It (Eso) – Stephen King

Pero en ese momento lo amenazó la negrura, sintió que comenzaba a cerrársele la garganta. Eddie notó entonces, con verdadero pánico, que había cargado con toda una farmacia, olvidando lo más importante, su inhalador, en la planta baja, sobre el equipo estereofónico.

Cerró la maleta con violencia. Luego se volvió hacia Myra, que seguía allí, en el pasillo, con la mano contra la corta y gruesa columna de su cuello, como si fuera ella la que padecía de asma. Lo miraba fijamente, con la cara llena de perplejidad y de terror. Eddie habría sentido lástima por ella, de no ser porque su corazón ya estaba lleno de terror por sí mismo.

—¿Qué ha pasado, Eddie? ¿Quién era el que te llamó por teléfono? ¿Estás en dificultades? Tienes problemas, ¿no es cierto? ¿Qué problemas son?

Caminó hacia ella con el bolso en una mano y la maleta en la otra, más o menos derecho, ahora que el peso estaba mejor equilibrado. Myra se le puso enfrente bloqueándole el paso hacia la escalera. En un primer momento, pensó que no lo dejaría pasar. Pero, cuando su cara estaba a punto de estrellarse en el blando bloqueo de sus pechos, la mujer se apartó… con miedo. Al pasar Eddie sin detenerse, ella rompió en angustiosas lágrimas.

—¡No puedo llevar a Al Pacino! —baló—. ¡Me estrellaré contra el primer indicador que encuentre! ¡Estoy segura! ¡Eddie, tengo mieeeedo!

El echó un vistazo al reloj que estaba en la mesa, junto a la escalera. Las nueve y veinte. El empleado de Delta le había dicho que ya había perdido el último vuelo a Maine, el que salía de La Guardia a las ocho y veinticinco. Una llamada a Amtrak le había hecho descubrir que había un tren nocturno a Boston, partía de la estación a las once y media. Lo dejaría en South Station, donde podría tomar un taxi hasta las oficinas de Limusinas Cape Cod, en la Arlington Street. Cape Cod y Royal Crest, la compañía de Eddie, trabajaban en útil y recíproco acuerdo desde hacía años. Con una breve llamada a Butch Carrington, de Boston, solucionó su transporte rumbo al Norte. Butch dijo que le tendría un Cadillac listo, con el depósito lleno. Viajaría a lo grande, sin ningún cliente fastidioso sentado en el asiento trasero que le envenenara con su enorme cigarro y preguntara dónde podían encontrarse mujeres, cocaína o ambas cosas.

A lo grande, sí —pensó—. Para viajar a lo grande, tendrías que hacerlo en una carroza fúnebre. Pero no te preocupes, Eddie: así es, probablemente, como volverás si queda algo de ti que puedan recoger.

—¿Eddie?

Nueve y veinte. Tiempo de sobra para hablar con ella, para mostrarse amable. Ah, pero habría sido mejor que aquello hubiese sucedido la noche en que Myra salía para jugar al whist. Entonces él habría podido irse sigilosamente dejando una nota bajo uno de los imanes que había en la puerta de la nevera (era en la puerta de la nevera donde ponía todas las notas para Myra, pues allí no dejaba de verlas). Marcharse así, como un fugitivo, no estaba bien, pero aquello era todavía peor. Era como tener que abandonar el hogar otra vez. Y aquello le había resultado tan difícil que se había visto obligado a repetirlo tres veces.

A veces, el hogar está donde está el corazón —pensó Eddie, al azar—. Eso creo. Bobby Frist decía que el hogar es ese sitio donde, cuando tenemos que volver, están obligados a recibirnos. Por desgracia, es también el sitio donde, cuando estamos allí, no quieren dejarnos salir.

De pie en lo alto de la escalera, momentáneamente detenido, lleno de miedo, sibilante la respiración en el tubo capilar al que se había reducido su garganta, contempló a su sollozante esposa.

—Acompáñame a la planta baja y te diré lo que pueda —dijo.

Dejó sus dos maletas en el vestíbulo, junto a la puerta. En ese momento recordó algo más… Mejor dicho, se lo recordó el fantasma de su madre que había muerto hacía varios años, pero que aún le hablaba mentalmente con frecuencia.

Sabes que, cuando te mojas los pies, siempre te resfrías, Eddie. Tú no eres como los otros: tienes un organismo muy débil, debes ser cuidadoso. Por eso debes usar siempre las botas de goma cuando llueve.

En Derry llovía mucho.

Eddie abrió el armario del vestíbulo, sacó las botas de goma del gancho que las sostenía con su limpia bolsa de plástico y las puso en la maleta.

Así me gusta, Eddie.

Había estado mirando la tele con Myra cuando una montaña le cayó encima. Eddie fue al comedor y presionó el botón que bajaba la pantalla de su MuralVision. Tomó el teléfono y pidió un taxi. El empleado le dijo que tardaría unos quince minutos. Eddie le contestó que no había problemas.

