Eso plantea algunas preguntas interesantes (y, por lo que yo sé, de vital importancia). Por ejemplo: ¿qué come Eso, en realidad? Sé que algunos de los niños han sido comidos en parte; al menos, presentan marcas de mordiscos. Pero tal vez somos nosotros los que lo impulsamos a hacer eso. A todos se nos ha enseñado, desde la más temprana infancia, que eso hacen los monstruos cuando nos sorprenden en lo profundo del bosque: comernos. Es, quizá, lo peor que podemos concebir. Pero en verdad es la fe lo que alimenta a los monstruos, ¿no? Me veo llevado irresistiblemente a esta conclusión: el alimento puede ser vida, pero la fuente del poder es la fe, no la comida. ¿Y quién más capaz de un acto de fe absoluta que un niño?
Pero aquí se presenta un problema: los niños crecen. En la iglesia, el poder se perpetúa y se renueva mediante actos periódicos rituales. En Derry, el poder también parece perpetuarse y renovarse mediante ritos periódicos. ¿Es posible que Eso se proteja a sí mismo por el simple hecho de que, al convertirse los niños en adultos, se vuelvan incapaces de tener fe o queden tullidos por una especie de artritis espiritual e imaginativa?
Sí, creo que ahí está el secreto. Y si hago esas llamadas, ¿cuánto recordarán mis amigos? ¿Cuánto creerán? ¿Lo suficiente como para terminar de una vez por todas con este horror, o sólo para venir a su muerte? Los están llamando: eso lo sé. Cada asesinato de este nuevo ciclo ha sido una llamada. Dos veces estuvimos a punto de matarlo y al final lo hicimos huir por su madriguera de túneles y moradas malolientes bajo la ciudad. Creo, sin embargo, que Eso conoce otro secreto: aunque quizá sea inmortal (o casi), nosotros no lo somos. Le bastaría con esperar a que el acto de fe que nos hizo potenciales matadores de monstruos, además de fuentes de poder, se hiciese imposible. Veintisiete años. Tal vez para Eso ha sido un período de sueño, tan breve y reparador como una siesta para nosotros. Y cuando Eso despierta, es igual que antes. Para nosotros, en cambio, ha pasado la tercera parte de nuestra vida. Nuestras perspectivas se han estrechado; nuestra fe en la magia, que hacía de la magia algo posible, se ha perdido como el brillo en un par de zapatos nuevos después de un día entero de duras caminatas.
¿Por qué nos llama? ¿Por qué no nos deja morir? Porque estuvimos a punto de matarlo, porque lo atemorizamos, según creo. Porque quiere venganza.
Y ahora, ahora que ya no creemos en los Reyes Magos ni en la cigüeña ni en Hansel y Gretel, ni en el duende bajo el puente, ahora está listo para recibirnos. Venid —dice—. Volved, terminad la labor que debíais hacer en Derry. ¡Traed vuestras bolitas y vuestros yo-yos! ¡Vamos a jugar! ¡Volved y veremos si recordáis la cosa más sencilla de todas: cómo es ser niños, seguros en la fe y, por lo tanto, temerosos de la oscuridad!
En eso, al menos, alcanzo una puntuación de mil por ciento: estoy asustado. Horriblemente asustado.
Quinta parte
EL RITO DE CHÜD
No ha de hacerse.
Las goteras han podrido el telón.
La trama está deshecha.
Libra a la carne de la máquina,
no construyas más puentes.
¿Por qué aire volarás para unir los continentes?
Deja que las palabras caigan de cualquier manera
para que puedan tropezar de improviso con el amor.
Será un reconocimiento extraordinario.
Quieren rescatar demasiado,
la inundación ha hecho su trabajo.
WILLIAMS CARLOS WILLIAMS, Paterson
Mira y recuerda. Mira esta tierra,
lejos, lejos, a través de las fábricas y de la hierba.
Seguramente, seguramente te dejarán pasar.
Habla entonces, e interroga al barro y a los bosques.
¿Qué oyes? ¿Cuál es la orden de la tierra?
La tierra está ocupada; éste no es tu hogar.
KARL SHAPIRO, Travelogue for Exiles
XIX. EN LAS VIGILIAS DE LA NOCHE
1
Biblioteca Pública de Derry, 1.15 h.
Cuando Ben Hanscom terminó la historia de los balines de plata, los otros quisieron seguir hablando, pero Mike les dijo que debían dormir.
—Por hoy ya habéis tenido bastante —dijo.
Pero era Mike el que parecía exhausto. Su rostro estaba ojeroso. Beverly tuvo la impresión de que se sentía físicamente mal.
