It (Eso) – Stephen King

Su llave repiqueteó en la cerradura de la habitación 311. Si hubieran ido a la de Beverly en el cuarto piso, habrían visto parpadear, en el teléfono, la luz que indicaba un mensaje a transmitir y el empleado le habría dado, por fin, el mensaje de su amiga Kay para que la llamara a Chicago (después de la tercera llamada frenética de Kay, por fin se había acordado de registrar el encargo). Y en ese caso, todo podría haber tomado otro rumbo. Tal vez no hubieran sido, los cinco, fugitivos de la policía al romper, finalmente, el alba. Pero fueron a la habitación de Bill… quizá porque así estaba dispuesto.

La puerta se abrió. Estaban dentro. Ella lo miró con los ojos encendidos, las mejillas arrebatadas, el pecho subiendo y bajando agitadamente. Bill la tomó en sus brazos, sobrecogido por la sensación de que todo era como debía ser; el círculo entre pasado y presente se cerraba con una triunfal falta de costuras. Cerró la puerta de una patada torpe y ella rió en su boca un aliento cálido.

—Mi corazón… —dijo, tomándole una mano para apoyársela en el pecho izquierdo.

Él sintió el palpitar bajo esa suavidad firme, casi enloquecedora; corría como una locomotora.

—Tu c-c-corazón…

—Mi corazón.

Estaban en la cama, aún vestidos, besándose. Ella deslizó una mano bajo la camisa y volvió a sacarla. Un dedo recorrió la hilera de botones, se detuvo en la cintura… y descendió más aún, recorriendo la pétrea longitud del miembro viril. En las ingles de Bill brincaron y aletearon músculos de los que él ni siquiera tenía noticias. Interrumpió el beso y apartó su cuerpo del de ella.

—¿Bill?

—Tengo que i-interrumpir por un m-momento o me ensuciaré los p-p-pantalones como los ch-chicos.

Ella volvió a reír con suavidad y lo miró.

—¿Es por eso? ¿O porque te están atacando los remordimientos?

—Remordimientos —dijo Bill—. Siempre me a-a-atacan.

—A mí no. Los odio.

Él la miró ya borrada la sonrisa.

—No lo tenía del todo en la conciencia hasta hace dos noches —continuó Bev—. Oh, lo sabía, de algún modo, desde el principio. Tom pega y hace daño. Me casé con él porque…, porque mi padre siempre se preocupaba por mí, supongo. Por mucho que yo me esforzase, él se preocupaba. Y seguramente Tom le habría gustado como yerno. Porque Tom también se preocupaba siempre. Se preocupaba muchísimo. Y mientras alguien se preocupara por mí, yo estaría a salvo. Más que a salvo: sería real. —Lo miró, solemne. La blusa se le había escapado de los pantalones descubriendo una blanca franja de vientre. Él tuvo ganas de besarla allí—. Pero no era real, era una pesadilla. Vivir casada con Tom era como volver a la pesadilla. ¿Cómo es posible que alguien haga eso, Bill? ¿Que vuelva a una pesadilla por propia voluntad?

Bill dijo:

—Sólo se me ocurre un mo-motivo: la ge-gente vuelve atrás p-p-para enc-encontrarse a sí m-misma.

—La pesadilla está aquí —dijo Bev—. La pesadilla es Derry. Tom parece muy poca cosa comparado con esto. Ahora que puedo analizarlo mejor, me detesto por los años que perdí con él… No sabes… las cosas que me obligaba a hacer. Oh, y yo las hacía de buena gana, ¿sabes?, porque él se preocupaba por mí. Lloraba… pero a veces la vergüenza es demasiada. ¿Sabes?

—Basta —dijo él en voz baja, cubriéndole una mano con la suya.

Ella se la apretó con fuerza. Tenía los ojos demasiado brillantes, pero las lágrimas no cayeron.

—T-t-todo el mundo falla. Pero no se t-t-trata de un examen. Cada uno hace lo m-mejor que p-puede.

—Lo que quiero decir —explicó ella—, es que no estoy engañando a Tom ni utilizándote para resarcirme. Nada de eso. Para mí sería algo… cuerdo, normal, dulce. Pero no quiero hacerte daño, Bill, ni inducirte a algo que después lamentes.

Él lo pensó por un instante.. Lo pensó con verdadera y profunda seriedad. Pero el antiguo trabalenguas —castiga, exhausto, el poste…— volvió a circular, irrumpiendo en sus pensamientos. El día había sido largo. La llamada de Mike y la invitación a almorzar en el Jade de Oriente parecían cosas de cien años antes. Cuántos relatos, desde entonces. Cuántos recuerdos, como fotografías en el álbum de George.

