—¿Hay alguien ahí? —preguntó. Su voz levantó ecos en la cúpula dándole un sobresalto. Se humedeció los labios y lo intentó otra vez—. ¿Bill? ¿Ben?
Bill-ill-ill… Ben-en-en…
De pronto, Mike decidió que deseaba estar en su casa. Se llevaría el cuaderno. En el momento en que alargaba la mano para tomarlo oyó un paso leve, deslizante.
Levantó otra vez la mirada. Charcos de luz, rodeados por lagunas de sombras, cada vez más hondas. Nada más… al menos, nada que él pudiese ver. Esperó, con el corazón acelerado.
El paso se dejó oír otra vez, y en ese momento logró localizarlo. En el pasillo vidriado que conectaba la biblioteca principal con la infantil. Allí. Alguien. Algo.
Moviéndose silenciosamente, Mike se acercó al escritorio de salida. Las puertas dobles que daban al pasillo estaban abiertas, sujeta por cuñas de madera, y dejaban ver una parte del corredor. Distinguió algo que parecía un par de pies. Con súbito horror se preguntó si Stan habría acudido a la cita, después de todo, si pensaba salir de entre las sombras con su enciclopedia de pájaros en una mano, la cara blanca, los labios purpúreos, las muñecas abiertas. Al fin vine —diría Stan—. Me costó un poco porque tuve que salir de un agujero en la tierra, pero vine…
Se oyó otro paso. Mike vio entonces zapatos, sin lugar a dudas: zapatos y las perneras de un vaquero raído. Las hilachas, de color azul desteñido, colgaban contra dos tobillos sin calcetines. Y en la oscuridad, casi un metro ochenta por encima de esos tobillos, se veía un par de ojos centelleantes.
Mike buscó a tientas en la superficie del escritorio semicircular, sin apartar la vista de esos ojos. Sus dedos encontraron una caja pequeña, de madera: las tarjetas de los préstamos vencidos. Otra cajita, con broches para papel y bandas elásticas. Se detuvieron en algo que era metálico y lo tomaron. Se trataba de un abrecartas en cuyo mango se leían las palabras JESÚS REDIME, un endeble objeto que había llegado por correo enviado por la Iglesia bautista para promover una recaudación de fondos. Hacía quince años que Mike no iba a la iglesia, pero en memoria de su madre envió cinco dólares de los que no podía prescindir. Había tenido intenciones de tirar el abrecartas, pero allí estaba, entre el desorden que reinaba en su lado del escritorio (la parte de Carole estaba siempre impecable).
Lo tomó con fuerza y clavó la vista en el pasillo oscuro.
Hubo otro paso…, otro. Los vaqueros raídos eran visibles hasta las rodillas. Y vio la silueta a la que correspondían: una silueta grande, corpulenta, de hombros redondeados. Había una sugerencia de pelo irregular. El perfil era simiesco.
—¿Quién está ahí?
La silueta se limitó a contemplarlo.
Aunque todavía asustado, Mike había superado la debilitante idea de que pudiera ser Stan Uris, salido de la tumba, convocado por las cicatrices de sus manos, por algún extraño magnetismo que lo había llevado en retorno, como a un zombi. Quienquiera que fuese, no era Stan Uris: Stan, en su edad adulta, había medido un metro setenta y dos.
La silueta dio un paso más. La luz del globo más próximo al pasillo cayó sobre las presillas de su vaquero.
De pronto, Mike adivinó. Aun antes de oírle hablar, adivinó.
—Hola, negro —dijo la silueta—. ¿Has estado tirando piedras? ¿Quieres saber quién envenenó a tu maldito perro de mierda?
La silueta dio otro paso y la luz reveló la cara de Henry Bowers, más gorda, más abolsada. La piel tenía un tono insalubre, como sebo; las mejillas eran casi belfos colgantes salpicados de barba crecida en la que había casi tanto blanco como negro. Había tres líneas onduladas grabadas en la frente sobre las cejas pobladas. Otras líneas formaban paréntesis en las comisuras de los labios gruesos. Los ojos, pequeños y perversos entre la piel amoratada, estaban inyectados de sangre y no había pensamiento en ellos. Aquella cara correspondía a un hombre empujado a una vejez prematura: un hombre de treinta y ocho años que iba a cumplir setenta y tres. Pero era, también, la cara de un chico de doce. Su ropa todavía tenía las manchas verdes de los matorrales donde se había escondido durante el día.
—¿No piensas saludar, negro?
—Hola, Henry.
