—Es lo único que usted puede pescar, señorrr —manifestó Richie, amistoso.
Y eso fue todo.
Ben seguía esperando que ese loco interludio de Neibolt Street tomase la tonalidad de los sueños. Retrocederá y se hará pedazos —pensaba—, como pasa con los sueños. Uno despierta jadeando y cubierto de sudor, pero quince minutos después ya no recuerda siquiera de qué trataba el sueño.
Pero eso no ocurrió. Todo lo ocurrido, desde el momento en que había entrado a duras penas por la ventana del sótano hasta el instante en que Bill había utilizado la silla de la cocina para romper una ventana para que pudiese salir, permanecían luminosa y claramente grabados en su memoria. Eso no había sido un sueño. La sangre coagulada en su pecho y en su barriga no era un sueño. Y no importaba que su madre pudiera verlo o no.
Por fin Beverly se levantó.
—Tengo que volver a casa —dijo—. Quiero cambiarme antes de que llegue mi madre. Si me ve con una camiseta de chico me matará.
—La va a matarrr, señorrita —concordó Richie—, pero lentamente.
—Bip-bip, Richie.
Bill la miraba con gravedad.
—Mañana te devuelvo la camiseta, Bill.
Él asintió, haciendo un ademán de la mano, para expresar que eso no tenía importancia.
—¿No tendrás problemas por llegar a tu casa así?
—No-no. Ap-p-penas mmme miran, en c-c-casa.
Ella asintió con la cabeza y se mordió el labio inferior. Era alta para su edad y simplemente hermosa.
—¿Y ahora, Bill?
—N-n-no sé.
—Esto no ha terminado, ¿verdad?
Bill sacudió la cabeza.
Ben dijo:
—Ahora nos perseguirá más que nunca.
—¿Más balines de plata? —inquirió ella.
El gordo descubrió que apenas podía sostenerle la mirada. Te amo, Beverly…, déjame siquiera eso. Puedes quedarte con Bill, con el mundo entero, con lo que te haga falta. Pero déjame eso, deja que te siga amando y creo que me bastará.
—No sé —dijo—. Podríamos, pero…
Dejó morir vagamente la voz, encogiéndose de hombros. No podía decir lo que sentía; por algún motivo, no lograba sacarlo a relucir: que era como estar en una película de monstruos, pero no del todo. La momia le había parecido diferente, de algún modo, de un modo que confirmaba su realidad esencial. Lo mismo podía decirse del hombre-lobo; él podía atestiguarlo porque lo había visto en un paralizante primer plano que ninguna película, ni siquiera tridimensional, había podido permitirle; había visto el destello pequeño, anaranjado y fogoso (como un pompón) de sus ojos verdes. Esas cosas eran… bueno, eran sueños convertidos en realidad. Y una vez que los sueños cobraban realidad, escapaban al poder del durmiente y eran cosas mortíferas, capaces de actuar con independencia. Los balines de plata habían dado resultado porque los siete estaban unificados en la creencia de que funcionarían. Pero no lo habían matado. Y la próxima vez, Eso se acercaría a ellos de otra forma, una forma sobre la que la plata no tuviese poder.
Poder, poder, pensó Ben, mirando a Beverly. Ya no era incorrecto: sus ojos se habían encontrado otra vez con los de Bill y ambos se miraban como si estuviesen perdidos. Fue sólo por un instante, pero a Ben se le hizo muy largo.
Todo se reduce siempre al poder. Yo amo a Beverly Marsh; por eso ella tiene poder sobre mí. Ella ama a Bill Denbrough, y entonces él tiene poder sobre ella. Pero creo… que él está empezando a amarla. Tal vez fue a causa de la cara de Bev cuando dijo que no podía remediar el ser chica. Tal vez fue por verle el pecho. Tal vez sólo por lo bonita que se ve cuando la luz le da de cierto lado, o por sus ojos, No importa. Pero si él comienza a amarla, Beverly tendrá poder sobre él. Superman tiene poder, excepto cuando hay kriptonita alrededor. Batman tiene poder, aunque no pueda volar ni ver a través de las paredes. Mi madre tiene poder sobre mí, y su jefe sobre ella. Todo el mundo tiene algo de poder… salvo, tal vez, los bebés y los niños.
Después pensó que hasta los bebés y los niños tenían poder, porque podían llorar hasta que uno hiciera algo para acallarlos.
—¿Ben? —preguntó Beverly, mirándolo—. ¿Te han comido la lengua los ratones?
