It (Eso) – Stephen King

Al terminar su segunda jarra de cerveza, Heroux se disculpó ante Thoroughgood, recogió su hacha y se acercó a la mesa donde los hombres de Mueller jugaban al póquer. Y entonces empezó a talar.

Floyd Calderwood acababa de servirse una copa de whisky barato y estaba dejando la botella en la mesa cuando Heroux le amputó la mano a la altura de la muñeca. Calderwood se miró la mano y gritó: aún sostenía la botella, pero sólo estaba sujeta a tendones y venas que pendían. Por un momento, la mano amputada apretó la botella con más fuerza; luego cayó en la mesa como una araña muerta. La sangre brotaba a borbotones de la muñeca.

En el bar, alguien pidió más cerveza; otro preguntó al cantinero, que se llamaba Jonesy, si aún se teñía el pelo.

—Nunca me lo he teñido —dijo Jonesy, malhumorado porque estaba muy orgulloso de su pelo.

—En la casa de Mamá Courtney, una puta me dijo que alrededor de la polla tienes el pelo blanco como la nieve —le dijo el mismo tipo.

—Pues miente —replicó Jonesy.

—Bájate los pantalones y enséñanos —repuso un leñador llamado Falkland, con quien Egbert Thoroughgood había estado compartiendo copas hasta la llegada de Heroux. Eso provocó una risa general.

Detrás de ellos, Floyd Calderwood chillaba. Unos pocos de los hombres reclinados contra el mostrador echaron un vistazo a tiempo de ver que Claude Heroux sepultaba su enorme hacha en la cabeza de Tinker McCutcheon. Tinker era un hombre de barba negra que empezaba a encanecer. Se levantó a medias con la sangre chorreándole por la cara y volvió a sentarse. Heroux le arrancó el hacha del cráneo. Tinker empezó a levantarse otra vez y Heroux descargó el hacha de lado, clavándosela en la espalda. Según Thoroughgood, hizo el mismo ruido que un saco de ropa sucia arrojado en una alfombra. Tinker cayó sobre la mesa y las cartas le saltaron de la mano.

Los otros jugadores aullaban. Calderwoood, sin dejar de chillar, trataba de levantar su mano derecha con la izquierda mientras la vida se le escapaba en un chorro por la muñeca cortada. Stugley Grenier tenía una pistola colgada del hombro debajo de la chaqueta y estaba buscándola a tientas sin el menor éxito. Eddie King trató de levantarse y cayó de espaldas. Antes de que pudiese incorporarse, Heroux estaba de pie ante él, con un pie a cada lado de su cuerpo y balanceando el hacha sobre su cabeza. King gritó y levantó ambas manos para protegerse.

—¡Por favor, Claude, me casé el mes pasado! —gritó King.

Descendió el hacha: su cabeza desapareció casi por completo en la amplia barriga de King. La sangre salpicó hasta el techo. Eddie empezó a arrastrarse por el suelo. Claude le sacó el hacha, tal como un buen leñador la arrancaría de un árbol blando, meciéndola atrás y adelante para aflojar la adherencia de la madera esponjosa. Cuando la liberó, la alzó sobre su cabeza. Volvió a descargarla y Eddie King dejó de gritar. Pero Claude Heroux no había terminado con él; se dedicó a cortar a King como si estuviese cortando leña para la estufa.

En el mostrador, la conversación se había desviado hacia el clima. Se discutía cómo sería el invierno venidero. Vernon Stanchfield, granjero de Palmyra, aseguraba que iba a ser templado. Su teoría era que la lluvia de otoño agota la nieve de invierno. Alfie Naugler, que tenía una granja en el camino de Naugler a la altura de Derry (ya ha desaparecido; la prolongación de la autopista interestatal pasa ahora por el sitio donde él cultivaba sus guisantes y judías), se permitió estar en desacuerdo. Alfie aseguraba que el invierno venidero sería una congeladora, pues había visto hasta ocho anillos en algunas orugas peludas, número increíble, según decía. Otro hombre vaticinaba hielo; un cuarto, lodo. No dejaron de recordar la Ventisca del Año Uno. Jonesy enviaba por el mostrador, patinando, jarras de cerveza y escudillas con huevos duros. Por detrás de ellos seguía el griterío y la sangre manaba en ríos.

A estas alturas de mi interrogatorio, apagué la grabadora y pregunté a Egbert Thoroughgood:

—¿Cómo pudo ocurrir eso? ¿Quieres decir que ustedes no sabían lo que pasaba, que lo sabían pero dejaron que ocurriese, o qué?