—Los amigos n-no se ind-inducen m-m-mutuamente —dijo.

Y se inclinó hacia ella para tocarle los labios, mientras comenzaba a desabrocharle la blusa. Ella le echó una mano al cuello y lo apretó contra sí, mientras su otra mano bajaba el cierre de los pantalones y los bajaba. Por un momento sintió la mano de Bill en su vientre, cálida; un instante después, su ropa interior desaparecía en un susurro. Después, él buscó y ella lo fue guiando.

Arqueó la espalda suavemente contra el impulso penetrante de su sexo y murmuró:

—Sé mi amigo… Te amo, Bill.

—Yo también te amo —dijo él, sonriendo contra su hombro desnudo.

Empezaron lentamente y él sintió que su piel comenzaba a manar transpiración, en tanto ella iba acelerando sus movimientos. La conciencia desaparecía, centrada única y poderosamente en aquel vínculo. Los poros de Bev se habían abierto, emitiendo un olor almizcleño, encantador.

Beverly sintió llegar su orgasmo y avanzó hacia él, buscándolo, sin dudar que lo alcanzaría. De pronto, su cuerpo tartamudeó y pareció dar un salto hacia arriba, no ya orgásmico, sino para alcanzar una meseta muy por encima de las que había alcanzado con Tom o con los dos amantes que le precedieron. Comprendió que eso no iba a ser un simple orgasmo, sino un ardid táctico. Sintió un poco de miedo… pero su cuerpo retomó el ritmo. Bill se tensó contra ella, en toda su longitud y en ese mismo instante ella alcanzó la culminación… o empezó a alcanzarla; un placer, tan grande que era casi tormento, desbordó insospechadas compuertas y ella tuvo que morder el hombro de Bill para ahogar sus gritos.

—Oh, Dios mío… —jadeó Bill.

Beverly nunca estuvo segura de eso, pero le pareció que él lloraba. Echó el torso atrás y ella temió que se retirase; trató de prepararse para ese momento, que siempre dejaba una fugaz sensación de pérdida y vacuidad inexplicable, algo así como la huella de un pie, pero entonces él volvió a pujar con fuerza. De inmediato Beverly alcanzó el segundo orgasmo, algo que nunca hubiera creído posible, y la ventana de la memoria se abrió otra vez. Vio pájaros, miles de pájaros que descendían en todos los tejados, en todas las líneas telefónicas, en todos los buzones de Derry, pájaros de primavera contra un cielo blanco, y había dolor mezclado con placer…, pero en general era bajo, tan bajo como parece serlo el cielo blanco de primavera. Un bajo dolor físico, mezclado con bajo placer físico y un descabellado sentido de afirmación. Ella había sangrado…, había…, había…

—¿Con todos vosotros? —exclamó de súbito, abriendo mucho los ojos, atontada.

Entonces sí, Bill se retiró. En el súbito impacto de esa revelación, ella apenas lo sintió irse.

—¿Qué? ¿Beverly? ¿Te… te s-s-sientes b…?

—¿Con todos vosotros? ¿Hice el amor con todos vosotros?

Vio la sorpresa espantada en la cara de Bill; lo vio quedar boquiabierto… y comprender de pronto. Pero no por su revelación; lo supo a pesar de su propio aturdimiento. Él la había alcanzado por su cuenta.

—Todos…

—Bill, ¿qué pasa?

—F-f-fue tu mo-modo de s-s-sacarnos —dijo él. Sus ojos brillaban tanto que ella se asustó—. ¿No c-c-comprendes, Bev-Beverly? ¡Fue tu modo de sacarnos! Todos… pero éramos…

Ahora se le veía asustado, inseguro.

—¿Recuerdas ahora el resto? —preguntó ella.

Bill movió lentamente la cabeza.

—Nada específ-f-fico. Pero… —Estaba asustado de verdad—. En re-re-realidad, todo se red-reduce a que salimos a fuerza de desearlo. Y no estoy seguro… Beverly, no estoy seguro de que, como adultos, podamos volver a hacerlo.

Ella lo miró sin hablar por un largo instante. Después se sentó en el borde de la cama, sin timidez. Su cuerpo era suave y adorable; la línea de la columna vertebral apenas era discernible en la penumbra cuando se agachó para quitarse las medias cortas de nylon que llevaba puestas. Su pelo era una gavilla enroscada sobre el hombro. Él pensó que volvería a desearla antes de la mañana y aquella sensación de culpa volvió a él atemperada sólo por el vergonzoso consuelo de saber que Audra estaba a un océano de distancia. Pon otra moneda en la máquina de discos —pensó—. Esta pieza se llama Ojos que no ven, corazón que no siente. Pero en alguna parte duele. Tal vez en los espacios entre la gente.