A Mike se le ocurrió que llevaba dos días sin escuchar la radio, sin leer siquiera los periódicos que constituían todo un rito en su vida. Habían estado pasando demasiadas cosas. Estaba muy ocupado.
Por desgracia.
Henry salió del corredor y permaneció inmóvil, mirando a Mike con sus ojillos de cerdo. Sus labios se abrieron en una sonrisa indescriptible revelando los dientes cariados típicos de la parte boscosa de Maine.
—Voces —dijo—. ¿Alguna vez oyes voces, negro?
—¿Qué voces son ésas, Henry? —Mike puso las manos a la espalda, como un escolar a punto de recibir la lección y pasó el abrecartas de la mano izquierda a la derecha. El reloj de péndulo, donado por Horst Mueller en 1923, marcó solemnes segundos en el suave estanque del silencio.
—De la luna —dijo Henry. Se llevó una mano al bolsillo—. Vienen de la luna. Muchas voces. —Hizo una pausa y frunció ligeramente el entrecejo, sacudiendo la cabeza—. Son muchas, pero en realidad una sola. La voz de Eso.
—¿Viste a Eso, Henry?
—Sí —dijo Henry—. Frankenstein. Le arrancó la cabeza a Victor. Provocó mucho ruido. Parecía una cremallera gigantesca. Después fue en busca de Belch. Belch le hizo frente.
—¿Sí?
—Sí. Por eso conseguí escapar.
—Dejaste que lo matara.
—¡No digas eso! —Las mejillas de Henry se encendieron. Dio dos pasos adelante. Cuanto más se alejaba del cordón umbilical que conectaba la biblioteca de los adultos con la de los niños, más joven parecía. Mike vio en su cara la antigua perversidad, pero también algo más: al niño criado por Butch Bowers, el loco, en una buena granja arruinada con el correr de los años—. ¡Me habría matado a mí también!
—A nosotros no nos mató.
Los ojos de Henry centellearon de rancio humor.
—Todavía no. Pero ya os matará. A menos que yo no le deje vivo a ninguno.
Sacó la mano del bolsillo. En ella tenía un esbelto instrumento de veinte centímetros con incrustaciones de falso marfil en los lados. Un pequeño botón cromado centelleaba en un extremo de esa dudosa obra de arte. Henry lo oprimió. De la ranura saltó una hoja de acero de quince centímetros. Él la hizo bailar en su mano y caminó hacia el escritorio, algo más deprisa.
—Mira lo que encontré —dijo—. Sabía dónde buscar. —Un ojo enrojecido, obsceno, le hizo un guiño—. Me lo dijo el hombre de la luna. —Henry volvió a desvelar sus dientes—. Hoy estuve escondido. Por la noche hice dedo. Un viejo me recogió. Le pegué. Creo que lo maté. Arrojé el coche a la zanja, en Newport. Cuando estaba en los límites de Derry, oí esa voz. Miré en una alcantarilla y encontré esta ropa. Y la navaja. Mi navaja.
—Te estás olvidando de algo, Henry.
El enajenado, sonriente, se limitó a sacudir la cabeza.
—Nosotros escapamos y tú también escapaste. Si Eso nos busca a nosotros, a ti también te busca.
—No.
—Yo creo que sí. Tal vez vosotros hicisteis el trabajo de Eso, pero Eso no suele hacer favoritismos, ¿verdad? Mató a tus dos amigos y mientras Belch luchaba, tú escapaste. Pero ahora has vuelto. Creo que eres parte de su plan sin terminar, Henry. De veras.
—¡No!
—Tal vez verás a Frankenstein. ¿O al hombre-lobo? ¿Un vampiro? ¿El payaso? O si no, Henry…, quizá veas cómo es en realidad. Nosotros lo vimos. ¿Quieres que te lo cuente? ¿Quieres que…?
—¡Cállate! —vociferó Henry, arrojándose contra él.
Mike dio un paso al lado y estiró un pie. Henry, al tropezar, resbaló por los mosaicos gastados como una patineta. Dio de cabeza contra la pata de la mesa que habían utilizado los Perdedores un rato antes. Por un momento quedó aturdido. La navaja pendía en su mano floja.
Mike fue tras él, buscando la navaja. En ese momento habría podido acabar con Henry clavándole el abrecartas de JESÚS REDIME en el cuello, por detrás. Después llamaría a la policía. Habría algún alboroto policial, pero no demasiado. Estaba en Derry, donde esos sucesos extraños y violentos no eran del todo excepcionales.