Thoroughgood hundió el mentón en el último botón de su chaleco, manchado de comida. Sus cejas se unieron. El silencio de su habitación, pequeña, atestada y con olor a medicinas, se prolongó tanto que estuve a punto de repetir la pregunta. En ese momento, él respondió:

—Lo sabíamos. Pero no nos importaba, en cierto modo. Era como la política. Sí, eso: como la política municipal. Es mejor dejar que se encarguen de eso los que entienden de política; y de los negocios, los que entienden de negocios. Esas cosas siempre resultan mejor si los trabajadores no se meten.

—¿Acaso está hablando del destino, de la fatalidad, y no se atreve a hacerlo directamente? —le espeté, con brusquedad.

La pregunta me brotó como si me la arrancasen. Por cierto, no esperaba que el anciano, lento e iletrado, respondiese… pero lo hizo sin inmutarse.

Ayuh —confirmó—. Puede que sí.

Mientras los hombres, ante el mostrador, seguían hablando del clima, Claude Heroux talaba y talaba. Stugley Grenier había logrado, por fin, sacar su pistola. El hacha descendía para golpear otra vez a Eddie King, quien por entonces ya estaba hecho pedazos. La bala disparada por Grenier dio en la cabeza del hacha y rebotó con una chispa y un gemido.

El Katook se puso de pie y empezó a retroceder. Aún sostenía el mazo de cartas que había estado repartiendo; los naipes se desprendían y aleteaban hasta el suelo. Claude lo siguió. El Katook tendió las manos. Stugley Grenier disparó nuevamente, pero la bala pasó a tres metros de Heroux.

—Basta, Claude —dijo el Katook. Según contó Thoroughgood, parecía estar tratando de sonreír—. Yo no estaba con ellos. No me mezclé en eso para nada.

Heroux se limitó a gruñir.

—Yo estaba en Millinocket —dijo el Katook. Su voz empezó a elevarse hacia el grito—. ¡Estaba en Millinocket, te lo juro por mi madre! ¡Si no me crees, preguntaaaa!

Claude levantó el hacha que goteaba. El Katook esparció el resto de las cartas en su propia cara. El hacha descendió, silbando. El Katook agachó la cabeza y el arma se enterró en el entablado que constituía la parte posterior del «Dólar Soñoliento». El perseguido trató de correr. Claude arrancó el hacha de la pared y la clavó entre sus tobillos. El Katook cayó, despatarrado. Stugley Grenier volvió a disparar, esta vez con un poco más de suerte. Había apuntado a la cabeza del loco, pero la bala dio en la parte carnosa del muslo.

Mientras tanto, el Katook se arrastraba apresuradamente hacia la puerta, con el pelo colgándole en la cara. Heroux blandió el hacha otra vez, bramando y balbuceando. Un momento más tarde, la cabeza cortada de el Katook rodaba por el suelo lleno de serrín con la lengua ridículamente asomada entre los dientes. Se detuvo junto a la bota de un leñador llamado Varney que había pasado la mayor parte del día en el Dólar y estaba, por entonces, tan exquisitamente borracho que no hubiese podido decir si estaba en tierra firme o en el mar. Varney apartó la cabeza de un puntapié sin molestarse en mirar de qué se trataba y aulló pidiendo otra cerveza.

El Katook se arrastró un metro más, manando sangre por el cuello en un chorro a alta presión, antes de darse cuenta de que estaba muerto. Sólo quedaba Stugley. Heroux giró hacia él, pero el otro había corrido hacia el retrete y la puerta ya estaba cerrada con llave.

Heroux se abrió paso a golpes de hacha, aullando y delirando en balbuceos; de la boca le chorreaban hilos de baba. Cuando pudo entrar, Stugley había desaparecido, aunque ese cuartito frío y húmedo carecía de ventanas. Heroux se estuvo quieto un momento, con la cabeza gacha, untados de sangre los poderosos brazos. De pronto, con un bramido, levantó la tapa de la letrina. Tuvo tiempo de ver que las botas de Stugley desaparecían bajo la tabla mellada que servía de zócalo. Stugley Grenier bajó a grandes gritos por Exchange Street, bajo la lluvia, cubierto de excrementos de pies a cabeza, gritando que lo asesinaban. Fue el único que sobrevivió a la matanza del «Dólar Soñoliento», pero después de haber escuchado por tres meses las bromas sobre su método de huida, abandonó definitivamente la zona de Derry.

Heroux salió del retrete y quedó allí, como el toro después de atacar, con la cabeza baja y el hacha colgando delante de él. Jadeaba y resoplaba. Estaba cubierto de sangre y de trozos de carne de la cabeza a los pies.

—Cierra la puerta, Claude, que ese cubo de mierda apesta —pidió Thoroughgood.

Claude dejó caer el hacha e hizo lo que se le pedía. Se acercó a la mesa sembrada de naipes donde sus víctimas habían estado jugando. En el trayecto, apartó una de las piernas amputadas de Eddie King. Luego se limitó a ocultar la cara entre los brazos. En el mostrador seguían las conversaciones. Cinco minutos después empezaron a llegar más parroquianos, entre ellos tres o cuatro ayudantes del comisario (el que estaba a cargo era el padre de Lal Machen; cuando vio aquél desastre sufrió una crisis cardiaca y hubo que llevarlo al consultorio del doctor Shratt). Detuvieron a Claude Heroux. Cuando se lo llevaron iba con docilidad, más dormido que despierto.

Esa noche, en todos los bares de las calles Exchange y Baker resonaba la noticia de la matanza. Se empezó a acumular una especie de furia justiciera, de la que sienten los borrachos. Cuando cerraron los bares, más de setenta hombres se encaminaron hacia la cárcel y los tribunales con antorchas y linternas. Algunos llevaban pistolas; otros, hachas o picas.

El comisario del condado no volvería de Bangor hasta que llegase la diligencia de mediodía y Goose Machen estaba en el consultorio del doctor Shratt con un ataque cardíaco. Los dos ayudantes que montaban guardia en la oficina, jugando a las cartas, oyeron llegar a la multitud y huyeron. Los ebrios irrumpieron allí y se llevaron a rastras a Claude Heroux. Él no protestó mucho. Parecía aturdido.

Lo llevaron en volandas, como a un héroe de fútbol, por Canal Street, y lo ahorcaron de un viejo olmo que se inclinaba sobre el agua.

—Estaba tan aturdido que sólo soltó dos patadas —dijo Egbert Thoroughgood.

Según los registros de la ciudad, fue el único linchamiento que hubo en este sector de Maine. Y es casi innecesario decir que el Derry News no informó nada sobre el asunto. Muchos de los que habían seguido bebiendo, sin preocuparse, mientras Heroux hacía su trabajo en el «Dólar Soñoliento», formaron parte del grupo que le puso la corbata. Hacia medianoche, el humor general había cambiado.

Hice a Thoroughgood la última pregunta: si había visto a alguien a quien no conociese durante la violencia de ese día; alguien que le resultase extraño, fuera de lugar, curioso, hasta payasesco; alguien que hubiese estado bebiendo en el bar, esa tarde, y que tal vez hubiese participado en el linchamiento por la noche.

—Puede que sí —respondió Thoroughgood. Ya estaba cansado, decaído, listo para hacer su siesta—. Eso fue hace mucho tiempo. Muchísimo.

—Pero usted recuerda algo —dije.

—Recuerdo haber pensado que seguramente había feria en Bangor —dijo Thoroughgood—. Esa noche estuve bebiendo cerveza en el Balde de Sangre. El Balde de Sangre estaba a seis puertas del «Dólar Soñoliento». Allí había un tío…, bastante cómico, que hacía piruetas y malabarismo… con vasos… y monedas…, cómico, ya me entiende.

El mentón huesudo se hundía otra vez en el pecho. Iba a quedarse dormido allí mismo. En las comisuras de la boca, que tenía tantos pliegues y arrugas como jabón fruncido, empezó a burbujearle la saliva.

—Le he visto otras veces —continuó—. A lo mejor se divirtió tanto aquella noche… que decidió quedarse.

—Sí. Hace mucho tiempo que está por aquí —confirmé.

Su única respuesta fue un ronquido débil. Se había quedado dormido en su silla, junto a la ventana, con los medicamentos alineados en el dintel de la ventana como soldados de la ancianidad esperando órdenes. Apagué la grabadora y me quedé un momento mirándolo: un extraño viajero del tiempo, de 1890, que recordaba una época sin coches, sin luz eléctrica, sin aviones, sin estado de Arizona. Pennywise había estado allí, guiándolos por la senda hacia otro alegre sacrificio. Aquél, en septiembre de 1905, inició un gran período de terror que incluyó la explosión de Pascua en la fundición Kitchener, al año siguiente.

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