Después de colgar, cogió el inhalador que había sobre el costoso equipo Sony. Gasté mil quinientos dólares en un equipo de sonido que es una obra de arte, para que Myra no se perdiera una sola nota de su Barry Manilow y sus «Grandes Éxitos», pensó. De inmediato sintió una oleada de remordimientos. Eso no era justo y él lo sabía muy bien. Myra estaba tan satisfecha con sus viejos discos rayados como con el nuevo equipo de discos compactos, tal como había sido muy feliz en la pequeña casa de Queens, con sus cuatro habitaciones, y habría podido seguir allí hasta que ambos envejecieran (en verdad, ya había algo de nieve en la montaña de Eddie Kapsbrak). Si él había comprado ese equipo de lujo era por la misma razón que lo había hecho adquirir esa casona de Long Island, donde los dos repiqueteaban como dos guisantes olvidados en la lata: porque sus medios se lo permitían y porque era un modo de apaciguar la voz de su madre, suave, asustada, con frecuencia aturdida, siempre implacable. Eran maneras de decir: ¡Lo logré, mamá! Mira todo esto. ¡Lo logré! Ahora, por el amor de Dios, ¿quieres callarte un poco?

Eddie se puso el inhalador en la boca y, como un suicida, apretó el gatillo. Una nube de horrible gusto a regaliz se abrió camino, hirviendo, por su garganta. Eddie respiró profundamente. Sintió que se volvían a abrir canales ya casi cerrados. Se alivió la presión en su pecho. Y súbitamente volvió a oír en su mente, voces espectrales.

—¿No recibió la nota que le envié?

—La recibí, señora Kaspbrak, pero…

—Bueno, por si no sabe leer, entrenador, permítame que se lo diga personalmente. ¿Me escucha?

—Señora Kaspbrak…

—Muy bien. Aquí va, con toda claridad. ¿Listo? Mi Eddie no puede asistir a las clases de educación física. Repito: NO PUEDE dar educación física. Eddie es muy delicado. Si corre o salta…

—Señora Kaspbrak, en los archivos de mi oficina tengo los resultados del último examen físico de Eddie. Así lo exige el Estado. Dice que Eddie es algo pequeño para su edad, pero absolutamente normal en todo lo demás. Por eso llamé a su médico de cabecera, sólo para asegurarme, y él me confirmo…

—¿Me está tratando de mentirosa, entrenador Black? ¿Es eso lo que quiere decir? ¡Bueno, aquí lo tiene! Aquí está Eddie, a mi lado. ¿Oye cómo respira? ¿LO OYE?

—Mamá…, por favor… estoy bien…

—Eddie, parece mentira. Te he enseñado mejores modales. No interrumpas a los mayores.

—Lo oigo, señora Kaspbrak, pero…

—¿De veras? ¡Bien! ¡Pensé que era sordo! Parece un camión subiendo una cuesta en primera, ¿no? Y si eso no es asma…

—Mamá, no me…

—Calla, Eddie, no vuelvas a interrumpirme. Si eso no es asma, entrenador Black, yo soy la reina Isabel.

—Señora Kaspbrak, cuando Eddie asiste a las clases de educación física, con frecuencia se le ve muy feliz y contento. Le encantan los deportes y corre a bastante velocidad. En mi conversación con el doctor Baynes surgió la palabra psicosomático. Quizá usted no haya tenido en cuenta la posibilidad de que…

¿… de que mi hijo esté loco? ¿Es eso lo que trata de decir? ¿TRATA DE DECIR QUE MI HIJO ESTÁ LOCO?

—No, pero…

—Es delicado.

—Señora Kaspbrak…

—Mi hijo es muy delicado.

—Señora Kaspbrak, el doctor Baynes confirmó que no ha hallado nada en absoluto…

… en la parte física —concluyó Eddie.

El recuerdo de aquel humillante enfrentamiento, su madre aullando ante el entrenador en el gimnasio de la escuela primaria de Derry, mientras él jadeaba y se ruborizaba a su lado, y los otros chicos se agrupaban en derredor de un cesto para mirar, había vuelto a él esa noche, por primera vez en muchos años. Tampoco era el único recuerdo que la llamada de Mike Hanlon le devolvería, sin duda. Sentía que muchos otros, igualmente malos o aun peores, se amontonaban y pujaban como compradores en una liquidación. Pero pronto cedería el amontonamiento y entrarían todos. De eso estaba bien seguro. ¿Y qué encontrarían a la venta? ¿Su cordura? Tal vez, a mitad de precio, «estropeada por humo y agua». «Liquidamos todo».

—… nada en absoluto en la parte física —repitió. Aspiró profundamente, estremecido, y se guardó el inhalador en el bolsillo.