—¿Eh? No. Estaba pensando en el poder. El poder de los balines.
Bill lo miró con atención.
—Me preguntaba de dónde salió ese poder —completó Ben.
—D-d-de… —comenzó Bill.
Pero cerró la boca. A su cara subió una expresión pensativa.
—Bueno, tengo que marcharme —dijo Beverly—. Ya nos veremos, ¿eh?
—Por supuesto —dijo Stan—. Ven mañana sin falta. Vamos a romperle a Eddie el otro brazo.
Todos rieron. Eddie fingió arrojar su inhalador contra el bromista.
—Bueno, hasta mañana —dijo Beverly.
Y se impulsó para salir del agujero.
Al mirar a Bill, Ben notó que no participaba en la risa. Aún tenía la misma expresión pensativa y el gordo comprendió que habría que llamarlo dos o tres veces antes de que respondiera. Sabía también en qué pensaba su amigo. Él también pensaría mucho en eso, en los días venideros. No constantemente, no. Había ropa que tender a secar por cuenta de su madre, juegos de cogerse y de pistoleros en Los Barrens y, durante un período lluvioso, en los cuatro primeros días de agosto, los siete se dedicarían como enloquecidos a jugar al parchís en la casa de Richie Tozier. Su madre le anunciaría que Pat Nixon, en su opinión, era la mujer más bonita de Norteamérica, y quedaría horrorizada cuando Ben optara por Marilyn Monroe (exceptuando el pelo, le encontraba parecido con Bev). Tendría tiempo para comer todos los frankfurts y las golosinas que le cayeran a mano y para sentarse en el porche trasero a leer Lucky Starr y las lunas de Mercurio. Tendría tiempo para todas esas cosas mientras cicatrizaba la herida de su vientre y empezaba a picar. Porque la vida, a los once años, continuaba siempre. Y a los once años, aunque fueses inteligente y capaz, no había mucho sentido de la perspectiva. Ben podría vivir con lo ocurrido en la casa de Neibolt Street. Después de todo, el mundo estaba lleno de maravillas.
Pero había momentos extraños en que sacaba a relucir las preguntas y volvía a examinarlas. El poder de la plata, el poder de los balines, ¿de dónde viene un poder así? ¿De dónde viene el poder, cualquiera que sea? ¿Cómo se consigue? ¿Cómo se utiliza?
Le parecía que la vida de los siete podía depender de esas cuestiones. Una noche, al quedarse dormido, mientras la lluvia marcaba un compás adormecedor en el techo y contra las ventanas, se le ocurrió que había otra pregunta, quizá la única pregunta. Eso tenía una forma real; él había estado a punto de verla. Ver la forma era ver el secreto. ¿Valía eso también para el poder? Quizá sí. Pues ¿acaso no era cierto que el poder, como Eso, cambiaba de forma? Era un bebé llorando en la noche, era una bomba atómica, era un balín de plata, era el modo en que Beverly miraba a Bill y el modo en que Bill le devolvía la mirada.
¿Qué era el poder, a fin de cuentas?
12
En las dos semanas siguientes no ocurrió nada de importancia.
DERRY:
EL CUARTO INTERLUDIO
Tienes que perder
No puedes ganar constantemente.
Tienes que perder
No puedes ganar constantemente, ¿qué te dije?
Lo sé, bonita,
Veo venir los problemas por la senda.
JOHN LEE HOOKER
You Got to Lose
6 de abril de 1985
Os diré una cosa, amigos y vecinos: esta noche estoy borracho. Borracho como una cuba de whisky barato. Fui al bar de Wally y allí empecé; después fui al almacén Main Street, media hora antes de que cerraran, y compré una botella. Ya sé lo que me espera: el que bebe barato por la noche, lo paga caro por la mañana. Y aquí estoy, un negro borracho en una biblioteca pública ya cerrada, con este libro abierto delante de mí y la botella de Old Kentucky a la izquierda. «Di la verdad y que se avergüence el demonio», solía decir mi madre. Pero olvidó decirme que al jodido, la vergüenza no le quita la borrachera. Los irlandeses lo saben, pero ellos, por supuesto, son los negros blancos de Dios. Y quién sabe, quizá nos llevan un paso de ventaja.
Quiero escribir sobre la bebida y el demonio. ¿Te acuerdas de La isla del tesoro? El viejo lobo de mar: «¡Todavía ganaremos Jacky!». Y apuesto a que el viejo gilipollas se lo creía. Lleno de ron o de whisky barato, uno se cree cualquier cosa.
La bebida y el demonio. Muy bien.
A veces me entretengo pensando cuánto duraría si me decidiese a publicar parte de estas cosas que escribo a horas avanzadas de la noche. Si sacase a relucir los gatos encerrados que hay en los armarios de Derry. En esta biblioteca existe un Consejo de Dirección. Son once consejeros. Uno de ellos es un escritor de setenta años que hace dos sufrió un ataque y que ahora suele necesitar ayuda hasta para encontrar su nombre en la agenda impresa de cada reunión (y que a veces se le ha visto sacar grandes mocos secos de su peluda nariz para ponerlos cuidadosamente en sus orejas como quien protege sus ahorros en una caja fuerte). Otra es una mujer ambiciosa que llegó de Nueva York con su marido, un médico; habla sin cesar en un quejoso monólogo sobre lo provinciana que es Derry, donde nadie comprende LA EXPERIENCIA JUDÍA y donde hay que ir a Boston para comprar una falda que una pueda ponerse. La última vez que esa muñeca anoréxica me dirigió la palabra sin utilizar los servicios de un intermediario fue durante la fiesta que el Consejo organizó por Navidad, hace un año y medio. Había consumido una buena cantidad de ginebra y me preguntó si alguien, en Derry, comprendía LA EXPERIENCIA NEGRA. Yo, que también había consumido una buena cantidad de ginebra, le respondí: «Vea, señora Gladry, los judíos pueden ser un gran misterio, pero a los negros se los entiende en todo el mundo». Se le atragantó la bebida y giró en redondo tan bruscamente que se le vieron las bragas, bajo la falda al vuelo (no resultó muy interesante: yo habría preferido que fuese Carole Danner). Así terminó mi última conversación informal con la señora Ruth Gladry. No se perdió gran cosa.
Los otros miembros del Consejo son descendientes de los potentados de la madera. El apoyo que prestan a la biblioteca es un acto de expiación heredado: ellos, que violaron los bosques, ahora cuidan de estos libros, tal como un libertino podría decidir, al llegar a la edad madura, mantener a los bastardos alegremente procreados en su juventud. Fueron los abuelos y los bisabuelos quienes abrieron de piernas los bosques, al norte de Derry y de Bangor, y forzaron a aquellas vírgenes de túnicas verdes con sus hachas y sus sierras. Cortaron, aserraron y desgarraron sin una sola mirada atrás. Perforaron el himen de esos grandes bosques cuando Grover Cleveland era presidente y ya habían terminado la obra cuando Woodrow Wilson sufrió su ataque. Estos rufianes adornados de encajes violaron los grandes bosques preñándolos de una camada de despreciables abetos. Transformaron a Derry, un soñoliento pueblecito de astilleros, en una pujante ciudad donde los destiladeros de ginebra nunca cerraban y las rameras utilizaban sus tretas toda la noche.
Un viejo de aquel entonces, Egbert Thoroughgood, que ya tiene noventa y tres años, me habló de la noche en que había follado a una prostituta barata en un camastro de Baker Street (que ya no existe; ahora se alzan edificios de clase media donde antes bullía y bramaba Baker Street).
—Sólo después de consumir mi fuerza en ella me di cuenta de que estaba tendida en un charco de esperma de casi un centímetro de espesor. La porquería casi se había vuelto mermelada. «Pero, mujer —le dije—, ¿por qué no te cuidas un poco?». Ella miró hacia abajo y dijo: «Si quieres otra vuelta, cambiaré la sábana. Creo que tengo dos en el armario. Sé muy bien en qué estoy acostada hasta las nueve o las diez, pero para medianoche tengo el coño tan entumecido que es como si lo tuviera en Ellsworth».
Así era Derry en los primeros veinte años de este siglo: todo progreso, copas y cama. El Penobscot y el Kenduskeag estaban llenos de troncos flotantes desde el deshielo de abril hasta las heladas de noviembre. El negocio empezó a flojear en los años veinte, cuando la Gran Guerra y las maderas duras dejaron de alimentarlo, y se detuvo a tropezones durante la Depresión. Los potentados de la madera invirtieron el dinero en los bancos de Nueva York o de Boston que habían sobrevivido a la catástrofe y abandonaron la economía de Derry para que sobreviviese o muriese por cuenta propia. Se retiraron a sus bellas casas de Broadway Oeste y enviaron a sus hijos a las escuelas privadas de New Hampshire, Massachusetts y Nueva York. Y se dedicaron a vivir de los intereses y las vinculaciones políticas.