Beverly se levantó y abrió la cama.

—Ven a acostarte, necesitamos dormir. Los dos.

—Es-s-está bien.

Y estaba bien, en realidad. Más que nada en el mundo, él quería dormir… pero solo no, esa noche. El último impacto estaba pasando… con demasiada prontitud, quizá. Pero en ese momento se sentía muy cansado, exhausto. Segundo a segundo, la realidad tenía un matiz de sueño. Y a pesar de su culpabilidad, Bill pensó que ése era un lugar seguro. Sería posible dormir un poco entre los brazos de Bev. Quería su calor y su amistad. Ambos estaban sexualmente cargados, pero eso no les haría daño por el momento.

Se quitó las medias y la camisa para acostarse junto a ella. Bev se acurrucó contra él, calientes los pechos, frías las largas piernas. Bill la abrazó notando las diferencias: el cuerpo de Beverly era más largo que el de Audra, más pleno a la altura del pecho y de la cadera. Pero era un cuerpo bienvenido.

Debió haber sido Ben el que estuviese contigo, querida —pensó, soñoliento—. Creo que así estaba pensado, en realidad. ¿Por qué no fue Ben?

Porque fuiste tú en aquella época y eres tú ahora, sencillamente. Porque lo que gira siempre vuelve al mismo sitio. Creo que fue Bob Dylan quien lo dijo… o tal vez Ronald Reagan. Y tal vez he sido yo ahora porque Ben está destinado a ser quien lleve a la dama a casa.

Beverly se retorció contra él inocentemente (y a pesar de que él huía hacia el sueño, ella lo sintió endurecerse otra vez contra su pierna y se alegró de eso), buscando sólo su calor. Ella también comenzaba a adormecerse. Su felicidad al estar con él, después de tantos años, era real. Lo comprendió porque tenía un regusto amargo. Tenían esa noche y tal vez una más a la mañana siguiente. Después tendrían que volver a las cloacas y hallarían a Eso. El círculo se cerraría más que nunca; las vidas presentes se fundirían sin dificultad con la niñez; serían como criaturas en alguna incomprensible banda de Moebius.

O morirían allá abajo.

Se volvió. Él deslizó un brazo entre su brazo y su torso para abarcarle un pecho en el hueco de la mano. No hacía falta permanecer despierta preguntándose si esa mano no acabaría por darle un fuerte pellizco.

Sus pensamientos empezaron a desdibujarse a medida que el sueño se apoderaba de ella. Como siempre, vio esquemas de coloridas flores silvestres al franquear el umbral: grandes masas de flores que se balanceaban bajo un cielo azul. Se borraron, dando paso a una sensación de caída, el tipo de sensación que, cuando niña, solía hacerla despertar sudando con un grito al otro lado de su cara. Según había leído en sus textos de psicología de la universidad, los sueños de caída eran comunes en la infancia.

Pero esa vez no despertó con un sobresalto; sentía el peso cálido y consolador del brazo de Bill y su mano abarcándole el pecho. Pensó que, si caía, al menos no caía sola.

Por fin tocó suelo y echó a correr: ese sueño, cualquiera que fuese, avanzaba deprisa. Corrió tras él, persiguiendo el dormir, el silencio, tal vez sólo el tiempo. Los años pasaban con celeridad. Los años corrían. Si uno giraba en redondo y corría tras su propia niñez, había que apurar el paso y forzar los pulmones. Veintinueve: a esa edad se había teñido mechas en el pelo (más deprisa). Veintidós: se había enamorado de un jugador de fútbol llamado Greg Mallory, que casi la había violado tras una fiesta de la universidad (más deprisa, más deprisa). Dieciséis: una borrachera con dos de sus amigas en El Mirador del Pájaro Azul, de Portland… Catorce…, doce…

más deprisa más deprisa…

Corrió hacia el sueño, persiguiendo los doce años, atrapándolo, y corrió a través de la barrera de memoria que Eso había lanzado sobre todos ellos (tenía gusto a niebla fría en sus exigidos pulmones oníricos). Corrió hasta sus once años, corrió, corrió como si la llevara el diablo, y en ese momento miraba atrás, miraba atrás

6

Los Barrens, 12.40 h.

por encima del hombro, buscando señales de ellos, mientras resbalaba por el terraplén. No había rastros, al menos por el momento. Le había dado una buena, como decía a veces su padre… y el solo recordar a su padre arrojó sobre ella otra oleada de culpabilidad y desamparo.

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