—Eddie —suplicó Myra—, por favor, ¡dime de qué se trata!

Los surcos de lágrimas le brillaban en las mejillas regordetas. Sus manos se retorcían incansablemente, como un par de rosados y lampiños animales al jugar. Cierta vez, poco antes de proponerle casamiento, Eddie había tomado la fotografía de Myra para ponerla junto a la de su madre, fallecida de un ataque al corazón a la edad de sesenta y cuatro años. En el momento de su muerte, la madre de Eddie pesaba ya más de ciento ochenta kilos; ciento ochenta y uno y medio, exactamente. Por entonces se había convertido casi en un monstruo. Su cuerpo parecía hecho de tetas, panza y trasero, todo coronado por su cara macilenta, perpetuamente horrorizada. Pero la fotografía que puso junto a la de Myra había sido tomada en 1944, dos años antes del nacimiento de Eddie (Eras un bebé muy enfermizo —susurró la mamá espectral a su oído—. Muchas veces perdimos las esperanzas de que vivieras. En 1944 su madre era aún relativamente esbelta, con sus ochenta y un kilos.

Había hecho esa comparación, era de suponer, en un esfuerzo desesperado por no cometer un incesto psicológico. Miró la foto de su madre, la de Myra, nuevamente la de su madre.

Podrían haber pasado por hermanas. A tal punto llegaba el parecido.

Eddie contempló las dos fotografías, casi idénticas, y se prometió que no cometería esa locura. Sabía que los muchachos, en el trabajo, ya estaban haciendo bromas sobre Mr. Alfeñique y su esposa, pero ellos ignoraban lo peor. Tratándose de bromas y burlas, podía aceptarlas, pero ¿quería convertirse en el payaso de semejante circo freudiano? Ciertamente, no. Rompería con Myra. Lo haría con suavidad, porque ella era muy dulce, y tenía aún menos experiencia con los hombres que él con las mujeres. Y después, cuando ella hubiera desaparecido, por fin, tras el horizonte de su vida, quizá podría tomar esas lecciones de tenis en las que pensaba desde hacía tanto tiempo.

(… cuando Eddie viene a las clases de educación física, con frecuencia se le ve muy feliz y contento…)

O hacerse socio para nadar en la piscina del Plaza

(… le encantan los deportes…)

para no mencionar el gimnasio que acaban de inaugurar en la Tercera Avenida, al otro lado del garaje…

(Eddie corre rápido, corre bastante rápido cuando usted no está, corre bastante rápido cuando no hay nadie que le recuerde lo delicado que es y veo en su cara, señora Kaspbrak, que él sabe, aún con sólo nueve años, sabe, que el favor más grande que podría hacerse seria correr rápido para alejarse de usted, déjelo ir, señora Kaspbrak, déjelo CORRER…)

Pero al final se había casado con Myra. Al final, las viejas costumbres habían resultado demasiado fuertes. El hogar es el sitio donde, cuando tienes que volver, están obligados a encadenarte. Oh, habría podido castigar a garrotazos al fantasma de su madre. Habría sido difícil, pero estaba seguro de poder hacerlo, si con eso hubiera bastado. Fue la misma Myra quien acabó por inclinar la balanza del lado opuesto al de la independencia. Myra lo había condenado con solicitud, lo había inmovilizado con su preocupación, lo había encadenado con su dulzura. Myra, como su madre, había captado la verdad definitiva y fatal de su carácter: Eddie era delicado porque algunas veces sospechaba que no era delicado en absoluto. Eddie necesitaba que lo protegieran de sus propios oscuros atisbos de posible valentía.

En días de lluvia, Myra siempre sacaba sus botas de goma de la bolsa de plástico y las ponía junto al perchero ante la puerta. Todas las mañanas, junto a su plato de tostadas integrales sin mantequilla, había un bol cuyo contenido, a primera vista, podía pasar por cereal multicolor para niños; mirando mejor, uno habría descubierto todo un catálogo de vitaminas, la mayor parte de las cuales iban en el bolso de Eddie. Myra, como mamá, comprendía y eso no había dejado ninguna alternativa. Siendo joven y soltero, había abandonado tres veces a su madre; sólo para regresar otras tres veces. Más adelante, pasados cuatro años de la muerte de su madre (había fallecido en su apartamento, bloqueando la puerta de entrada a tal punto que los de la ambulancia, llamados por los vecinos al oír el monstruoso golpe provocado por la caída, tuvieron que entrar por la puerta de servicio, cerrada con llave), Eddie volvió al hogar por cuarta y última vez. Al menos, él creyó entonces que era la última —a casa con la tartana; a casa, a casa con Myra la marrana—. Era una marrana, en verdad, pero una marrana dulce, y él la amaba; por eso, al fin de cuentas, no tuvo la menor oportunidad. Ella lo había atraído con esa fatal, hipnótica mirada viperina de la comprensión.

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