—Pero no hemos terminado —dijo Eddie—. ¿Y el resto? Aún no recuerdo…
—Mike tiene r-r-razón —replicó Bill—. Ya lo recordaremos. O no recordaremos nada. Yo creo que sí. Y ya hemos record-d-dado todo lo que hacía falta.
—¿O todo lo que nos conviene? —sugirió Richie.
Mike asintió.
—Mañana volveremos a reunirnos. —Echó un vistazo al reloj—. Es decir, hoy, más tarde.
—¿Aquí? —preguntó Beverly.
Mike negó lentamente con la cabeza.
—Sugiero que nos reunamos en Kansas Street, donde Bill solía esconder la bicicleta.
—Iremos a Los Barrens —dijo Eddie. Y de pronto se estremeció.
Mike volvió a asentir.
Hubo un momento de silencio mientras todos se miraban. Por fin, Bill se levantó. Los otros lo imitaron.
—Quiero que todos vosotros vayáis con cuidado el resto de la noche —dijo Mike—. Eso ha estado aquí, puede estar dondequiera que estéis. Pero esta reunión me ha hecho sentir mejor. —Miró a Bill—. Aún creo que se puede hacer. ¿Y tú, Bill?
—Sí, yo también pienso que se puede.
—Y Eso también ha de saberlo —agregó Mike—. Hará todo lo que pueda para volver las posibilidades a su favor.
—¿Qué hacemos si se presenta? —preguntó Richie—. ¿Nos tapamos la nariz, damos tres vueltas con los ojos cerrados y pensamos cosas buenas? ¿Le arrojamos algún polvo mágico a la cara? ¿Cantamos viejas canciones de Elvis Presley? ¿Qué?
Mike sacudió la cabeza.
—Si pudiese deciros eso no habría ningún problema, ¿verdad? Sólo sé que existe otra fuerza (al menos existía cuando éramos niños) que quiso mantenernos vivos para que nos ocupáramos de Eso. Tal vez aún existe. —Se encogió de hombros. Era un gesto cansado—. Temía que dos o tres de vosotros no os presentarais a esta reunión. Por haber desaparecido o muerto. El veros a todos aquí me renueva la esperanza.
Richie consultó su reloj.
—Una y cuarto. Cómo vuela el tiempo cuando uno se divierte, ¿no, Parva?
—Bip-bip, Richie —dijo Ben, con una sonrisa desteñida.
—¿Quieres volver al ho-ho-hotel conmigo, Beverly? —propuso Bill.
—De acuerdo.
Se estaba poniendo el abrigo. La biblioteca parecía ahora muy silenciosa, llena de sombras; daba miedo. Bill sintió que los dos últimos días le caían encima de pronto amontonándose sobre la espalda. Si hubiese sido sólo cansancio, no habría importado, pero había más que eso: la sensación de estarse volviendo loco, soñando, sufriendo alucinaciones paranoicas. La sensación de ser observado. Tal vez ni siquiera estoy aquí —pensó—. Tal vez estoy en el asilo para lunáticos del doctor Seward, con la casa desvencijada del conde en la puerta de al lado y Renfield al otro lado del pasillo; él con sus moscas, yo con mis monstruos, los dos seguros de que la fiesta continúa y vestidos de punta en blanco, no con esmoquin sino con camisa de fuerza.
—¿Y tú, Ri-Richie?
El disc-jokey meneó la cabeza.
—Voy a dejar que Parva y Kaspbrack me lleven a casa —dijo—. ¿Os parece bien, chicos?
—Claro —dijo Ben.
Echó un vistazo a Beverly, que estaba de pie junto a Bill, y sintió un dolor casi olvidado. Un recuerdo nuevo tembló casi a su alcance, pero se alejó flotando.
—¿Y tú, M-m-mike? ¿Quieres venir con Bev y c-c-conmigo?
Mike negó con la cabeza.
—Tengo que…
Fue entonces cuando Beverly soltó un alarido, un sonido muy agudo en la quietud de la biblioteca. La cúpula lo recibió y los ecos fueron como la risa de las hadas traviesas aleteando a su alrededor.
Bill se volvió hacia ella. Richie dejó caer su chaqueta, que había tomado del respaldo de la silla. Se oyó un estruendo de vidrios rotos: Eddie había hecho caer, con el brazo, una botella de ginebra vacía.
Beverly retrocedía, con las manos tendidas y la cara tan blanca como papel de buena calidad. Sus ojos, hundidos en las órbitas amoratadas, estaban muy dilatados.
—¡Mis manos! —gritó—. ¡Mis manos!
—¿Qué…? —Y entonces Bill vio la sangre que chorreaba lentamente entre los dedos estremecidos de la mujer. Quiso acercarse, pero súbitas líneas de dolor le cruzaron las manos. No era un dolor agudo, sino el que a veces se siente en una vieja herida cicatrizada.
