta de que había estado a punto de dormirse. Recordó que Bill había invitado a Mike Hanlon a almorzar con él. Richie llevaría a Stan a su casa para comer bocadillos. Y Eddie había prometido llevar su tablero de parchís. Llegarían pronto, completamente ignorantes de que Henry y sus amigos estaban en Los Barrens.
—Tenemos que avisarles —dijo Beverly—. Henry no quiere agarrarme sólo a mí.
—Pero si salimos y ellos vuelven…
—Al menos nosotros estamos prevenidos. Bill y los otros no saben nada. Eddie no puede siquiera correr. Ya le rompieron el brazo.
—Jolín —murmuró Ben—. Tendremos que arriesgarnos.
—Sí. —Bev tragó saliva y miró su reloj. Era difícil ver la hora en la oscuridad, pero le pareció que era la una pasada—. Ben…
—¿Qué?
—Henry se ha vuelto loco, de verdad. Está como ese chico de Semilla de maldad. Iba a matarme y los otros dos estaban dispuestos a ayudarle.
—Oh, no —protestó Ben—. Henry está loco, pero no tanto. Seguramente…
—¿Seguramente qué? —inquirió Beverly.
Pensaba en lo que había visto en aquel cementerio de automóviles. Henry y Patrick. Henry, con los ojos en blanco.