Entre el seminario y Kansas Street había un seto alto. Beverly miró a través de él y vio a su padre al otro lado de la calle, jadeante, con manchas de sudor oscureciéndole la camisa bajo los brazos. Miraba en derredor, con los brazos en jarras. El llavero chisporroteaba bajo el sol.
Beverly lo observó, también jadeante, con el corazón latiendo como el de un conejo en su garganta. Tenía mucha sed y la asqueaba el hedor que despedía. Si me dibujaran en un comic —pensó, distraída—, me rodearían de líneas onduladas.
El padre cruzó lentamente hacia el lado del seminario.
Beverly dejó de respirar.
Dios mío, por favor, no puedo seguir corriendo. Ayúdame, Dios mío. No dejes que me encuentre.
Al Marsh caminó lentamente por la acera; pasó frente al sitio donde su hija se había acurrucado, al otro lado del seto.
¡Dios bendito, no dejes que me huela!
Él no la olió, tal vez porque, después de su caída en el callejón y su travesía por debajo del camión de residuos, apestaba tanto como su hija. Siguió caminando. Ella le vio bajar otra vez por Up-Mile Hill hasta perderse de vista.
Entonces se levantó lentamente. Tenía la ropa cubierta de basura y la cara sucia; le dolía la espalda por la quemadura del tubo de escape. Esos detalles palidecían ante el confuso torbellino de sus pensamientos. Se sentía como si hubiera navegado hasta franquear el borde del mundo; ninguna de las normas de conducta habituales parecía tener aplicación. No se imaginaba volviendo a casa, pero tampoco se imaginaba no volviendo. Había desafiado a su padre, lo había desafiado…
Tuvo que apartar ese pensamiento porque la hacía sentir débil, temblorosa, enferma. Quería a su padre. ¿Acaso no lo ordenaba uno de los Diez Mandamientos? «Honrarás a tu padre y a tu madre, para que tus días sean largos sobre la tierra». Sí, pero él no era su padre, sino alguien muy diferente. Un impostor. Eso…
De pronto sintió frío, asaltada por una pregunta terrible: ¿A los otros les estaría ocurriendo lo mismo? ¿O algo parecido? Tenía que avisarles. Los Perdedores le habían hecho daño y en ese momento tal vez Eso tomaba medidas para asegurarse de que no se repitiera. Y en realidad, ¿a qué otro lugar podría ir? No tenía otros amigos. Bill sabría qué hacer. Bill le diría qué hacer. Bill le llenaría el y-ahora-qué.
Se detuvo allí donde el sendero del seminario se unía a la acera de Kansas Street para espiar al otro lado del seto. Su padre había desaparecido de verdad. Giró a la derecha y echó a andar por Kansas Street hacia Los Barrens. Probablemente ninguno de ellos estaría allí; estarían todos en casa, almorzando. Pero volverían. Mientras tanto, ella podría bajar a la casita del club, tan fresca, y tratar de dominarse. Dejaría abierto el ventanuco, para tener un poco de luz y tal vez hasta podría dormir. Su cuerpo cansado y su mente tensa se aferraron ansiosamente a la idea. Sí, dormir, eso le haría bien.
Con la cabeza caída, dejó atrás el último grupo de casas hasta que la tierra se hizo demasiado empinada para construir y se hundió en Los Barrens, donde, por increíble que pareciera, había estado su padre, acechando, espiando.
No oyó, por cierto, paso alguno detrás de ella. Los chicos estaban tomando todas las precauciones necesarias para no hacer ruido. Más de una vez habían perdido la carrera y no pensaban perderla otra vez. Se acercaban a ella más y más, con suave andar de gato. Belch y Victor sonreían, pero la cara de Henry estaba a un tiempo vacua y seria. Su pelo revuelto delataba la falta de peine. Sus ojos estaban tan descentrados como los de Al Marsh en el apartamento. Mantenía un dedo sucio apretado contra los labios, en un gesto de silencio. La distancia entre ellos y Beverly se redujo de veinticinco metros a quince, a nueve.