Las antiguas cicatrices de sus palmas, las que habían reaparecido en Inglaterra, estaban abiertas y sangrando. Miró a un lado y vio que Eddie Kaspbrak contemplaba estúpidamente sus propias manos, también sangrantes. Lo mismo ocurría con Mike, Richie y Ben.
—Estamos en esto hasta el final, ¿no? —dijo Beverly. Estaba llorando, y ese ruido también se agigantaba en el vacío de la biblioteca. El edificio mismo parecía llorar con ella. Bill pensó que, si debía escuchar eso por mucho tiempo más, acabaría por volverse loco—. Que Dios nos ayude: estamos en esto hasta el final.
Sollozó y una gota de moco le colgó de la nariz. Se la enjugó con una mano estremecida. Otro poco de sangre cayó al suelo.
—¡Rá-rá-rápido! —exclamó Bill y tomó a Eddie de la mano.
—¿Qué…?
—¡Rápido!
Alargó la otra mano. Después de un instante, Beverly se la cogió sin dejar de llorar.
—Sí —dijo Mike. Parecía aturdido, casi drogado—. Sí, está bien, ¿verdad? Está volviendo a empezar, ¿no es así, Bill? Todo vuelve a empezar.
—S-s-sí, creo qu-que sí.
Mike cogió la mano de Eddie. Richie sujetó la libre de Bev. Por un momento, Ben se limitó a mirarlos. Después, como si estuviera soñando, tendió las manos ensangrentadas a cada lado y se acercó a Mike y Richie. El círculo se cerró.
(Ah, Chüd, esto es el Rito de Chüd y la Tortuga no puede ayudarnos).
Bill trató de gritar, pero no emitió sonido alguno. Vio que la cabeza de Eddie caía hacia atrás, con los tendones del cuello muy salientes. Bev dio dos golpes de cadera, feroces, como en un orgasmo breve y áspero como un disparo de pistola. Mike movía extrañamente la boca, como si riera e hiciera muecas de dolor, todo al mismo tiempo. En el silencio de la biblioteca las puertas se abrieron y se cerraron con estruendo. En la hemeroteca, las revistas volaron en un huracán sin viento. En la oficina de Carole Danner, el ordenador IBM cobró vida y escribió:
castigaexhausto
elpostetoscoy
rectoeinsisteinfaustoque
havistoalosespectroscastigaexh
La bola se trabó. La máquina emitió un chisporroteo y un fuerte eructo electrónico con todos los circuitos sobrecargados. En la estantería alta, el sector de libros de ocultismo cayó súbitamente, desparramando por doquier a Edgar Cayce, Nostradamus, Charles Fort y la Apócrifa.
Bill sentía un poder exaltado. Apenas notó que tenía una erección y que todos los cabellos de su cabeza se erguían como electrizados. La sensación de fuerza, en el círculo cerrado, era increíble.
Todas las puertas de la biblioteca se cerraron al unísono.
El reloj de péndulo, tras el escritorio de recepción, dio una campanada. De pronto, aquello desapareció como si alguien hubiese cortado la corriente.
Dejaron caer las manos mirándose unos a otros, aturdidos. Nadie dijo nada. Al menguar aquella sensación de potencia, Bill experimentó un horrible presentimiento de fatalidad. Contempló las caras pálidas y tensas de sus compañeros; se miró las manos. Las tenía manchadas de sangre, pero las heridas que Stan Uris había abierto en agosto de 1958 con un trozo de botella, habían vuelto a cerrarse dejando sólo unas líneas blancas, torcidas como cepas. Pensó: Aquélla fue la última vez que estuvimos los siete juntos: el día en que Stan nos hizo estos cortes, en Los Barrens. Stan no está aquí; ha muerto. Y ésta es la última vez que los seis estaremos juntos. Lo sé, lo presiento.
Beverly se apretaba contra él, temblando. Bill la rodeó con un brazo. Todos lo miraban, con ojos enormes y brillantes en la penumbra. La mesa larga a la que se habían sentado, sembrada de botellas vacías, copas y ceniceros desbordantes, era un islote de luz.
—Basta ya —dijo Bill, con voz ronca—. Suficiente por una noche. Dejaremos el baile de gala para otro día.
—Me he acordado —dijo Beverly. Levantó hacia Bill sus ojos enormes, sus mejillas pálidas y mojadas—. Me he acordado de todo. De cuando mi padre descubrió que jugaba con vosotros. De la huida. De Bowers, Criss y Huggins. De cómo corrí. El túnel, los pájaros… Eso… Lo recuerdo todo…
—Sí —dijo Richie—. Yo también.
Eddie asintió:
—La estación de bombeo…
—…y que Eddie… —dijo Bill.
—Id a acostaros —recomendó Mike—. Descansad un poco. Es tarde.