It (Eso) – Stephen King

—¡Mátalo, Henry! ¡Mata al negro piojoso, mata al tizón del infierno, mátalo, mátalo, MÁTALO!

Mike giró hacia Henry, espantosamente enterado de que había caído en una trampa. Se preguntó, vagamente, qué cabeza vería Henry en el extremo de ese resorte. ¿La de Stan, la de Victor Criss, la de su padre, tal vez?

Con un chillido, Henry se arrojó contra él, moviendo la navaja arriba y abajo, como si fuera la aguja de una máquina de coser.

¡Gaaaah, negro! —gritaba—. ¡Gaaaah, negro!

Mike retrocedió. La pierna que Henry había apuñalado cedió casi de inmediato arrojándolo al suelo. Apenas la sentía. Estaba fría y lejana. Al mirar abajo, vio que los pantalones claros estaban completamente rojos.

Mike empujó su abrecartas, JESÚS REDIME en el momento en que Henry se volvía para otro ataque. El enajenado se ensartó en él como insecto en un alfiler. Su sangre caliente bañó la mano de Mike. Se oyó un ruido seco. Cuando el bibliotecario retiró la mano, sólo tenía en ella el mango del abrecartas. El resto estaba clavado en el estómago de Henry.

¡Gaaah, negro! —vociferó Henry, plantando una mano sobre el extremo de la hoja. La sangre le manaba entre los dedos. La miró con ojos dilatados, incrédulos.

La cabeza insertada en el resorte chillaba y reía. Mike, ya descompuesto y mareado, volvió a mirarla y vio que era la de Belch Huggins; parecía un corcho de champán humano, con una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Soltó un fuerte gruñido y el ruido sonó lejano, lleno de ecos. Notó que estaba sentado en un charco de sangre caliente.

Si no me hago un torniquete en la pierna moriré.

—¡Gaaaah! ¡Neeegrooo!

Con una mano en el vientre sangrante y la navaja en la otra, Henry Bowers se apartó de Mike, tambaleante y avanzó hacia las puertas de la biblioteca. Zigzagueaba como ebrio, como señal luminosa en un juego electrónico. Chocó contra un sillón y lo derrumbó. Su mano ciega desparramó una pila de periódicos. Llegó a las puertas, abrió una con el brazo tieso y se arrojó a la noche.

Mike ya estaba perdiendo la conciencia. Tiró de la hebilla de su cinturón con dedos casi insensibles. Por fin logró sacárselo. Rodeó con él su pierna herida, justo debajo de la ingle, y apretó con fuerza. Sujetándolo con una mano, empezó a arrastrarse hacia el escritorio donde estaba el teléfono. No estaba seguro de alcanzarlo, pero por el momento no importaba; se conformaría con llegar hasta allí. El mundo ondulaba, se oscurecía, se borroneaba tras oleadas de gris. Sacó la lengua y se la mordió con saña. El dolor fue inmediato y exquisito. El mundo volvió a su foco. Entonces se dio cuenta de que aún tenía en la mano el mango del abrecartas. Lo arrojó a un lado. Por fin estaba frente al escritorio, alto como el Everest.

Mike recogió la pierna sana y se impulsó hacia arriba sujetándose del escritorio con la mano libre. Tenía la boca curvada hacia abajo en una mueca temblorosa y los ojos eran sólo ranuras. Por fin logró incorporarse. Allí, de pie como una cigüeña, se acercó el teléfono. En un papel, pegado al aparato, se veían tres números: bomberos, policía y hospital. Con una mano temblorosa que parecía estar a diez kilómetros de distancia, empezó a marcar el último: 555-3711. Cuando el teléfono empezó a sonar, cerró los ojos… y los abrió muy grandes al oír la voz del payaso Pennywise.

—¡Hola, negro! —chilló Pennywise. Una carcajada aguda como vidrio roto perforó el oído de Mike—. ¿Qué haces? ¿Cómo te va? A mí me parece que está muerto, ¿no? ¿Quieres un globo, Mike? ¿Un globo? ¿Cómo te va? ¡Hola!

Los ojos de Mike se volvieron hacia el reloj de péndulo, el reloj de los Mueller; no le sorprendió ver allí la cara de su padre, gris, estragada por el cáncer. Tenía los ojos en blanco. De pronto, el padre le sacó la lengua y el reloj empezó a dar la hora.

Mike perdió asidero. Se balanceó por un momento sobre la pierna sana y volvió a caer. El teléfono se balanceaba ante él, en el extremo del cable, como un amuleto de hipnotizador. Le estaba costando mucho apretar el cinturón

—Hola, tío Tom —gritaba alegremente Pennywise, por el auricular—. ¡Aquí el Rey de los Peces! Por lo menos, el Rey de los Peces de Derry, y eso no se puede negar. ¿Verdad, muchacho?