Durante todo aquel verano, Henry había estado vacilando al borde de algún abismo mental, caminando por un puente cada vez más estrecho. El día en que había permitido que Patrick Hockstetter lo acariciara, ese puente se había reducido a una cuerda tensa. Esa mañana, la cuerda se había roto. Al salir al patio, sin más ropa que los raídos calzoncillos amarillentos, había mirado el cielo. Allí estaba aún el espectro de la luna. Ante sus ojos, la luna se había convertido súbitamente en una cara esquelética y sonriente. Henry cayó de rodillas ante esa cara, exaltado de terror y júbilo. De la luna surgían voces fantasmales. Las voces cambiaban; a veces parecían fundirse en un suave parloteo, apenas comprensible… pero él presintió la verdad: simplemente, todas esas voces eran una sola voz, una inteligencia. Y la voz le indicó que buscara a Belch y a Victor, que estuviese con ellos en la esquina de Kansas y la avenida Costello, a eso del mediodía. La voz le dijo que entonces sabría cómo actuar.
Y ahí venía la putita, a los saltos. Esperó oír la voz que debía decirle cómo actuar a continuación. La respuesta llegó mientras los tres continuaban acortando distancias, pero la voz ya no llegaba desde la luna: surgía de la rejilla de la alcantarilla junto a la cual estaban pasando. Era baja, pero bien audible. Belch y Victor echaron un vistazo hacia la reja, aturdidos, casi hipnotizados. Después volvieron a clavar los ojos en Beverly.
Mátala, decía la voz de la cloaca.
Henry Bowers metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un instrumento delgado de unos veinte centímetros, con incrustaciones de falso marfil en los costados. Un pequeño botón cromado centelleaba en un extremo de esa dudosa obra de arte. Henry lo oprimió. De la ranura saltó una hoja de quince centímetros. El chico la hizo bailar en su mano y apretó el paso. Victor y Belch, aún aturdidos, lo imitaron para no quedarse atrás.
Beverly no oyó ruido alguno. No fue un ruido lo que le hizo girar la cabeza en el momento en que Henry Bowers se le acercaba, con las rodillas flexionadas y una sonrisa petrificada en la cara, silencioso como un indio. No. Fue una simple sensación, demasiado clara, directa y poderosa como para negarla: la sensación de que
3
Biblioteca Pública de Derry, 1.55 h.
alguien estaba observándole.
Mike Hanlon dejó el bolígrafo a un lado y paseó la mirada por aquel ensombrecido cuenco invertido que era el salón principal de la biblioteca. Vio islas de luz arrojadas por los globos colgantes; vio libros que se borraban en la penumbra; vio escaleras de hierro que ascendían en graciosas espirales hacia las estanterías. No había nada fuera de lugar.
Aun así estaba seguro de no encontrarse solo allí. Ya no.
Una vez que los otros se hubieron marchado, Mike había limpiado todo con una pulcritud que era sólo hábito; funcionaba como un piloto automático; su mente estaba a un millón de kilómetros y a veintisiete años de distancia. Vació los ceniceros, sacó las botellas vacías (camuflándolas con una capa de basura para que Carole no se escandalizara) y guardó las latas retornables en una caja detrás de su escritorio. Luego fue en busca de la escoba para barrer los restos de la botella que Eddie había roto.
Cuando la mesa estuvo limpia, fue a la hemeroteca para recoger las revistas esparcidas. Mientras ejecutaba esas simples tareas, su mente revisó los relatos que habían contado, concentrándose, tal vez, en lo que no había sido dicho. Ellos creían haberlo recordado todo; probablemente en el caso de Bill y de Beverly era casi cierto. Pero había más. Les volvería a la memoria… si se les concedía tiempo. En 1958 no habían tenido oportunidad de prepararse. Aunque hablaban interminablemente (las charlas sólo habían sido interrumpidas por la pelea a pedradas, y el único acto de heroísmo grupal, en Neibolt Street), tal vez se habrían reducido a eso, a fin de cuentas. Hasta aquel 14 de agosto en que Henry y sus amigos los habían perseguido, obligándolos a entrar en las cloacas.
Quizá debía habérselo dicho, pensó, mientras ponía en su sitio la última de las revista. Pero algo se oponía fuertemente a la idea; la voz de la Tortuga, quizá. Tal vez eso era parte del asunto; tal vez, también esa sensación de circularidad. Quizá ese último acto iba a repetirse de algún modo actualizado. Él tenía linternas y cascos de mineros cuidadosamente guardados para usar al día siguiente; había conseguido los planos de las cloacas y los sistemas de drenaje que había en el mismo armario. Sin embargo, a los once años, todas las discusiones y todos los planes, a medio cocinar o no, habían quedado en la nada. Al final, simplemente se habían visto perseguidos hasta las cloacas, arrojados a la confrontación siguiente. ¿Ocurriría otra vez lo mismo? Mike había llegado a creer que la fe y el poder eran intercambiables. ¿Y si la verdad última era aún más simple? ¿Y si no había acto de fe posible hasta que uno se veía rudamente arrojado al aullante medio de las cosas, como un recién nacido que saliera disparado del vientre materno sin paracaídas? Una vez iniciada la caída, uno se veía obligado a creer en el paracaídas, en la existencia, ¿no? Y tirar de la argolla durante la caída se convertía en la declaración final sobre el tema, de un modo u otro.
Por Dios, si es Fulton Sheen con la cara negra, pensó Mike, sonriendo.
Mike limpiaba, ordenaba y pensaba, mientras otra parte de su cerebro esperaba que, al terminar, el cansancio lo obligara a dormir por unas horas. Pero cuando terminó, por fin, se encontró más despierto que nunca. Entonces fue a la única sección cerrada, detrás de su despacho, y abrió la puerta de alambre tejido con una llave de su llavero. Esa sección, supuestamente a prueba de fuego cuando la puerta estaba cerrada, contenía los libros valiosos de la biblioteca: ediciones incunables, libros firmados por escritores ya fallecidos, asuntos históricos relacionados con la ciudad y documentos personales de los pocos escritores que habían vivido y trabajado en Derry. Si todo aquello terminaba bien, Mike tenía la esperanza de convencer a Bill de que donara sus manuscritos a la Biblioteca Pública de Derry. Mientras caminaba por el tercer pasillo del sector, sintiendo el familiar olor a polvo y a papel viejo pensó: Cuando muera, creo que me iré con un carnet de biblioteca en una mano y un sello de PLAZO VENCIDO en la otra. Bueno, hay cosas peores.
Se detuvo en medio de ese tercer pasillo. Allí estaba su cuaderno de apuntes, el que contenía los relatos de Derry y sus propias cavilaciones; estaba escondido entre El antiguo municipio de Derry, de Fricke, y la Historia de Derry, de Michaud, muy atrás. Nadie lo encontraría por casualidad.
Mike lo sacó y volvió a la mesa que habían utilizado para la reunión, deteniéndose para apagar las luces del sector cerrado y echar la llave a la puerta. Se sentó a hojear las páginas escritas. ¡Qué extraña mezcla eran! En parte historia, en parte escándalo, en parte Diario, en parte confesión. No había anotado nada desde el 6 de abril. Pronto tendré que comprar otro cuaderno, pensó, volviendo las pocas páginas que quedaban en blanco. Pensó, divertido, en la primera versión de Lo que el viento se llevó, escrita por Margaret Mitchel a mano, en montones de cuadernos escolares. Luego destapó su estilográfica y escribió dos líneas debajo de la última anotación: 31 de mayo. Hizo una pausa para mirar vagamente aquel ambiente vacío. Por fin comenzó a escribir todo lo que había ocurrido en los tres últimos días, empezando por la llamada telefónica a Stanley Uris.
Escribió en silencio durante quince minutos. Después su concentración empezó a ceder. Cada vez se detenía con más frecuencia. La imagen de la cabeza cortada de Stan Uris en la nevera trataba de entrometerse: la cabeza ensangrentada de Stan, la boca abierta y llena de plumas. La borró con esfuerzo y continuó escribiendo. Cinco minutos después se incorporó de un salto para mirar alrededor, convencido de que vería esa cabeza rodar por los mosaicos del suelo, con los ojos vidriosos y ávidos, como los de un trofeo de caza.
No había nada. No había cabeza. Sólo el resonar apagado de su propio corazón.
Tienes que dominarte, Mikey. Es el nerviosismo, nada más.
Pero no sirvió de nada. Las palabras se le escapaban, los pensamientos parecían colgar fuera de su alcance. Sentía cierta presión en la nuca, cada vez más densa.
Alguien lo observaba.
Dejó la estilográfica y se levantó.