Lo que le impidió obrar así fue comprender, demasiado súbitamente como para que fuera una idea consciente, que si mataba a Henry estaría trabajando para Eso, tal como Henry trabajaría para Eso al matar a Mike. Y otra cosa: esa otra expresión vista en Henry, la expresión cansada y aturdida del chico maltratado que ha sido puesto en un sendero ponzoñoso con un propósito desconocido. Henry había crecido dentro del radio contaminado de Butch Bowers; sin duda, había pertenecido a Eso aun antes de sospechar su existencia.
Por lo tanto, en vez de clavar el abrecartas en el vulnerable cuello de Henry, se dejó caer de rodillas para arrebatarle la navaja. El objeto cambió de posición en su mano, como por voluntad propia, y sus dedos se cerraron sobre la hoja. No hubo un dolor inmediato; sólo la sangre fluyendo por entre los dedos de la mano derecha, hacia la palma marcada.
Se echó hacia atrás. Henry rodó sobre sí y volvió a tomar la navaja. Mike se puso de rodillas y los dos se enfrentaron, sangrando: Mike, por los dedos; Henry, por la nariz. El enajenado sacudió la cabeza y las gotas rojas volaron en la oscuridad.
—¡Os creíais muy listos! —gritó, ásperamente—. ¡No erais más que un montón de maricas! ¡En una pelea limpia, podríamos haberos vencido!
—Deja la navaja, Henry —dijo Mike, en voz baja—. Voy a llamar a la policía. Vendrán a buscarte y te llevarán otra vez a Juniper Hill. Estarás a salvo, fuera de Derry.
Henry trató de hablar y no pudo. No podía decir a ese negro que no estaría a salvo en Juniper Hill, ni en Los Ángeles ni en las selvas de Tombuctú. Tarde o temprano saldría la luna, blanca como un hueso, fría como la nieve, y las voces fantasmales volverían a empezar y la cara de la luna se convertiría en la cara de Eso, balbuceando, riendo, dando órdenes. Tragó una sangre espesa.
—¡Vosotros nunca peleasteis limpio!
—¿Y tú?
—¡Malditonegropiojosotizóndelinfiernomonoasqueroso! —aulló Henry con violencia.
Y se precipitó otra vez contra él.
Mike se echó hacia atrás para esquivar ese ataque torpe y mal equilibrado, y cayó de espaldas. Henry volvió a golpearse contra la mesa, pero en el rebote giró en redondo y sujetó a Mike por el brazo. El bibliotecario movió el brazo con el abrecartas y sintió que entraba profundamente en el brazo de Henry. El loco aulló, pero en vez de soltarlo apretó la mano con más fuerza. Se arrastró hacia Mike, con el pelo sobre los ojos, sangrando por la nariz rota sobre los labios gruesos.
Mike trató de plantar un pie en su lado, para apartarlo, pero Henry dibujó un arco centelleante con su navaja. Los quince centímetros penetraron en el muslo de Mike. Entraron sin esfuerzo, como en una tarta caliente. Henry extrajo la hoja, chorreante, y Mike, con un alarido de dolor y esfuerzo, lo apartó de un empujón.
Trató de levantarse, pero Henry fue más rápido. Apenas logró evitar su próximo ataque. Sentía que la sangre le corría por la pierna en un torrente alarmante llenándole los mocasines. Creo que me dio en la arteria femoral. Dios, estoy malherido. Hay sangre por todas partes. Los zapatos no van a servir más, maldición, los compré hace apenas dos meses…
Henry llegó otra vez, jadeando y bufando como un toro en celo. Mike se apartó a tropezones y dirigió hacia él el abrecartas. Desgarró la camisa raída y abrió un profundo corte en sus costillas. Henry gruñó, mientras Mike volvía a empujarlo.
—¡Negro sucio! —gimió—. ¡Tramposo! ¡Mira lo que has hecho!
—Suelta el cuchillo, Henry —dijo Mike.
Detrás de ellos se oyó una risita disimulada. Henry se volvió a mirar… y lanzó un alarido de terror absoluto, llevándose las manos a las mejillas como una solterona espantada. Los ojos de Mike se desviaron hacia el escritorio vecino.
Se oyó un ruido agudo, vibrante, ¡ka-apanggg!, y la cabeza de Stan Uris brotó desde atrás del escritorio. Un resorte se hundía en su cuello chorreante. Tenía la cara lívida de pintura y una mancha roja en cada mejilla. Allí donde habían estado los ojos florecían dos grandes pompones naranja. Ese grotesco Stan-de-caja-de-sorpresas se balanceaba en la punta del resorte, como uno de los gigantescos girasoles de Neibolt Street. Abrió la boca y una voz chillona empezó a entonar: