It (Eso) – Stephen King

El hombre-lobo arrojó un zarpazo a Ben, que se mantenía protectoramente de pie delante de ella… bloqueándole la puntería. El monstruo tenía la cabeza inclinada en el ángulo mortífero de la bestia de presa y hacía sonar los dientes. Ben estiró la mano, a ciegas. En sus reacciones ya no había espacio para el terror: experimentaba, en cambio, una especie de furia que le dejaba la cabeza despejada, mezclada con el desconcierto y la sensación de que el tiempo, de algún modo, se había detenido con un inesperado chirriar de frenos. Hundió los dedos en el pelo duro, apelmazado (Su pelaje —pensó—, esto es su pelaje), y sintió, abajo, los pesados huesos de su cráneo. Tironeó de esa cabeza lobuna con todas sus fuerzas, pero, aunque era corpulento para su edad, no sirvió de nada. Si no hubiera retrocedido, tambaleante, hasta chocar con la pared, Eso le habría desgarrado la garganta con sus dientes.

Eso fue tras él, dilatados los ojos amarilloverdosos, gruñendo con cada aliento. Olía a cloacas y a algo más, algo silvestre, pero desagradable, como las castañas podridas. Una de sus fuertes garras se elevó. Ben la esquivó como pudo. La zarpa, terminada en grandes uñas, desgarró heridas sin sangre en el papel de la pared y en el blanco yeso de abajo. Ben oyó vagamente que Richie gritaba algo. Eddie aullaba, pidiendo a Beverly que disparara, que disparara.

Pero Beverly no disparaba. Era su única oportunidad. Eso no importaba porque ella estaba decidida a actuar de modo que no hiciese falta otra. Sobre su vista cayó una clara frialdad que jamás en su vida volvería a experimentar. Todo estaba en perfecto relieve; nunca más volvería a ver las tres dimensiones de la realidad tan claramente definidas. Poseía todos los colores, todos los ángulos, todas las distancias. El miedo desapareció. Experimentaba la simple lujuria del cazador que goza de la certeza de la próxima consumación. Su pulso se hizo más lento. El puño tembloroso, histérico, con que había estado tensando la goma cobró firmeza, se tornó natural. Aspiró hondo, muy hondo. Tuvo la sensación de que sus pulmones jamás acabarían de llenarse. Lejana, vagamente, oyó unos estallidos sordos. No importaban, fuesen lo que fuesen. Apuntó a la izquierda esperando que la imposible cabeza del hombre-lobo cayese, con fría perfección, en la horquilla abierta tras la V extendida de la goma, ya estirada.

Las garras del hombre-lobo volvieron a descender. Ben trató de esquivarlas agachándose, pero de pronto se vio apresado. Eso lo sacudió hacia delante, como si fuese sólo un muñeco de trapo. Sus fauces se abrieron.

—¡Hijo de puta!

Ben hundió un pulgar en uno de sus ojos. Eso aulló de dolor y una de aquellas zarpas le desgarró la camisa. Ben hundió el vientre, pero una de las uñas trazó una línea siseante de dolor en su torso. La sangre brotó de él manchándole los pantalones, las zapatillas, el suelo. El hombre-lobo lo arrojó a la bañera. Ben se golpeó la cabeza, vio estrellas y forcejeó hasta conseguir sentarse. Tenía el regazo lleno de sangre.

El hombre-lobo giró en redondo. Ben observó, con la misma claridad lunática, que el monstruo llevaba vaqueros Levi Strauss, desteñidos, con las costuras reventadas. De un bolsillo trasero le colgaba un pañuelo rojo, como los que usan los guardabarreras del ferrocarril. En la espalda de su chaqueta escolar, negra y naranja, se leían las palabras ESCUELA SECUNDARIA DERRY EQUIPO MATADOR; más abajo, el nombre PENNYWISE. En el centro, un número: 13.

Eso se lanzó contra Bill. El chico había logrado levantarse y estaba de espaldas a la pared, mirándolo fijamente.

—¡Dispara, Beverly! —gritó Richie, otra vez.

—Bip-bip, Richie. —Beverly oyó su propia voz como si estuviese a mil kilómetros de distancia.

La cabeza del hombre-lobo estaba súbitamente allí, en el hueso de la suerte. Ella cubrió uno de sus ojos verdes con la taza y soltó. No hubo el menor estremecimiento en sus manos; disparó tan tranquila, tan naturalmente como había disparado contra las latas en el vertedero el día en que todos se habían turnado para ver quién lo hacía mejor.

Ben tuvo tiempo de pensar: Oh, Beverly, si fallas esta vez podemos darnos por muertos, y no quiero morir en esta bañera sucia pero no puedo salir.

Beverly no falló. Un ojo redondo, ya no verde, sino muy negro, apareció súbitamente en el centro del hocico. Bev había apuntado al ojo derecho y errado apenas por un centímetro.

El grito, casi humano, de sorpresa, dolor, miedo y cólera, fue ensordecedor. A Ben le resonaron los oídos. De pronto, el orificio desapareció, oscurecido por borbotones de sangre. La sangre no manaba: salía a chorros de la herida en un torrente a alta presión. Los borbotones empaparon la cara y el pelo de Bill.

No importa —pensó Ben, histérico—. No importa, Bill. Nadie lo verá cuando salgamos de aquí. Si es que salimos.

Bill y Beverly avanzaron hacia el hombre-lobo. Detrás de ellos, Richie gritaba histéricamente:

—¡Dispara otra vez, Beverly! ¡Mátalo!

—¡Sí, mátalo! —gorjeó Eddie.

—¡MÁTALO! —gritó Bill, con la boca torcida hacia abajo en un rictus tembloroso. En el pelo tenía un poco de yeso, blancoamarillento—. ¡MÁTALO, BEVVIE, NO LO DEJES ESCAPAR!

Pero si no quedan balines —pensó Ben—. ¿De qué estáis hablando? ¿Con qué va a disparar?

Pero lo comprendió al mirar a Beverly. Si su corazón no hubiese pertenecido a la chica, habría volado hacia ella en ese momento. Beverly había estirado la goma hacia atrás. Sus dedos estaban cerrados sobre la taza, ocultando el hecho de que no había nada allí.

—¡Mátalo! —vociferó Ben.

Y se dejó caer torpemente por el borde de la bañera. Tenía los vaqueros y la ropa interior empapados, pegados a la piel con sangre. No sabía si su herida era grave o no. Después del primer ardor no había dolido mucho, pero tanta sangre lo asustaba.

Los ojos verdosos del hombre-lobo volaron de uno a otro, llenos de incertidumbre, además de dolor. La sangre bajaba en láminas por la pechera de su chaqueta.

Bill Denbrough sonrió. Era un sonrisa suave, casi amorosa… pero no le tocaba los ojos.

—Hiciste mal en meterte con mi hermano —dijo—. Mándalo al infierno, Beverly.

Los ojos de la bestia perdieron la incertidumbre. Estaba convencido. Con gracia ágil y suave, giró en redondo y se zambulló en el desagüe. Al introducirse allí fue cambiando. La chaqueta de la secundaria se fundió en su pelaje y el color desapareció de ambos. La forma de su cráneo se alargó, como si estuviese hecho de cera y el material se ablandase, medio derretido. Su forma se alteraba. Por un instante, Ben creyó haber visto cómo era en realidad, y el corazón se le congeló en el pecho dejándolo jadeante.

¡Os voy a matar! —rugió una voz desde el interior del desagüe. Era gruesa, salvaje, nada humana—. ¡Os voy a matar… Os voy a matar… Os voy a matar…!

Las palabras se fueron alejando más y más, disminuyendo, borrándose, cobrando distancia. Por fin se unieron al ronroneo palpitante de la maquinaria de bombeo.

La casa pareció asentarse con un golpe seco, pesado, por debajo de lo audible. Pero no se estaba asentando. Ben comprendió que, de algún modo extraño, se encogía, volviendo a su tamaño normal. La magia que Eso había utilizado para hacerla parecer más grande, se retiraba. La casa se reducía como un elástico. Volvía a ser una simple casa, con olor a humedad y a podredumbre, una casa sin muebles a la que acudían a veces los borrachos y los vagabundos, para beber, conversar y dormir al abrigo de la lluvia.

Eso había desaparecido.

En su estela, el silencio parecía estridente.

10

—S-s-salg-salg-salgamos de a-a-aquí —dijo Bill.

Se acercó a Ben, que estaba tratando de levantarse, y cogió una de sus manos tendidas. Beverly estaba de pie cerca del agujero. Se miró y la frialdad se trocó en un rubor que pareció convertir toda su piel en una media abrigada. Debió haber aspirado muy hondo. Los estallidos opacos que le habían llegado eran los de los botones de su blusa. Habían saltado, todos ellos. La blusa pendía abierta, dejando sus pechos pequeños bien a la vista. Cerró la blusa de un manotazo.

—Ri-Ri-Richie —dijo Bill—, ayú-ayud-d-dame con B-B-Ben. Está he-he-he…

Richie se acercó a él; después, Stan y Mike. Entre los cuatro lograron que Ben se pusiera de pie. Eddie se había acercado a Beverly para rodearle los hombros, torpemente, con el brazo sano.

—Has estado grandiosa —dijo.

Y Beverly estalló en lágrimas.

Ben dio dos grandes pasos tambaleantes hasta la pared y se apoyó contra ella antes de caer otra vez. Se sentía mareado, el mundo recuperaba el color sólo para volver a perderlo. Y tenía, decididamente, ganas de vomitar.

Un momento después, el brazo de Bill estaba alrededor de él, fuerte y reconfortante.

—¿E-e-es gra-gra-grave, P-p-parva?

Ben se obligó a mirarse el vientre. Esos dos simples actos, el de doblar el cuello y el de abrir la desgarradura de su camisa, requirieron más valor que la decisión de entrar en aquella casa, un rato antes. Esperaba encontrarse con la mitad de sus intestinos colgando frente a sí como grotescas ubres, pero vio que el flujo de sangre se había reducido a un goteo perezoso. El hombre-lobo lo había herido larga y profundamente, pero al parecer, no era mortal.

Richie se agregó a ellos. Miró la herida que describía un curso retorcido desde el pecho de Ben hasta perderse en el bulto del vientre y clavó una mirada sobria en la cara del chico.

Eso estuvo a punto de llevarse tus tripas para usarlas de tirantes, Parva, ¿sabes?

—No es broma, macho —dijo Ben.

Él y Richie se miraron fijamente por un largo momento. Después rompieron en una risa histérica al mismo tiempo, salpicándose mutuamente con saliva. Richie tomó a Ben en sus brazos y le golpeó la espalda con grandes palmadas.

—¡Lo derrotamos, Parva! ¡Lo derrotamos!

—N-n-no lo de-de-derrotamos —corrigió Bill, ceñudo—. T-t-tuvimos su-suerte. Sa-salgamos de aq-q-quí a-antes de que se le oc-ocurra vo-vo-volver.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mike.

—A Los Barrens.

Beverly se acercó a ellos, siempre sujetando los bordes de su blusa. Sus mejillas estaban muy rojas.

—¿Al club?

Bill asintió.

—¿Alguien me puede dejar su camisa? —preguntó ella, más ruborizada que nunca.

Bill le echó un vistazo y la sangre le subió a la cara en un torrente. Se apresuró a apartar la vista, pero en ese instante Ben sintió una oleada de certeza y horribles celos. En ese instante, por ese único segundo, Bill había cobrado conciencia de ella de una manera que, hasta entonces, sólo el mismo Ben había experimentado.

Los otros también habían mirado y estaban apartando la cara. Richie tosió contra el dorso de la mano. Stan se puso rojo. Mike Hanlon retrocedió un paso o dos, como si lo asustase la curva de ese único pecho blanco y pequeño, visible bajo la mano de la chica.

Beverly alzó la cabeza sacudiéndose el pelo enmarañado. Aún estaba ruborizada, pero su rostro era bellísimo.

—No puedo remediarlo: soy una chica —dijo—. Tampoco puedo remediarlo si estoy creciendo por arriba. Y ahora, por favor, ¿alguien me deja su camisa?

—Cla-claro —dijo Bill. Se quitó la camiseta blanca por la cabeza cubriendo el pecho angosto, las costillas visibles y los hombros quemados por el sol cubiertos de pecas—. T-t-t-toma.

—Gracias, Bill.

Por un momento caliente, humeante, los ojos de ambos se encontraron directamente. Bill no apartó la vista. Su mirada era firme, adulta.

—D-d-de nada —dijo.

Buena suerte, Gran Bill, pensó Ben. Y apartó la cara de esa mirada. Le hacía sufrir en un lugar tan profundo que ni un vampiro, ni un hombre-lobo podrían alcanzarlo jamás. De cualquier modo, existía algo llamado decoro. Si no conocía la palabra, tenía el concepto muy claro. Mirarlos cuando estaban mirándose así habría sido tan incorrecto como mirar los pechos de Beverly cuando soltara los bordes de la blusa para ponerse la camiseta de Bill. Si así deben ser las cosas, de acuerdo. Pero nunca la amarás como yo. Nunca.

La camiseta de Bill le llegaba casi hasta las rodillas. Si no hubiera sido por los vaqueros que asomaban por abajo, se la habría creído vestida con una combinación.

—V-v-vamos —repitió Bill—. N-n-no sé qué pen-pensáis, p-p-pero pa-para m-m-mí, por ho-o-oy es b-b-bastan-bastante.

Resultó que todos pensaban igual.

11

En el transcurso de una hora se encontraron en la casita del club con la ventana y la trampilla abiertas. Adentro estaba fresco y en Los Barrens, ese día, reinaba un bendito silencio. Se sentaron, sin hablar mucho, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Richie y Bev se pasaban un cigarrillo. Eddie se aplicó su inhalador. Mike estornudó varias veces y se disculpó diciendo que estaba a punto de pescar un resfriado.

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