—Si hay alguien ahí —graznó Mike—, una voz real detrás de la que oigo, por favor, ayúdeme. Me llamo Michael Hanlon y me encuentro en la Biblioteca Pública de Derry. Me estoy desangrando. Si hay alguien ahí, no puedo oír. No se me permite oír. Si hay alguien ahí, por favor, dese prisa.

Quedó tendido de lado, con las piernas recogidas en posición fetal. Dio dos vueltas al cinturón en torno de la mano derecha y se concentró en mantenerlo apretado, mientras el mundo derivaba en esas algodonosas nubes de gris.

—Hola, ¿cómo te va? —chilló Pennywise, en el teléfono—. ¿Cómo te va, negro piojoso? ¡Hola!

4

Kansas Street, 12.20 h.

—¿Cómo te va? —dijo Henry Bowers—. ¿Cómo te va, putilla?

Beverly reaccionó instantáneamente girando en redondo para correr. Fue una reacción más rápida de lo que ellos esperaban. La chica habría podido sacarles una buena ventaja inicial… de no ser por su pelo. Henry dio un manotazo atrapando parte del largo torrente y tiró de ella hacia atrás. Le sonrió en la cara. Su aliento era denso, caliente, hediondo.

—¿Cómo te va? —le preguntó Henry Bowers—. ¿Adónde vas? ¿A jugar otro poco con esos gilipollas de tus amigos? Creo que te voy a cortar la nariz para que te la comas. ¿Te gusta la idea?

Ella se debatió para liberarse. Henry, con una carcajada, le sacudió la cabeza por el pelo. La navaja lanzaba destellos peligrosos en el deslumbrante sol de agosto.

De pronto se oyó una bocina. Un largo bocinazo.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Chicos! ¿Qué estáis haciendo? ¡Dejad a esa niña!

Era una anciana al volante de un Ford 1950, bien conservado. Se había acercado a la acera y se inclinaba sobre el asiento para mirar por la ventanilla del lado opuesto. Ante esa cara honesta y enfadada, los ojos de Victor Criss perdieron su aturdimiento por primera vez. Miró a Henry, nervioso.

—¿Qué…?

—¡Por favor! —chilló Bev—. ¡Tiene un cuchillo! ¡Un cuchillo!

El enfado de la anciana se convirtió en preocupación, sorpresa y miedo.

—¿Qué hacéis, chicos? ¡Dejadla en paz!

Al otro lado de la calle —Bev lo vio con toda claridad— Herbert Ross se levantó de su tumbona, se acercó a la barandilla del porche y echó un vistazo. Su cara estaba inexpresiva como la de Belch Huggins. Plegó el diario, giró en redondo y entró tranquilamente en su casa.

—¡Dejadla! —gritó la anciana, chillona.

Henry descubrió los dientes y, de pronto, corrió hacia el auto remolcando a Beverly por el pelo. Ella tropezó, cayó sobre una rodilla y se vio arrastrada. El dolor del cuero cabelludo era terrible, monstruoso. Sintió que se le desprendían varios cabellos.

La anciana soltó un grito y subió frenéticamente el vidrio de la ventanilla. Henry asestó una puñalada y la hoja patinó en el cristal. La anciana soltó el embrague y el viejo Ford salió disparado por Kansas Street, en tres enormes sacudidas, pero chocó contra la acera y se ahogó. Henry fue tras él, siempre remolcando a Beverly. Victor se humedeció los labios y miró a su alrededor. Belch levantó su gorra de béisbol y se escarbó una oreja, desconcertado.

Bev vio, por un instante, la cara de la anciana, pálida por el susto; le vio bajar los seguros a manotazos en ambas puertas. El motor del Ford rechinó y se puso en marcha. Henry levantó un pie, calzado de bota, y rompió un faro trasero de una sola patada.

—¡Sal de ahí, puta vieja!

Los neumáticos bramaron al alejarse por la calle. Un pick-up que venía en sentido contrario maniobró para esquivarla haciendo sonar el claxon. Henry se volvió hacia Bev, otra vez sonriente. En ese momento, ella le plantó una zapatilla directamente en los huevos.

La sonrisa de Henry se convirtió en una mueca de tormento. La navaja se le escapó de la mano y repiqueteó en la acera. Su otra mano abandonó el nido de pelo enredado (tirando una vez más al desprenderse) y el matón cayó de rodillas, tratando de aullar, sujetándose las ingles. Bev le vio, en una mano, hebras de su pelo cobrizo. En ese momento, todo el terror se le convirtió en odio deslumbrante. Aspiró hondo, muy hondo, y le lanzó un enorme escupitajo a la cabeza.

Después giró en redondo y echó a correr.

Belch dio tres pasos tras ella y se detuvo. Él y Victor se acercaron a Henry, pero éste los arrojó a un lado y se levantó, vacilante, todavía cogiéndose los testículos con ambas manos; no era la primera vez que Beverly lo pateaba allí en lo que iba del verano.

Se agachó para recoger la navaja.

—Vamos —jadeó.

—¿Qué, Henry? —preguntó Belch, ansioso.

Henry giró hacia él una cara tan llena de sudor, sufrimiento y odio enfermizo que Belch retrocedió un paso.

—¡Dije que vamos! —logró balbucear.

Y empezó a marchar tras Beverly, tambaleante, sosteniéndose el escroto.

—Ya no podemos alcanzarla, Henry —dijo Victor, intranquilo—. Pero mira, si apenas puedes caminar.

—La cogeremos —jadeó Henry. Su labio superior subía y bajaba en un gesto canino inconsciente. Tenía la frente perlada de gotas de sudor que le corrían por las mejillas—. La agarraremos, sí. Porque yo sé a dónde va. Va a Los Barrens para reunirse con sus gilipollas

5

Hotel «Town House», 2.00 h.

amigos —dijo Beverly.

—¿Hum?

Bill la miró. Sus pensamientos estaban muy lejos. Iban caminando de la mano, en amistoso silencio, cargado de atracción mutua. Él había captado sólo su última palabra. Una manzana más adelante, las luces del «Town House» brillaban a través de la niebla.

—Decía que vosotros erais mis mejores amigos. Los únicos que tenía en aquel entonces. —Ella sonrió—. Nunca he sido muy buena para hacer amigos, creo, aunque en Chicago tengo una muy buena. Una mujer llamada Kay McCall. Creo que te gustaría, Bill.

—Probablemente. Yo tampoco soy muy hábil para entablar amistades. —Él también sonrió—. En aquella época sólo nos necesitábamos unos a otros.

Vio gotas de humedad en el pelo de Beverly y apreció el modo en que las luces le formaban un nimbo alrededor de la cabeza. Ella estaba levantando gravemente los ojos hacia él.

—Pues ahora necesito algo —dijo.

—¿Qué c-cosa?

—Que me beses.

Bill pensó en Audra. Por primera vez se dio cuenta de que se parecía a Beverly y se preguntó si no había sido ése su atractivo, desde un principio: la razón de que él tomara valor para invitarla a salir, hacia el final de aquella fiesta hollywoodiense en que se conocieron. Sintió una punzada de culpabilidad… y luego tomó en sus brazos a Beverly, su amiga de la infancia.

Ella lo besó con firmeza, calidez, dulzura. Sus pechos presionaron contra el abrigo abierto de Bill y sus caderas se movieron contra él. Él hundió las manos en su cabellera y la estrechó contra sí. Bev, percibiendo su erección, emitió una exclamación ahogada y le apoyó la cara contra el cuello. Bill sintió las lágrimas contra la piel, calientes y secretas.

—Vamos —dijo ella—. Pronto.

Bill la tomó de la mano y caminaron hasta el «Town House». El vestíbulo era viejo, estaba festoneado de plantas y aún poseía cierto encanto descolorido. El decorado era muy al estilo de los leñadores del siglo anterior. A esa hora estaba sólo el recepcionista, a quien se veía apenas en el despacho, con los pies subidos en el escritorio, mirando el televisor. Bill oprimió el botón del segundo piso con un dedo levemente tembloroso. ¿Entusiasmo, nerviosismo, culpabilidad, todo eso? Oh, sí, seguro, y también una especie de alegría y de miedo casi demenciales. Esos sentimientos no constituían una mezcla agradable, pero parecían necesarios. La condujo por el pasillo hacia su habitación decidiendo, de algún modo confuso, que si iba a ser infiel, cometería un acto de infidelidad completo consumándolo en su habitación y no en la de ella. Se encontró pensando en Susan Browne, su primera agente literaria y también su primera amante, cuando él no tenía aún veinte años.

Ahora engaño. Engaño a mi mujer. Trató de meterse eso en la cabeza, pero parecía a un tiempo real e irreal. Lo más poderoso era una melancólica sensación de nostalgia, una anticuada impresión de desmoronamiento. A esa hora Audra ya estaría levantada, preparándose el café, en bata; sentada ante la mesa de la cocina, estaría estudiando sus guiones o leyendo una novela de Dick Francis.

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